Serra se mueve engañando al engaño; porque mientras los más «ilusos» pueden quedarse en la conjura estética del desnudo, el semen, los castigos o las penetraciones, la verdadera transgresión está en el puntual texto que dirige esa puesta en escena mimética y agobiante”

OPINIÓN. Cuestiones circenses. Por Javier Cuenca
Periodista


26/11/21.
 Opinión. Cultura. Javier Cuenca, periodista (principalmente de cultura) y escritor esporádico, que en la actualidad compagina tareas como crítico de cine y mantiene la web www.oxigenarte.info (AQUÍ), en su colaboración semanal con la revista EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, escribe sobre la película ‘Liberté’, de Albert Serra, que es la de ‘cal’; y sobre ‘Abastecedores’, que es la de ‘arena’...

Liberté’, de Albert Serra


www.youtube.com/watch?v=fyf6JyzOSaA

Aunque pude ver la película de Albert Serra en un pase de prensa que se llevó a cabo justo antes de la pandemia, he querido rescatarla del tortuoso camino que el virus ha impuesto a un montón de proyectos creativos en su devenir.


«Liberté» es una «joya» especial que -yo creo que por incomodidad o puritanismo de algún interlocutor- no la ha puesto entre las películas señalas de su momento, por lo que hago (fuera de las habituales propuestas de cintas sin estrenar o recién estrenadas) una mirada retrospectiva de lo que, a mí, me parece una pieza muy singular del Séptimo Arte.

No resulta fácil conceptuar el último trabajo fílmico del director catalán Albert Serra: «Liberté». No porque sacuda la narrativa un marcado ritmo minimalista. Tampoco porque la temática haya rasgado y rasgue vestiduras ante el tan poco prolijo cine donde el sexo no quiere fronteras ni emblemas tácticos ni lecturas arquetípicas u homologadas.


Siquiera porque la propia estructura del filme se eleve de la narrativa usual y gaste de un lenguaje escénico parco en palabras (solo las precisas): lo es porque trata de la compulsión misma del deseo, de su desarrollo en el ser humano y de su trato con la muerte.

Los más «tiquismiquis» osarán tratar esta obra «especial» como pornografía -suele ocurrir cuando ese interlocutor, obsesionado con sus tabúes, no es capaz de registrar nuevas perspectivas narrativas-; no obstante, aunque lo fuese daría lo mismo: resulta de una riqueza plástica envolvente que puede llegar a sugestionar (qué cosa mejor puede pretenderse de una creación).

Un grupo de actores en la oscuridad y en el perfil ceniciento de un bosque de eucaliptos -en algún lugar cercano a Postdam o Berlín, como exige un guión que se ubica en 1774 con Duc de Walchen como personaje protagonista (librepensador para unos, libertino para otros) retando la figura conservadora de la decadente monarquía de Luis XVI-, y el sexo (con toda su dramaturgia: desde la seducción a lo meramente escatológico), y la provocación, y nuevamente el dolor o la muerte.


En esa tesitura, Serra se mueve engañando al engaño; porque mientras los más «ilusos» pueden quedarse en la conjura estética del desnudo, el semen, los castigos o las penetraciones, la verdadera transgresión está en el puntual texto que dirige esa puesta en escena mimética y agobiante y donde las miradas son un tratado de dramaturgia que borda el cuadro actoral encabezado por Helmut Berger.

No resulta fácil conceptuar; de hecho en Cannes produjo su particular «campana» en la sección «Una cierta mirada»; eso sí, llevándose el Premio Especial del Jurado y superando el adagio que viene a decir que todo lo que trasgrede incomoda (para algo es Cannes).

Serra ofrece un tratado cinematográfico de primer orden; donde lo estético no se circunscribe exclusivamente a lo plástico, sino que se adentra en la raíz misma de su concepto filosófico y «mueve el culo» de la butaca.

Abastecedores

Es cierto que la memoria colectiva cabalga a lomos de un espectáculo que solo quiere de ella el último eructo de la gleba para asentir la grandiosidad que ofertan los «abastecedores» -un término que el antropólogo de las universidades de Columbia y Florida, Marvin Harris, utilizaba para aquellos que se proclamaban adalides de lo «necesario»: los distribuidores-, y que no requiere otra realidad que afianzar en el poder/mercado lo que definitivamente estamos consumiendo o debemos consumir en todas las parcelas y, a la postre, en todo lo que resulta dominado.


Es inenarrable el volumen de historias y circunstancias que declinan ante esta «maldad» del desarrollo social, donde solo lo pretendido desde los ámbitos del poder abastecedor se puede traslucir como «real», «auténtico» o «indiscutible».

Esta perspectiva afecta a todos los ámbitos sin exclusión de ningún tipo ya que, aunque parezca contradictorio, cuanto «más elevado» social y culturalmente se define el propio ámbito al que se dirige un abastecedor, tanto más manejable es, más sometido está a la fanfarria de lo pretendidamente «bueno» o «culto», y atemoriza a quienes disienten de la bondad vendida en el escaparate de lo oportuno, de lo necesario o de lo indiscutible, cuando no los torna en invisibles a través de la franciscana regla del ostracismo.


Este juego entre abastecedores y abastecidos -volviendo a Harris- supone la declaración de autenticidad que los primeros marcan a los segundos, todo ello por mor de su capacidad para posicionarse en el propio espectáculo social, como de las prebendas que esa situación ofrece y permite. De ahí que, cuan más ininteligible sea esa propuesta, más abundará en la necesidad de ser y resultar obligadamente atractiva.

Claro que esto no es necesariamente un ataque revisionista y poco ponderado hacia lo que, inicialmente, puede producir perplejidad: todo lo contrario. Los grandes creadores han sufrido al romper con los límites de las estructuras establecidas animadversión, tal vez por demostrar que el límite no existe -con la consecuente falta de seguridad que provoca esta nueva visión en el ámbito social- o por mera vagancia de los que ya están apostados en las poltronas de lo declaradamente «fetén».

Pero los abastecedores son hábiles saltimbanquis de la realidad misma, y suman el desconcierto inicial de la ruptura del límite a su insaciable bolsa de monedas, estirándolo si es necesario hasta posiciones que en nada se parecen o conculcan aquellas originarias rupturas.


Este juego proceloso del mercado del arte -o de la cultura si prefieren- se torna la gran panacea de lo deseable, mezclando sin compromiso estético alguno cuestiones que nada tiene que ver entre ellas o que son definitivamente soslayables o ridículas.

En ese momento -en el que lo friki es una luz del escaparate y la vulgaridad hace telón de fondo- la oferta torna a carecer de significado, contenido o propuesta común alguna que no sea «sacar los cuartos» a pusilánimes que creen que haciendo caso al abastecedor serán acogidos en el ámbito vulgar de lo «moderno» y disfrutarán de su «pomada».

El hecho de que los abastecedores se nutran del desconcierto de lo creativo y marquen las programas de los espacios culturales, es un peligro para una colectividad que lejos de añadir conocimientos a su quehacer humano y social, no consiguen más que otro recreo de la falacia de lo cultural que se va tornando corporativista y ajena al servicio público y su desarrollo.


Los que manejan ese «servicio público» de la cultura deberían estar obligados a entender que, al contrario de los abastecedores y escaparatistas privados, lo suyo es sumar una vertiente pedagógica, didáctica, definitivamente común (de comunidad) a la oferta que dan a la ciudadanía; traduciendo la propia perspectiva y propuesta de los creadores y de la misma comunidad que debe crecer con ello en esa reciprocidad.

Convertirse en la competencia de los segundos -la mayoría de las veces para generar sus propias salidas al mercado-, ir a su pairo, ronda las esferas de lo «prevaricable» o, al menos, sucumbe a una oferta poco participativa -en nada aglutinante-, cuando no en lo meramente elitista.

Los abastecedores beben de sus propios elixires enajenados de la colectividad. Como decía José Martí: «¡Tomad vosotros, catadores ruines/ De vinillos humanos, esos vasos/ Donde el jugo de lirio a grandes sorbos/ Sin compasión y sin temor se bebe!/ ¡Tomad!…»

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