“Nos aferramos a nuestras costumbres, a las normas que rigen nuestra cotidianeidad y al orden preestablecido no solo porque estemos obligados, sino porque eso nos debe aportar algún tipo de seguridad”
OPINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión
03/03/22. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre como los actos cotidianos nos aportan seguridad, incluso en situación de guerra: “Ver que los ciudadanos mantienen las mascarillas puestas en los refugios improvisados se me antoja casi como una prueba de resistencia: la convicción...
...de que las prioridades de la guerra no se imponen. Y por eso entiendo a Gumenyuk cuando fija en esas pequeñas cotidianidades, la fortaleza de sus gentes”.
El afán de la costumbre
Tres días antes del fatídico inicio (o reinicio) de la guerra de Ucrania leía a una periodista ucraniana, Nataliya Gumenyuk, y me sorprendió especialmente un párrafo: “La semana pasada, además de informar desde el frente, aparecer en un canal de televisión, participar en un briefing con autoridades estadounidenses y tranquilizar a mi propia familia, estuve hablando sobre el lanzamiento de un proyecto sobre salud pública y un libro de poesía japonesa sobre Chernóbil, cuya publicación está prevista para la primavera. Parece incongruente estar haciendo el trabajo que haría en circunstancias normales, pero es la forma en que todas las personas que conozco están afrontando la situación. No estamos cancelando nada. El miedo es inevitable, pero el pánico parece inútil.
Esta negativa a cambiar nuestras vidas no nace de la terquedad o la despreocupación, ni del fatalismo o la desconfianza en las fuentes occidentales. Sabemos que lo que está por venir puede ser duradero, y necesitamos preservar la normalidad y conservar nuestras fuerzas.”
Sin embargo, truncada esa normalidad, algunas de las imágenes que los medios de comunicación nos muestran, no dejan de ser paradójicamente “normales”.
Lo resaltaba una amiga mía hace solo un par de noches: “¿Te has fijado? En los refugios la gente lleva mascarilla” y yo sabía qué le sorprendía, aunque no sé si es más pasmoso ver cómo se han formado kilométricas caravanas de coches en los carriles de salida de la ciudad mientras que los de entrada, estaban casi vacíos.
Así que debe ser cierto. Nos aferramos a nuestras costumbres, a las normas que rigen nuestra cotidianeidad y al orden preestablecido no solo porque estemos obligados, sino porque eso nos debe aportar algún tipo de seguridad.
Y no hay nada que el ser humano busque más desesperadamente que esa sensación de inmunidad, pese a que a veces se consiga acumulando toneladas de papel higiénico en casa, como nos ocurrió hace dos años cuando se oyeron las primeras voces de un confinamiento repentino.
Lo insólito, lo extraordinario o lo milagroso tienen su público, pero, en general, acabamos huyendo porque también todos esos términos pueden sustituirse por lo chocante, lo pasmoso y lo imprevisto.
Sin embargo, en esa búsqueda desesperada por encontrar seguridad en nuestro entorno, podemos acabar normalizando hechos o circunstancias inusuales. Tampoco sería tan extraño. Si las circunstancias no son las que tú desearías, no tienes más que cambiar tus deseos y adaptarte a ellas. Así aquietas el espíritu y consigues conformarte.
Por ejemplo ¿puedes acostumbrarte a una guerra?
En uno de los partes radiofónicos oí que, el primer día de la invasión rusa, la gente se había dirigido a los cajeros, llenado sus depósitos de gasolina y hecho acopio de alimentos y medicamentos; pero la periodista que lo relataba añadió que la población ya había pasado por esto en 2014 y que lo afrontaban con tranquilidad.
Aunque la serenidad puede ser una condición necesaria para el proceso de habituación, hay que recordar que “normalizar” se arraiga en la indiferencia, es decir, un estado de ánimo en el que no se siente inclinación ni repugnancia hacia una persona, un objeto o un negocio determinado.
Decimos que la guerra nunca podrá generarnos esa indiferencia, pero no es cierto. La guerra sobre otros, sobre todo si visten túnicas o entre sujetos con distinto color de piel, nos la suele trae al pairo y si no nos lo creemos solo tenemos que hacer una simple búsqueda por internet y comprobar que, si bien no existe un registro oficial de guerras, el número de los conflictos armados actuales oscila, dependiendo de la fuente, entre los 10 y los 65.
En todo caso, si nos afecta mucho emocionalmente, solo tenemos que bloquear las notificaciones en el móvil. Algunos, incluso, utilizamos estrategias un poco más absurdas: consumir solo medios de comunicación escritos en una lengua extranjera.
También podemos dedicarnos a cambiar el canal de televisión evitando los informativos, pero eso tiene menos garantías de éxito porque, milagrosamente, la programación de los documentales se centra, casi en exclusiva, en reportajes sobre guerras pasadas y la cartelera de películas deriva hacia títulos de buen cine bélico.
Pero claro, esto es posible cuando no estás oyendo las sirenas avisando de ataques antiaéreos en la ventana de tu dormitorio.
En esas circunstancias, pensar en nuestra capacidad de habituarnos parecería imposible. Sin embargo, me cuesta creer que si alguien nace y vive toda su vida en ese entorno no acabe integrándolo en su cotidianeidad. Eso debió pasar en la guerra de los 100 años o durante las cruzadas que se extendieron durante casi 200 años. Y confiar en que las guerras duran cada vez menos, tampoco me reconforta, porque, aunque eso es bastante cierto, también lo es que su menor duración es inversamente proporcional al aumento de las bajas.
Por eso, ver que los ciudadanos mantienen las mascarillas puestas en los refugios improvisados se me antoja casi como una prueba de resistencia: la convicción de que las prioridades de la guerra no se imponen. Y por eso entiendo a Gumenyuk cuando fija en esas pequeñas cotidianidades, la fortaleza de sus gentes.
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