Si el autodenominado ‘Gobierno más Progresista de la Historia’ es incapaz de derogar todos y cada uno de los puntos de la reforma laboral vigente, todo, absolutamente todo, habrá sido para nada”

OPINIÓN. 
La grieta. Por Alejandro Díaz del Pino
Periodista

27/10/21.
Opinión. El periodista Alejandro Díaz del Pino escribe en su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la derogación de la reforma laboral: “La mayor conquista social a la que puede aspirar en estos momentos el Gobierno es la de cumplir con el compromiso de derogar íntegramente la reforma laboral vigente que nos destroza, literalmente, la vida a la clase...

...trabajadora y que se ha cebado con una generación nacida por primera vez en democracia y con un acceso a la formación superior menos elitista que las anteriores”.

Miedo a los circos

Cuando era niño, mis padres me llevaron a un circo. A uno de esos de la década de los ochenta. Con payasos, saltimbanquis y animales maltratados. No duré mucho en la función. Pronto me eché a llorar y, ante la pasividad de mis progenitores, monté mi primera huelga general. Salimos por patas. Sin tener idea aún de la existencia de la película IT, sentí pavor ante aquellos personajes de voces agudas, estridentes, y caras con una sonrisa dibujada como una condena. Supuse que detrás del supuesto bestiario existía un mundo de cautividad. Fue la última vez que pisé un circo.


Al menos, un circo en el sentido estricto del término. Con la toma de conciencia política y la participación a lo largo de sus días hasta hoy, aquel niño ya adulto ha asistido a muchos más circos con la misma perturbación que en su infancia. El último lo han protagonizado las dos formaciones que cohabitan en coalición en el Gobierno. No creo que sea necesario hacer una cronología ni siquiera un croquis para analizar lo que está sucediendo en eso que llaman “el seno de la coalición”. Pero pongamos contexto, que de eso va un artículo de análisis que aspira a ser lo más riguroso posible.

En el año 2010, el por entonces crepuscular gobierno socialista de José Luis Rodríguez Zapatero aprobó una reforma laboral a instancias de la UE, cuyo objetivo no fue otro que la degradación de los derechos de la clase trabajadora: suspensión de convenios, despidos objetivos por pérdidas económicas de la empresa y, además, con la posibilidad de ser abonada la indemnización por el Estado. Aquel decreto fue acompañado por otros atropellos que afectaban a la jubilación o al empleo público.

Zapatero fue finalmente apartado de la Presidencia en una especie de golpe de estado perpetrado por parte del entonces gobernador del Banco Central Europeo, Jean-Claude Trichet, quien le conminaba a emprender una batería brutal de recortes, con reforma constitucional incluida, para poder acceder a los mercados financieros y cuya consecuencia no podía ser otra que la dimisión de un Zapatero ya sentenciado por su propio partido. Así entienden algunos la democracia.


La siguiente función circense llegó con un Partido Popular que arrasó en las Elecciones Generales celebradas unos meses después. Mayoría absolutísima para que aplicase la agenda de la hoy tan bien valorada Angela Merkel. Su plan para España consistía en recortar el Estado, aplicar una norma de déficit tomada de algún texto sagrado y ejecutar una nueva reforma laboral que acabase, definitivamente, con los derechos de las trabajadoras y trabajadores de este país.

No fue más compasiva con el resto de Europa, sobre todo, con el sur. Poco le importó lo que la soberanía popular de cada estado opinase al respecto. Fue con Grecia con quien probablemente la UE y el BCE cometieron el mayor grado de daños completamente injustificados. Humillar a los más débiles fue cómo entendió la derecha democristiana europea la política durante más de una década austericida.

Aquel circo de Rajoy lo padecí personalmente con especial pánico. Sin dejar de trabajar, nunca me he sentido un trabajador con toda la dignidad que esa palabra implica y confieso que, a día de hoy, no podría subsistir sin una red de apoyo familiar. Y ya van en la cuenta 37 años en mi haber. Mientras el Partido Popular robaba a espuertas con total impunidad a la par que impartía lecciones de austeridad, a mí se me escapaba la década de los veinte desorientado y sin la firmeza (o con la torpeza) de no saber decir que no ante el miedo a quedarme en el desempleo.

Me incorporé al mercado de trabajo con 21 años. He tenido seis contratos en mi vida: tres de Obra y servicio, aunque mi condición era la de un empleado indefinido. Y otros tres contratos ‘formativos’ como becario de distintas sociedades, que no empresas, y con los que he cubierto puestos estructurales, siempre por una miseria de ingresos.


Gran parte de mi vida laboral la he sorteado como autónomo sin serlo realmente, porque yo no vengo de ninguna familia con dinero como para emprender ningún tipo de negocio. Simplemente, ése es el mundo al que nos arrojó la reforma laboral de M. Rajoy. “Alfombra roja para los autónomos”, dijo el cínico que creó una masa de trabajadores que producen desde entonces para empresas como uno más de la plantilla a la vez que asumen todos los gastos y todos los riesgos, sin saber si ese mes les van a abonar tal o cual factura o si les van a cortar el incierto suministro de tareas y si se van a quedar sin ninguna protección de un día para otro.

A mí se me sigue poniendo cara de payaso cuando llamo a mi madre, pensionista, para que me eche una mano para cubrir los gastos de una persona adulta porque no llego. ¿Horarios, turnos, vacaciones, paga extra, dietas, desplazamientos? ¿Qué animales mitológicos son esos? Puede parecer que estoy contando mi vida, pero creo que estoy hablando de cuestiones que tocan de cerca a cualquiera.

Sólo he dejado de trabajar dos veces. Una, para residir un año en la Fundación Antonio Gala para Jóvenes Creadores, porque se me daba aparentemente bien escribir poemas y Antonio Gala me brindó esa oportunidad, algo que para un chaval como yo y en una época tan difícil era mucho más de lo que podía imaginar y de lo que podré agradecer.

La otra fue porque estuve de baja ante el agravamiento de un cuadro de Trastorno de Ansiedad Generalizada y de Depresión Mayor tras el que solicité el alta voluntaria. Llegaba el verano, que es cuando más ‘cuartos’ me podía sacar con reportajes ‘fresquitos’, y trabajé más de 90 días consecutivos sin el más breve de los descansos. Facturé 3.800 euros aproximadamente y no sólo no me dieron las gracias: me dijeron que había trabajado sin descanso porque no me organizaba bien. Llevo 15 años trabajando y tengo cotizados 7 años y por lo mínimo de lo mínimo. Es verdad que me he organizado fatal al no estar sindicado desde el primer día o, directamente, montar un comando (entiéndase el sentido figurado de la expresión).


Accedí a la Universidad tras los estudios obligatorios. Me licencié con el desahogo de no tener que costearme el título como otros compañeros y compañeras trabajando para las ETT. No me victimizo, sintetizo la historia compartida de una parte significativa de mi generación y consciente de que ni siquiera estoy en el lado por el que más se rompió todo. Hay quien lo tuvo y lo tiene mucho más jodido, lo que por lo que sea no sólo no me consuela, sino que me deprime y me cabrea más.

El último circo al que me refería, el escenificado durante las dos últimas semanas, está directamente relacionado con el mercado laboral y las experiencias narradas. Por primera vez, mi generación ha visto a una ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, que se ha preocupado por la clase trabajadora. Todo comenzó con los temporeros del sector agrario. Prometió que iba a realizar inspecciones. La patronal agraria la acusó, siempre con palabras groseras, de todo tipo de tropelías. Bueno, las inspecciones no se saldaron con meras faltas. Salieron a la luz casos de esclavitud. No de jornaleras y jornaleros precarios, que ya de por sí es una práctica ilegal a la par que indecente. No, de esclavos y esclavas en la España del siglo XXI con su componente de clase, de sexo y de raza. ¿Hay que ser comunista para intervenir ante una injusticia así? Diría que no.

Gracias al mecanismo de los ERTE, Díaz ha sorteado una crisis mucho más grave que una financiera recuperando niveles de empleo en un año, mientras que en la anterior crisis el gobierno de Rajoy requirió de casi una década. Díaz ha puesto orden en las empresas de ‘riders’: una persona con una bici y una mochila no es una emprendedora, quién lo iba a imaginar. Díaz ha enviado inspectores a empresas que explotan a falsos autónomos y las ha obligado a darles de alta como lo que son, trabajadores indefinidos que ocupan puestos estructurales. Y con su consecuente sanción. Díaz no es de mi generación, pero sí pisa la misma tierra que pisamos tú y yo.

Díaz es empática. Es sincera. No va a acabar en ningún consejo de administración. Y sabe que la mayor conquista social a la que puede aspirar en estos momentos el Gobierno es la de cumplir con el compromiso de derogar íntegramente la reforma laboral vigente que nos destroza, literalmente, la vida a la clase trabajadora y que se ha cebado con una generación nacida por primera vez en democracia y con un acceso a la formación superior menos elitista que las anteriores.

Una ley del mercado laboral que nos ha empobrecido, que nos tiene hechos polvo física y mentalmente y que, además, es para nada. Porque es una reforma que se hizo para liberalizar el despido en un contexto de recesión y austeridad promovido por élites que creyeron el dogma de fe del neoliberalismo, de las tesis más radicales de Thatcher y Reagan, del ‘Tea Party’ europeo; que se promulgó para salvar al empresariado a costa de los derechos más básicos del trabajador. Hay integristas religiosos menos macabros.


Empíricamente se ha demostrado una verdadera ruina para la mayoría de la población; la reforma ha mermado los estándares de calidad de vida de la sociedad y ha estado ligada a una regresión sin precedentes en los derechos y libertades de los ciudadanos con la implementación de leyes como la Ley Mordaza, creadas para reprimir y criminalizar las continuas manifestaciones populares contra estas políticas.

Tras las reformas laborales de Zapatero y Rajoy, millones de trabajadores fueron despedidos y, cuando llegó ‘la recuperación’, fueron restituidos (los que lo fueron) en el modelo productivo con sus derechos laminados y en la precariedad total. Si el autodenominado ‘Gobierno más Progresista de la Historia’ es incapaz de derogar todos y cada uno de los puntos de la reforma laboral vigente, todo, absolutamente todo, habrá sido para nada.

Y una sociedad castigada durante décadas que percibe que las huelgas generales no sirven, que cambiar democráticamente a sus gobernantes no sirve y que quienes mandan son entes supraestatales a los que no se les ponen nombres ni apellidos ni leyes está abocada a los neofascismos que recorren Europa. Irremediablemente.

El Partido Socialista se está equivocando si cree que va a sobrevivir, ya no en el Gobierno, sino como partido político, sin derogar la reforma laboral. Al completo. Es comprensible el temor a que la patronal, la CEOE, ponga en marcha una campaña de despidos para colgarle al PSOE de nuevo el sambenito de partido que destruye empleo. Ya estamos asistiendo a cómo el oligopolio eléctrico está extorsionando al Gobierno por intervenir mínimamente el mercado. Pero lo que es inconcebible es que ceda al chantaje una vez más y vea en Unidas Podemos o en el hipotético frente amplio de Díaz al enemigo.

Pedro Sánchez ha abrazado a Felipe González y ha realizado una serie de movimientos en las últimas semanas con el Partido Popular para la renovación de determinados órganos que compromete algo más que su propia imagen. A pesar de su minoría parlamentaria, la derecha ha salido beneficiada. Y a la par, Sánchez ha abierto una crisis brutal con sus socios, con el trasfondo de la derogación de la reforma laboral.


Se asoma al abismo el Partido Socialista si no escucha a sus propios votantes, a sus bases, a sus militantes, a sus ex votantes, a sí mismo hace sólo un tiempo. A los sindicatos. A la sociedad. Su rival político natural es el Partido Popular y su obstinamiento caciquil en favorecer a los ya privilegiados a costa de empobrecer a la clase trabajadora. Ya está bien. Suficiente. De sobra.

Los enemigos son el neofascismo y la extrema derecha. Los avances en derechos civiles como el aborto, el matrimonio igualitario o la eutanasia no están reñidos con abordar de una vez por todas los problemas estructurales de un mercado de trabajo disfuncional, con paro crónico y condiciones cada vez menos humanas.

Una vida que merezca la pena ser vivida no debe estar condicionada por unas relaciones laborales completamente desproporcionadas y abusivas donde la empresa puede hacer y deshacer a su antojo, mientras que las personas que producen para ella están sometidas sin la protección de los derechos más básicos. No se puede depender de la buena voluntad del empresariado.

No hay medidas descafeinadas (OTAN de entrada no) que puedan salvar esta vez lo que es un compromiso explícito entre el PSOE y la sociedad, entre el PSOE y UP, entre el PSOE, UP y la sociedad. Entre el PSOE, UP, la sociedad y los socios que le dieron el Gobierno. La derogación (y ésa y no otra es la palabra, señor recién nombrado portavoz del PSOE, Felipe Jesús Sicilia Alférez) de la reforma laboral es un imperativo.

Pues es ésa y no otra la mayor de las deudas que mantiene hoy su partido con mi generación, pero no sólo con ella, sino también con la clase obrera, transversalmente, en la que en sus siglas dice representar y a la que ha dado de lado históricamente en demasiadas ocasiones. Así que tomen nota, aprovechen la oportunidad y dejen a la ministra de Trabajo trabajar. La ovación de las Comisiones Obreras a Díaz fue más que un dato: un aviso para navegantes. El dato es que es la política mejor valorada de nuestro país. No monten circos para meter miedos, para desviar la atención o para rebajar expectativas. Esa canción ya nos la sabemos desde niños.

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