“La batalla contra los antivacunas está condenada muy probablemente a no tener nunca ni vencedores ni vencidos. Es absolutamente imposible pretender discutir con argumentos científicos contra quien niega la ciencia”
OPINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión
20/01/22. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, escribe en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la decisión de Australia de no dejar entrar en el país a Djokovic: “Así que, en parte, la deportación efectiva de Djokovic en 11 días no solo es la demostración de que la justicia es implacable con el infractor sea quien sea este, sino...
...que se ha vivido como un triunfo sobre los antivacunas en una guerra que se está librando a la par de la que se mantiene contra el virus”.
Justicia para todos
Voy a confesarlo: soy una de las que ha estado siguiendo el caso Djokovic intentando disimular la media sonrisa bajo mi nariz, mientras que en mi interior sonaba un “Toma ya” que profería un pequeño demonio oculto mientras daba volteretas.
No es que me guste regodearme con la desgracia ajena, de verdad, pero en mi defensa debo decir que el número uno del tenis mundial es alguien que se ha ganado a pulso la enemistad de muchos desconocidos por sus arrebatos de ira en la misma cancha, denotando una evidente falta de profesionalidad fácil de recriminar.
Además, es uno de esos personajes que encarna el movimiento antivacunas y en un país donde hemos alcanzado cotas altas de vacunación (entre los quince primeros a nivel mundial) no solo porque tenemos la suerte de vivir en una zona del mundo donde ese tipo de suministros está garantizado, sino porque la población ha confiado en la ciencia y en su capacidad para crear un preparado que genera en nuestro organismo cierta inmunidad; ese tipo de negacionistas son vistos mayoritariamente como gente poco cercana.
Así que, en parte, la deportación efectiva de Djokovic en 11 días no solo es la demostración de que la justicia es implacable con el infractor sea quien sea este, sino que se ha vivido como un triunfo sobre los antivacunas en una guerra que se está librando a la par de la que se mantiene contra el virus.
Son batallas simultáneas con el mismo trasfondo, pero con distintos objetivos que me recuerdan a la contienda que Mathew Broderick en su caracterización de David Lightman libraba contra Joshua en “Juegos de Guerra” la película ochentera que, como muchas de su época, nos alertaba sobre una Guerra Nuclear en unos momentos en los que el enemigo, al menos, tenía la amabilidad de dejarse ver y no ser un bichito inmundo que ni siquiera llega a ser un ser vivo.
Quien no haya visto la película que no crea que la estoy recomendando, el único interés probable de aquella cinta era el actor principal que nunca perdió ese aire infantil; pero sí fue curioso cómo, en el clímax del argumento, cuando el mundo entero está a punto de desaparecer bajo un sinfín de bombas atómicas, la maquinita de marras que controla todo se pone a jugar, como si tal cosa, al tres en raya y a una velocidad que va creciendo exponencialmente, después de jugar a todas las partidas jugables, llega a la conclusión de que se trata de un “extraño juego” en el que “el único movimiento para ganar es no jugar”.
Pues bien, la batalla contra los antivacunas está condenada muy probablemente a no tener nunca ni vencedores ni vencidos. Es absolutamente imposible pretender discutir con argumentos científicos contra quien niega la ciencia, mucho menos cuando la argumentación se fundamenta en teoría conspiratorias y completamente inasequible si se cuenta con el altavoz de las redes sociales que también es lugar de reunión y caldo de cultivo para las teorías más inverosímiles y absurdas gracias a EdgeRank o cualquier otro algoritmo que utilicen esas plataformas.
“Rechazo de la ciencia y los expertos, narraciones maniqueas que explican lo complejo en tiempos de incertidumbre, entronización de la opinión propia por encima de todo, desprecio hacia los argumentos que la contradigan…” así es como lo explica el periodista, especializado en ciencia, Javier Salas.
Además, no podemos olvidarnos de una característica propia de nuestro cerebro: lo que llamamos el sesgo de confirmación, una peculiaridad de esa masa gris que llevamos por sombrero y a la que le resulta más cómodo darse la razón y buscar por internet todo lo que no ponga en duda aquello en lo que se cree.
Combatirlo es ardua labor. Karl Popper lo intentó con la llamada teoría de la falsabilidad, pero no veo fácil convencer a quienes se pasan horas viendo videos de tiktok que se lean a un filósofo austríaco e intenten aplicar sus teorías. Es más divertido el empeño de Carl Sagan con su kit detector de chorradas (baloney detection kit) pero quizás igual de inútil.
A fin de cuentas, lo de los antivacunas es casi hasta comprensible. Recordemos que cuando estábamos todos confinados se nos había dicho que una vacuna podía tardar años en desarrollarse, aunque esa tramitación estándar soportaba una burocracia que no entendía de pandemias mundiales y en favor de las industrias farmacéuticas hay que decir que se pusieron a producir de manera masiva asumiendo el riesgo de que no sirviera para nada (lo que, al parecer, se ha materializado en el caso de Astrazeneca que espera unas pérdidas en 2021 de más de 1.400 millones de euros).
En un mundo en el que existen terraplanistas o en el que el 19% de los profesores estadounidenses niegan la teoría de la evolución, ser antivacunas es poco escandaloso.
Así que mi alegría inicial es más vergonzante porque la deportación del tenista serbio no va a conseguir convencer a nadie de la idoneidad de las vacunas, aunque sí va a suponer que, al menos esta vez, no pueda superar el número de títulos que tiene Rafa Nadal o Roger Federer (y de nuevo, mi demonio que se pone a dar volteretas).
Tampoco habrá servido para ponerle luz al resto de detenidos que han compartido con la estrella mundial del deporte unas instalaciones, el Park Hotel, que según la madre de Djokovic están sucias y se sirve una comida terrible.
Qué más dará que durante unos días cientos de cámaras y focos de televisión hayan estado mostrando al mundo ese edificio. Nadie ha visto al chico iraní, uno de los treinta retenidos en el mismo hotel, que escapó de su país cuando tenía 15 años y que lleva detenido en Australia más de ocho años con acceso limitado a educación o atención médica.
Y es que nuestro cerebro solo ve lo que quiere ver y la justicia quizás es para todos, pero no va a la misma velocidad.
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