Así que ya está. Va a pasar unos años sumida en una variante del trastorno de identidad disociativo con un punto común: la sensación de que, en ninguna de sus vidas, consigue ser lo perfecta que querría ser”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

08/03/24. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com en el especial por el Día Internacional de la Mujer comparte un relato: “Sin embargo, todavía hay algo más inquietante: aún sin espejos, sabe que es una mujer, que su piel es oscura y que, pese a no tener más de treinta años, ha vivido experiencias...

...que impactan sobre su identidad más que el currículum impecable de un estudiante de sociología, político de profesión, líder de masas o aficionado al motociclismo”.

En sus zapatos

Santiago abre los ojos y le cuesta reconocer lo que ve a su alrededor, aunque no tiene muy claro si es porque todavía se encuentra en ese mundo seminconsciente del sueño. Al poco, sus otros sentidos también le devuelven una realidad desconocida. Huele a orines, a sudor rancio y a comida putrefacta. Oye gritos en una lengua que no reconoce como suya, pero el tono le dice que hay miedo en esos aullidos. Percibe la humedad y la dureza de un suelo áspero y por el dolor sordo de sus músculos sabe que lleva allí mucho tiempo. Nota un reflujo amargo en la boca y siente la quemazón de algún tipo de ácido en su lengua de esparto al tiempo que su cerebro le advierte de que tiene mucha hambre y quizás mucha más sed.

Están en un cayuco, hace frío y es de noche. No se ve tierra firme. El oleaje sacude la embarcación sin parar y aunque ya no puede vomitar más porque no le queda nada en el estómago los espasmos siguen produciéndose y son muy dolorosos.

Sin embargo, todavía hay algo más inquietante: aún sin espejos, sabe que es una mujer, que su piel es oscura y que, pese a no tener más de treinta años, ha vivido experiencias que impactan sobre su identidad más que el currículum impecable de un estudiante de sociología, político de profesión, líder de masas o aficionado al motociclismo.

Entonces, todas las alarmas de su interior se disparan y se pone en pie y ese movimiento provoca que las miradas de todos los que hay a su alrededor confluyan en su cuerpo. Son unos cincuenta o sesenta hombres apiñados en el suelo, de pieles más o menos oscuras y similar aspecto de derrota.

Santi siente el miedo recorrer su espalda. Tiene el convencimiento de que va a morir, pero, además, esas miradas le han traído a la mente el recuerdo vago y difuso de otras que se produjeron en un pasado y que, lejos de acabar en indiferencia, se transformaron en codiciosas, amenazantes y resolutivas. La evocación de los golpes recibidos y la invasión de su cuerpo, una y otra vez, es ahora vívida y toma consciencia de que, sea quien sea, ya no es quien creía ser.

Se desmaya.


Cuando vuelve a abrir los ojos, por un momento cree que la pesadilla ha terminado. A fin de cuentas, está sobre una cama, el olor que llega a sus fosas nasales le devuelve la imagen de una olla al fuego y parece haber recuperado el color que le define como original de algún país del sur de Europa. Sin embargo, cuando se incorpora, el horror se instala de nuevo en su ser porque al mirar la prominencia de su vientre sabe, con absoluta seguridad, que no es producto de un exceso de marmitako o de txangurro a la donostiarra. Hay un ser en su interior y, aunque sus nociones de naturaleza humana le dicen que aquello ha sido cosa de dos, también es consciente de que se enfrenta en soledad al deber de su crianza, porque quien quiera que fuera el otro, ha puesto pies en polvorosa sin recibir una sola recriminación.

Hay algo más que conoce sobre su existencia actual: está en paro y salvo que quiera morir de inanición tendrá que buscar trabajo. El problema no es que no tenga ánimos para lanzarse a las calles y llamar a todo tipo de puertas. La incógnita real es saber si encontrará a alguien que quiera darle una oportunidad, ofrecerle un contrato laboral con cierta seguridad, mientras le miran la barriga y calculan los costes que eso tendrá para la empresa y presumen que sus ausencias serán más numerosas que las de cualquier otro.

Para Santi, sin embargo, no hay escapatoria posible. Las paredes de la casa donde se encuentra están repletas de imágenes y símbolos de variados orígenes y credos. La aparente diversidad no le lleva a engaños: abortar es imposible en su situación para ninguna de esas creencias. Es matar, le dicen y debería lucir con orgullo su naturaleza fértil.

Es otra pesadilla, no puede ser otra cosa. Así que cierra los ojos con fuerza confiando en despertar.

Al abrirlos de nuevo ve a un bebé mamar de sus pechos. La imagen le produce ternura, como no, pero también el convencimiento de un cansancio abrumador. Le han dicho que tiene que atender las necesidades del retoño cada vez que lo pida y así lo hace. De día de noche, aportando alimento o solo confort. Su compromiso con esa vida así se lo exige, por eso, la decisión que tiene que tomar no está clara. Tendrá que trabajar, pero hacerlo a jornada completa supondrá pagar para que le cuiden a su hijo reduciendo su capacidad económica y enfrentarse a miradas que reprocharán su escasa vocación de madre. Hacerlo en jornada reducida, no mejorará sus posibilidades financieras, ni tampoco evitará las miradas de censura, esta vez por su poca rentabilidad y compromiso con la empresa.

Le dicen que trabajar es una opción de desarrollo personal y no una simple fórmula de supervivencia, pero su candidatura no estará en ninguna lista de promoción, mientras se beneficie de la hora de lactancia o tenga que irse corriendo a recoger al niño de la guardería.

Así que ya está. Va a pasar unos años sumida en una variante del trastorno de identidad disociativo con un punto común: la sensación de que, en ninguna de sus vidas, consigue ser lo perfecta que querría ser.

Se restriega los ojos para intentar reducir el picor del agotamiento o de la tristeza, ya no lo sabe bien; pero al retirar sus manos ve en el dorso unas manchas sospechosas. Las reconoce de inmediato, son las mismas que tenía su abuela con más de ochenta años, y siente en sus huesos que también los tiene. Debe ser cierto, porque a su lado hay una mujer que la llama yaya. Frente a sí, tiene una resolución oficial en la que le comunican que la pensión no contributiva que le concedieron en su momento se ha actualizado y cobrará 517,90 euros mensuales.

Debería alegrarse e incluso dar las gracias. A fin de cuentas, es cierto, nunca contribuyó al Estado porque nunca ha trabajado. Pero, recuerda todavía con cierto sonrojo las risas de su nieta al explicarle que, la vez que intentó trabajar, no pudo porque su marido no le concedió el permiso preceptivo. Tampoco se creía la muchacha que no fuera de la Edad Media la obediencia debida a su marido (art. 57 del código civil) o la obligación de seguirlo a donde fuera (art. 59) entre otras lindezas.

Como nada de eso es actual, hay quien cree que ya no pesa, ni influye. Sin embargo, ha definido su valor actual: 517,90 euros mensuales en un mundo en el que, la capacidad económica, explica quién eres.

Santi vuelve a cerrar los ojos. Quizás cuando los abra, la pesadilla acabe y siga siendo un charlatán desvergonzado y caradura que se gana la vida con discursos incendiarios y negando lo evidente.

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