“He acabado pensando que, en lugar del mensaje cariñoso de un transportista a su familia y amigos filtrando una información que solo él conocía, se trataba del producto de una campaña publicitaria que ha conseguido su principal objetivo: persuadir”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

17/03/22. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la huelga de transportistas: “En cualquier caso, no deja de sorprenderme que lo que se persigue con esta huelga es bajar el precio de un producto que no tenemos ni tendremos, que no producimos y que apenas transportamos. Es decir, que...

...tenemos que comprar sí o sí a terceros países sobre los que no tenemos ningún tipo de control”.

La ley de la oferta y la demanda

Esta vez no he hecho acopio de papel higiénico. Me costó contenerme, pero lo conseguí. No fue fácil. El mensaje de voz que me pasaron amenazaba con un desabastecimiento generalizado y hablaba de supermercados “secos”.

Después he descubierto que corrían varios de estos audios por las redes, cada uno con su acento por aquello de las autonomías y con mayor o menor dramatismo en la inflexión de la voz. Alguno incluso, instaba a comprar en un determinado supermercado para felicidad de un empresario valenciano.

Así que he acabado pensando que, en lugar del mensaje cariñoso de un transportista a su familia y amigos filtrando una información que solo él conocía, se trataba del producto de una campaña publicitaria que ha conseguido su principal objetivo: persuadir.

Menos mal. Si hubiera sido el primer supuesto me veía yo al pobre transportista siendo detenido por un delito de abuso de información privilegiada que “no castiga la mera comunicación, sino el hecho de inducir a un tercero por medio de un consejo, una sugerencia o una invitación, a llevar a cabo un acto típico (…) que causara un grave impacto en la integridad del mercado”; aunque es bien cierto que nuestro Código Penal se refiere a un “instrumento financiero”, es decir, acciones o fondos de inversión, y no a potes de alubias o garbanzos.

Siendo pues el segundo supuesto, una campaña publicitaria, estoy por presentarlo en los MarCom Awards, famoso certamen que entrega una estatuilla demasiado parecida al de los Oscar a aquellos anuncios que han tenido más impacto.


Eso sí, no voy a mentir y reconoceré que, pese a ser una firme defensora del derecho a la huelga, principalmente por su carácter fundamental, me ha parecido una pena que ese derroche de creatividad tenga como efecto colateral aterrorizar a más de uno.

Los agoreros del desastre apocalíptico quizás no tienen en cuenta que la posibilidad de que una huelga tenga un seguimiento del 100% es poco menos que imposible, siempre y cuando no se acuda a ningún primo de Zumosol para “convencer” de las bondades del paro y que, en paralelo, deje de considerarse la costumbre de comer como un servicio esencial de nuestra comunidad, que es lo que posibilitaría la imposición de servicios mínimos.

En cualquier caso, no deja de sorprenderme que lo que se persigue con esta huelga es bajar el precio de un producto que no tenemos ni tendremos, que no producimos y que apenas transportamos. Es decir, que tenemos que comprar sí o sí a terceros países sobre los que no tenemos ningún tipo de control.

Por eso el debate se centra en los impuestos que gravan este producto y aparecen un montón de expertos que nos relativizan el importe: “por cada euro que pagas, 52 céntimos se los queda el Estado”, sin mencionar que somos uno de los países con menor presión fiscal de Europa y que existen medidas de devolución parcial para los profesionales del transporte.

Sin embargo, lo peor es menospreciar las consecuencias de bajar unos impuestos. Es lo que tiene la expresión “se lo queda” que nos hace olvidar las matemáticas más básicas. Por ejemplo: sumar como ingreso la recaudación de impuestos por hidrocarburos y que es de aproximadamente 21.500 millones de euros y restar el gasto en educación pública que sobrepasa los 50.274 millones de euros o en sanidad, por encima de los 80.000 millones. ¿Dónde habrá quedado aquella petición de incrementar el número de médicos y enfermeras que lanzábamos justo hace dos años mientras estábamos confinados?


Hace unos meses, leía un artículo de Esteban Hernández, periodista de El Confidencial, hablando de la inflación que ya planeaba sobre nuestros horizontes y decía “Hay varios motivos que explican la inflación presente, pero el principal es la imbecilidad occidental. (…)  La explicación es sencilla, y en su mismo enunciado deja entrever las debilidades a las que esa estructura aboca: cuando una gran mayoría de bienes se producen en muy pocos lugares, muy alejados de sus mercados finales, y en un momento de concentración del mercado, es evidente que las cosas saldrán mal en algún momento”.

Coincidiendo en muy buena parte con este análisis para la mayoría de nuestros productos en el mercado, hemos de decir que, en cuanto a petróleo se refiere, lo tenemos crudo -nunca mejor dicho- porque en términos económicos el precio de cualquier producto pivota sobre tres bases:

El coste que ha supuesto su extracción y tratamiento en el que en España no participamos.

La posibilidad de identificar productos sustitutivos y complementarios, lo que nos lleva a energías alternativas que no tenemos o, al menos, no con la capacidad suficiente para que puedan cubrir nuestro ritmo de vida.

Su valor diferencial, que supone para cualquier producto que al consumidor no le importe pagar algo más si satisface mejor sus necesidades y ahí nos vemos todos, con nuestro coche particular inundando las carreteras, con sistemas de calefacción que nos permiten ir en mangas de camisa en pleno invierno y desdeñando los centimillos que cuesta la bolsa de plástico del super frente a la incomodidad de tener que ir con el carrito de la compra.

Pero por qué sentirme tan protagonista de esta parte de la historia, si puedo recordar que un tanque de guerra gasta entre 400 y 800 litros cada 100 km.

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