Cal. “A través del duelo de un actor que sobrevive a su familia, contado con serenidad, sin estridencias, narrando linealmente la propuesta inicial de Murakami, Hamaguchi introduce al espectador en la trama, suavemente, disfrutando de los matices de la tragedia, el destino, la soledad o el devenir de cada acto humano”

Arena
. “Vuelvo a reivindicar la capacidad del cine para contar la vida que nos rodea, y aprovechar que el poder está «distraído» para darle un «zarpazo» en su aparato de propaganda, ya se sabe lo mal que le sienta a la parcela reaccionaria patria la mayoritaria tendencia progresista del mundo del cine y aledaños”

OPINIÓN. Cuestiones circenses
Por Javier Cuenca. Periodista


18/02/22.
 Opinión. Cultura. Javier Cuenca, periodista (principalmente de cultura) y escritor esporádico, que en la actualidad compagina tareas como crítico de cine y mantiene la web www.oxigenarte.info (AQUÍ), en su colaboración semanal con la revista EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, escribe sobre la película ‘Drive my car’, de Ryüsuke Hamaguchi, que es la de ‘cal’; y sobre la pasada ceremonia de...

...los Goya, ‘La gala de los Goya, previsiblemente sosa’, que es la de ‘arena’.

«Drive my car», de Ryûsuke Hamaguchi


https://www.youtube.com/watch?v=-ofCqXmgx0E

Afortunadamente el buen cine que procede de oriente sigue apareciendo en las pantallas occidentales para recordar, quizás, que el séptimo arte es un proceso artesanal, reflexivo a la par que un registro intelectual de primer orden, gracias a su capacidad de increpar a nuestro consciente y subconsciente y exigirle posicionamientos o delirios a través de sus propuestas.


«Drive my car», de Ryûsuke Hamaguchi, se añade a mi personal lista de realizaciones en las que el término «muy satisfecho» se mueve entre todas las propuestas que la gran pantalla me ha hecho durante años. Recuerdo «El cocinero de los últimos deseos» Yôjirô  Takita; «Asunto de familia» de Kore-Elda; «So Ling, My Son» de Wang Xiaoshuai; o las ya reseñadas en este espacio «cinemaniaco» que incluyo en EL OBSERVADOR cada viernes, «El largo viaje hacia la noche» («Di qiu zui hou de ye wan» en chino o «Long Day's Journey Into Night» en inglés) del mucho más que interesante director chino Bi Gan.

En el caso de «Drive my car», Hamaguchi recurre al siempre candidato al Premio Nobel Haruki Murakami, para trasladarnos un relato en el que los silencios acuden a los interlocutores de la cinta como una expresión más a añadir al relato.

El director de «Happy Hour» o «Asako», se toma con minuciosidad la entrega de este relato cuyo guión firma él mismo junto a Takamasa Oe. Tempo oriental para hacer de las presencias y de la propia narración lo «importante» -como dato elocuente cabe señalar que los títulos de crédito no aparecen hasta los cuarenta minutos del filme-.


A través del duelo de un actor que sobrevive a su familia (esposa e hija), contado con serenidad, sin estridencias, narrando linealmente la propuesta inicial de Murakami, Hamaguchi va introduciendo al espectador en la trama, suavemente, disfrutando de todos los matices de la tragedia, el destino, la soledad o el devenir de cada acto humano.

De esta manera, Hamaguchi, a lo largo de tres horas que se esfuman en la sala como si el tiempo no transcurriera, primero aborda como una metáfora lo que el recuerdo entrega con benevolencia o dolor, luego con una relato que está sustentado precisamente a través del recuerdo y de su rastro en la vida.

En todo ese entramado aparece Chéjov a través de un montaje que el protagonista tiene que realizar de «Tío Vania», para entrar en escena -a través de los ensayos- y dar solidez a las inseguridades del propio actor.

Luces y sombras entre oriente y occidente que toman la pantalla y, principalmente, el silencio como un recurso necesario de comunicación, en un paralelismo donde el texto retomado de Murakami se entremezcla con el de Chéjov transitando en un viejo Saab rojo, que las circunstancias exigen al protagonista entregar como conductora a una mujer que, prácticamente, se convierte en su alter ego.

Pura delicadeza que no rehuye de las «espinas», quizás por ese paralelismo que tiene el protagonista con el propio Hamaguchi como actor y director, que permite disfrutar -de nuevo- del exquisito cine que llega de oriente para jugar en el mejor de los ámbitos del cine occidental que pretende la reflexión estética y la complicidad del espectador sobre el duelo y la incomunicación.

Desde luego, la aportación de Eiko Ishibashi con la música y la capacidad de transferir ambientes de la fotografía de Hidetoshi Shinomiya, son un sumando en la propuesta fílmica «Drive my car» de este interesantísimo realizador.

La gala de los Goya: previsiblemente sosa

La verdad es que entiendo a las personas que les aburre las galas de entrega de premios, con expectativas tan publicitadas como defraudantes por repetidas y «ñoñas». Quitando algún que otro detalle (como son ciertas actuaciones musicales y algún discurso que se sale de lo común), siempre se repite la misma historia, los mismos gestos, los mismos agradecimientos tediosos -cuando no empalagosos- y esa insistencia en recordar a la familia en eventos por y para profesionales.


Los últimos Goya no fueron una excepción (quizás la única que recuerdo con agrado fue aquella unión que produjo entre las gentes del cine el «No a la Guerra» que sacó de quicio al gobierno de entonces). Ya, ya sé que es un encuentro de reconocimiento de la Academia de Cine a los trabajos cinematográficos y no un evento reivindicativo, pero algunos entendemos que -mientras el mundo anda como anda- la cultura es una plataforma reivindicativa por excelencia y se puede aprovechar una audiencia de 2.777.000 espectadores en la televisión pública para dar otros mensajes que los arquetípicos a progenitores.

Dicho esto, de hecho las películas que más estatuillas se llevaron tenían argumentos que afectaban a nuestra sociedad de distintas maneras. Desde «El buen patrón», donde Fernando León de Aranoa realiza una crítica sarcástica al empresariado paternalista y tramposo que suele abundar en nuestro país; pasando por «Las leyes de la frontera» de Daniel Monzón, que expone las miserias que alberga en su seno la sociedad marginal desde siempre (en esta caso 1978 como año de muestra); «Maixabel» de Icíar Bollaín, aportando serenidad y «punto final» a una problema trágico que la ultraderecha del país quiere seguir alimentando en la memoria colectiva para su propio beneficio; a «Mediterráneo» de Marcel Barrena, que reivindica la labor de Open Arms para que el Mare Nostrum deje de ser una fosa común para la inmigración de unos países llevados a la pobreza por los más ricos, que ahora pretenden mirar hacia otro lado.


A todos ellos (por solo nombrar los más galardonados) enhorabuena por los premios y por abordar cuestiones tan «espinosas», pero -quizás- faltó ese gesto reivindicativo del que hablo, aunque la ceremonia no esté diseñada para ello, o no se espere más que los agradecimientos, siempre es mejor saltarse el guión y aprovechar las circunstancias, lo que habría sido más constructivo o, al menos, sorprendente.

La gala de los Goya fue «sosa», como suele ocurrir en la mayoría de las ediciones, donde el interés del espectáculo se basa en el morbo sobre quién o quiénes serán los que se lleven el «cabezón» del ilustre pintor aragonés; un espectáculo arropado por actuaciones musicales más o menos acertadas y presentaciones más o menos fugaces.


Tal vez como debe ser, no lo pongo en duda, pero vuelvo a reivindicar la capacidad del cine para contar la vida que nos rodea -también entretener, cómo no-, pero aprovechar que el poder está «distraído» para darle un «zarpazo» en su aparato de propaganda (ya se sabe lo mal que le sienta a la parcela reaccionaria patria la mayoritaria tendencia progresista del mundo del cine y aledaños), algo que sí hizo con un grito desesperado la cineasta afgana Sahraa Karimi en defensa de los derechos de la mujer en su país, pidiendo que no se dé «carta de valor» al régimen talibán que se ha apoderado de aquellas tierras.

En fin, nos quedamos con las ganas de ver «sacar los colores» a los dueños del cotarro, mientras disfrutábamos -eso sí- de la profesionalidad sobre el escenario de Pepe Sacristán y de su más que merecido premio, un actor que «va a más» en las apuestas por su trabajo y en su solvencia como persona. Por cierto: lo del centenario de Berlanga solo se quedó para los créditos.


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