“Migrar por necesidad, porque te expulsan, es siempre un hecho traumático y un fracaso del sistema, nunca de la persona. La crisis no es una oportunidad. Es un drama”

Yo no quiero, por el mismo precio, una casa en las fueras con piscina y jardín y vistas. Yo quiero a mi gente cerca. Yo quiero que, cuando baje a la farmacia o a comprar el pan, nos llamemos todos por nuestros nombres”


OPINIÓN. 
La grieta

Por Alejandro Díaz. Periodista

16/02/22.
Opinión. El periodista Alejandro Díaz escribe en su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la vida en sociedad: “La condición del ser humano como especie es la de ser animales sociales. Nos necesitamos unos a otros. Por solitarios que algunos podamos parecer, nos necesitamos: desde el puesto del mercado de toda la vida, desde la panadería de...

...la esquina hasta Fulanito el del sexto que está pasando una mala racha. Vivimos en comunidad y sólo así somos un poco más fuertes en una sociedad contemporánea que ha triunfado el hiperindividualismo”.

Gente de barrio

La semana pasada, y es una anécdota menor, el gato de mi madre se escapó de casa. Regresó sin un rasguño pasado varios días. Durante ese tiempo reflexioné y saqué algunas conclusiones sobre por qué la gente, y escribiré en plural, no queremos irnos de nuestros barrios.


Desde que el gato (Capi, se llama) marchó, no fueron pocas las personas que nos ayudaron a encontrarlo. Resulta que mi familia, tanto materna como paterna, vive en Fuente Olletas desde antes de que la zona estuviese asfaltada. Bisabuelos, abuelos, tíos, primos, hermanos… Todos hemos tenido una relación muy estrecha con la barriada. No hablamos de décadas, sino de generaciones. Basta con que el minino se escapase para ver cómo hasta el último vecino, aquel al que apenas conoces de vista, se movilizaba para encontrar a Capi.

No había pasado apenas un rato desde la desaparición, cuando ya habían contactado conmigo Antonio, Mario o Gonzalo. Mario y Gonzalo tienen perros, me dijeron que los pasearían por la zona donde se había perdido Capi. Antonio lo trasladó a una persona que colaboraba con la Protectora de Animales. Desde que era pequeño, siempre hemos tenido gatos en casa. Maite tiene su clínica veterinaria a apenas cinco minutos andando. Como siempre, nos ayudó de una forma altruista: imprimió carteles, nos aconsejó, nos transmitió calma.


El apoyo que recibimos porque un gato se había perdido fue, a todas luces, abrumador. En uno de esos momentos en los que lo dábamos un poco por perdido, recuerdo que le comenté a mi madre que, si de algo debía de servir esta experiencia, era para tomar consciencia de la enorme red de apoyo con la que contamos.

Cuando algunos de los grandes grupos inversores envían a sus lacayos a invitar a los vecinos de una barriada a que se vayan, uno de los argumentos que suelen esgrimir para persuadirlos es el siguiente: “Si se puede permitir por el mismo precio una casa mucho mejor, sólo que situada en otra zona en las afueras, ¿por qué no se va?”. Los vecinos no nos vamos voluntariamente de nuestros barrios porque no queremos. Porque en ellos hemos construido ese concepto del que hablaba antes: el de una red de apoyo.

La condición del ser humano como especie es la de ser animales sociales. Nos necesitamos unos a otros. Por solitarios que algunos podamos parecer, nos necesitamos: desde el puesto del mercado de toda la vida, desde la panadería de la esquina hasta Fulanito el del sexto que está pasando una mala racha. Vivimos en comunidad y sólo así somos un poco más fuertes en una sociedad contemporánea que ha triunfado el hiperindividualismo. Uno de los lemas del 15M fue ése: Nos quieren en soledad, nos tendrán en común.

Dicen los próceres acomodados en sus despachos y que siempre han tenido una vida fácil, al menos en lo material, que las nuevas generaciones no nos queremos mover y lo queremos todo rápido sin cambiar de país o de ciudad. A mí, he de reconocerlo, cuando escucho o leo esto, me sucede que salgo pronto de mis casillas. Una cosa es pasar una etapa fuera de tu país con unos mínimos materiales y emocionales cubiertos, y otra muy diferente es migrar.

Migrar por necesidad, porque te expulsan, es siempre un hecho traumático y un fracaso del sistema, nunca de la persona. La crisis no es una oportunidad. Es un drama. Pienso en muchos de mis mejores amigos, aquellos que durante las grandes depresiones económicas de 2008 y de 2012 se vieron empujados a convertirse en personas migrantes. No eran aventureros, muchos no tuvieron apoyo alguno porque las políticas de austeridad destruyeron toda su red de apoyo, incluida la familiar. Se fueron con lo puesto. No fue una aventura. Fue simple, llana y mera necesidad. Empecemos a llamar a las cosas por su nombre y dejar de romantizar la precariedad.

Hoy, la mayoría tiene proyectos de vida consolidados en los países que la acogieron. Sus hijos han nacido allí, se han integrado en otras sociedades y España ha desperdiciado, tirado por la borda, a una generación que podría haber aportado talento como nunca antes había tenido y del que se hoy se siguen beneficiando países como Francia, Alemania, Reino Unido, República Dominicana o Japón.

Están, también, quienes no fueron expulsados tan lejos y ya son madrileños o barceloneses de pro, como si Málaga o Andalucía se pudieran permitir prescindir de sus propios hijas e hijos. No sólo ya por su formación y su excelencia, sino porque hablo de gente comprometida, con conciencia de lo que sucede a su alrededor y ganas de transformar las injusticias que han padecido en primera persona o visto muy de cerca. Gente de barrio, en definitiva, valiosísima, sin la que todo lo que nos rodea es más oscuro, incierto e inhóspito.

Cambiar de escenario está genial, siempre y cuando sea de carácter voluntario. Echar raíces no puede ser un privilegio. Porque cuando la migración se produce de forma violenta, a través de un desahucio o la expulsión por el alza de precios motivada por la especulación urbanística; por fenómenos no espontáneos como la gentrificación, el paro crónico y, en definitiva, todo lo que lleva la vitola de la precariedad y la necesidad, no hay aventureros: sólo hay supervivientes, que es otra de las cuestiones que definen la condición humana. La resiliencia y capacidad de supervivencia, de la que tanto abusa en sus discursos el pijerío neoliberal; esas malas gentes que nunca han sabido ni mostrado interés por conocer otra vida que las que ven en sus puñeteras burbujas.

Hay un diálogo célebre en la película Martín Hache (Adolofo Aristarain, 1997) en la que un padre y un hijo disertan sobre el concepto de patria. El padre le dice al hijo que la patria es un verso (una mentira). Que la patria está allá donde esté la gente que quieres y te importa. Que da igual cambiar de barrio que de Buenos Aires a Madrid. Obviamente es una hipérbole, una exageración. Un recurso literario. Cuando te confinan, te echan del trabajo, enfermas tú o tus familiares, no es lo mismo saberse a unos minutos de quienes quieres que a miles de kilómetros. No obstante, hay algo de cierto en esa metáfora. Pues qué es la patria si no el saberse parte de una comunidad de personas que se conocen, crecen, viven y se ayudan.


No nos vamos de nuestros barrios y hay quien soporta presiones extremas, al borde de la legalidad, para trasladarnos a una confortable zona residencial porque hemos echado raíces. Pienso, irremediablemente, en los residentes de El Perchel. Porque cuando sucede algo de excepcional gravedad como una pandemia, o algo tan nimio como que un gato se escape unos días, todos necesitamos una red de apoyo, y los lazos de dichas redes no se tejen de un día para otro. Yo no quiero, por el mismo precio, una casa en las fueras con piscina y jardín y vistas. Yo quiero a mi gente cerca. Yo quiero que, cuando baje a la farmacia o a comprar el pan, nos llamemos todos por nuestros nombres. Quiero escuchar a mis vecinos desde hace años, cuando me vine a vivir con mi pareja a Huelin, Manolo y Carmen cantar flamenco todas las tardes mientras pico tecla.

Quiero estar aquí para cuando nuestros mayores nos necesiten. Quiero, desde esta ínfima parcela que es mi trabajo como periodista, ayudar a cambiar lo poquísimo que pueda cambiar en mi entorno más próximo. Me encantaría, como en la canción de Sabina de El Pirata Cojo, vivir mil vidas en cientos de lugares. Pero eso es una ficción o, en el más pragmático de los casos, un privilegio al alcance de unas poquísimas personas a las que ni me interesa ni creo que pueda tener acceso, más allá de como súbdito o mandado. Yo me he quedado en Málaga con muchas penurias y sabiéndome un privilegiado a pesar de ellas.

He tenido la fortuna de cruzarme con personas excepcionales, como nuestras caseras, que no sólo no especulan, sino que en lo peor de la pandemia nos llamaron para comunicarnos que si no podíamos (yo me había quedado sin ingresos), nos recuperásemos económicamente y no abonásemos nuestra mensualidad. No son un fondo de inversión ni millonarias. Son una pareja humilde, de clase trabajadora, como nosotros y nuestras familias.

Cuando vuelva un especulador a llamar a la puerta y preguntarnos que por qué no nos vamos de este barrio también, si por el mismo precio podríamos poseer, poco menos, que la promesa del paraíso terrenal en una zona residencial en las afueras de las afueras, amablemente cerraré la puerta en silencio. Hay personas desalmadas que piensan que no sólo la vivienda es un bien de mercado, sino que nuestras propias vidas son mercancías. Y no entienden, ni van a entender nunca, que no todos ni todo tenemos un precio.

Qué les voy a decir yo a esos hombres del traje gris, además, si ya lo he podido dejar por escrito para que lo lea quien quiera leerlo.

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