“Para «degustar» otras ofertas culturales… mejor esperar a que la resaca de esta vorágine estomacal y ruina de las tarjetas de crédito, vuelva a los contornos del invierno a arroparnos la mente y el corazón. Mientras tanto, siempre queda leer un libro y huir al monte”
OPINIÓN. Cuestiones circenses. Por Javier Cuenca
Periodista10/12/21. Opinión. Cultura. Javier Cuenca, periodista (principalmente de cultura) y escritor esporádico, que en la actualidad compagina tareas como crítico de cine y mantiene la web www.oxigenarte.info (AQUÍ), en su colaboración semanal con la revista EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, escribe sobre el documental ‘El libro de las imágenes’, de Jean-Luc Godard, que es la de ‘cal’; y sobre ‘El exceso de...
...lo navideño’, que es la de ‘arena’.
Siempre Godard
www.youtube.com/watch?v=5fHYvyQ8l0o
Acosado por los estrenos navideños de la filmografía local y mundial, la de la lágrima fácil y la bondad venciendo inexorablemente a la maldad, me refugio en aquellas ofertas que las pantallas me entregaron para su disfrute, sorpresa, desaliento o, simplemente, para ejercer de espectador (que no es una cuestión baladí ni frecuente).
Quizás por ello vuelvo a quienes no frecuentan el territorio de lo vulgar, de lo comercial, de lo pesadamente culto o de las cintas pretenciosas y grandilocuentes. En estas pesquisas estaba cuando (no es la primera vez que me ocurre) asalta mis recuerdos trabajos de esos que necesitas un buen tiempo para rememorar, o quizás una copa tras la salida de la sala para acomodar su propuesta.
Esa fue la circunstancia que me estremeció tras la visualización de «El libro de las imágenes», un documental que Godard estrenó hace dos años y que, como es habitual con las propuestas atrevidas y seriamente adscritas a la investigación sobre el Séptimo Arte, se quedan en el archivo para estudiosos o disfrutones de este medio de expresión y creativo.
Ponerse frente al último trabajo fílmico del director Jean-Luc Godard -destacado miembro de la «nouvelle vage» francesa- presentado bajo el título «El libro de imágenes» (Le libre d’image) supone un replanteamiento de la visión del cine. Tal vez porque lo que sugiere el director galo es reformular precisamente el propio concepto de lo que es una película. Imágenes saturadas y lanzadas a ritmo de latido, sonidos y palabras para rebatir la realidad de una sociedad abocada quizás al fracaso de una guerra constante.
Cine que supera al cine a través de ese caleidoscopio de lo que está sucediendo que presta el expresionismo al existencialismo y sumamente coherente con la constante investigación del soporte cinematográfico como espejo y denuncia que siempre ha caracterizado a este director.
Estéticamente «El libro de imágenes» es una propuesta que, a través del uso de la imagen y la palabra, rompe los moldes establecidos acercándose al terreno de la «intervención» artística -casi al concepto performance- surgida de un collage descrito con cinco historias como los cinco dedos de la mano, recuperando esa idea de Godard en la que el ser humano está abocado a crear a través precisamente de sus propias manos.
No es de extrañar que aquella edición del Festival de Cine de Cannes, tuviera que reinventar sus premios para otorgarle a este realizador la «Palme d'Or especial». Godard sigue estando, a sus más de noventa años, a la vanguardia del séptimo arte.
Así pues, el espectador que se acerque a «El libro de imágenes» no va encontrar una butaca cómoda; muy al contrario, lo que está proyectando la pantalla le va a exigir mucha atención y rigor a la hora de acercarse a su contenido: un profundo y apasionado reflejo de la tortuosa historia social acontecida, principalmente durante el siglo XX, y la necedad necesaria con la que las instituciones han llevado la convivencia casi a una calle sin salida.
Como señalaba Bernard Eisenschitz tras ser invitado por Godard al visionado de este trabajo: «olas, llamas, bombardeos, ejércitos, historia y el mundo como un espectáculo estruendoso a lo Dovzhenko o Vidor». No obstante, Godard no se aleja tanto como parece del cine; lo rescata con puntuales tomas largas que hilvanan ese jeroglífico narrativo con el que otros muchos realizadores ya habían soñado.
La sinopsis de «El libro de imágenes» se circunscribe a la descripción de las necesidades del ser humano que va «acogotando» la sociedad que se ha escapado de su primigenia utilidad común para obligarle a pelear contra natura. Al envoltorio Godard ha querido despojarle su predominancia. Una cinta radicalmente intelectual, ni fácil ni condescendiente, que sigue siendo un instrumento de denuncia del sistema que nos envuelve.
El exceso de lo navideño
Tras el largo y pandémico «Puente de la Constitución» llegan los festejos navideños a su más elevado rango programático. Apenas se puede disfrutar de ningún producto cultural que no se haya fijado para la ocasión: la música transformada en inenarrables variaciones de villancicos (desde los más tabernarios a los pretendidamente sinfónicos, pasando por el rock and roll, el indie o el jazz); el cine níveo/casposo fabricado para el momento bajo el amparo de «todas las edades» (con el lagrimal a cinco mil revoluciones por minuto y los finales forzadamente felices); incluso publicaciones con visos navideños entre las que destaca todo el universo editorial de lo gastronómico (que empachan la vista y deparan pingües beneficios farmacéuticos en venta de pastillas para facilitar la digestión).
Antes ya han precedido la venta desde el verano del «Gordo de Navidad»; la panoplia de anuncios que asoman desde finales de octubre -con especial incidencia en perfumarnos una realidad de belleza inasequible-; las decoraciones de las tiendas más madrugadoras y exceso lumínico que albergan las calles y plazas de pueblos y ciudades, que dan un buen «mordisco» a los presupuestos municipales y hacen risible la falacia de que el cambio horario que tanto nos afectó y nos oscureció la tarde fuese para ahorrar energía (eso sí, las eléctricas haciendo su particular «agosto» en pleno periodo invernal).
No, no soy precisamente un amante de lo navideño; pertenezco a un amplio grupo de personas que transitan lo ciudadano atronados los oídos con el machacón tintineo de campanillas, zambombas y coros de megafonía omnipresente, de calles abarrotadas de descontrolados compradores de todo lo habido y por haber a precio inusitadamente abultado, y de reiteradas felicitaciones a no sé que estado de felicidad que no alcanzo a entender.
No hay refugio contra la Navidad. Ni cines, ni espectáculos ni -para quienes tienen la mala costumbre de encender la «caja tonta»- programa televisivo, en donde babean satisfacción y torticera demanda de amistad con fecha de caducidad el ocho de enero.
Los comerciantes hacen caja, como las eléctricas, los farmacéuticos, los publicistas de la «bondad» navideña o los cines de sesiones infantiles; además del territorio de la hostelería con las procelosas y etílicas cenas de empresa, jugueterías o perfumerías, entre otros sectores; porque la Navidad es simplemente territorio del mercado bien decorado con luces y guirnaldas y un arresto de lo familiar encajado en los anuncios de turrón y mazapanes.
Para «degustar» otras ofertas culturales… mejor esperar a que la resaca de esta vorágine estomacal y ruina de las tarjetas de crédito, vuelva a los contornos del invierno a arroparnos la mente y el corazón. Mientras tanto, siempre queda leer un libro y huir al monte.
Puede leer AQUÍ otros artículos de Javier Cuenca.