Elon Musk ha comprado Twitter y lo ha hecho apoquinando 44.000 millones de dólares” para dar un “un giro en la política corporativa de la empresa que fomente ‘la libertad de expresión’”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

28/04/22. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la libertad de expresión: “Pero el verdadero salto se produce con la aparición de las plataformas sociales. Se acabó la selección de mentes brillantes que alumbren con su discurso. Se acabó cualquier pretensión de ser informativo o formativo...

... Ahora cualquiera puede emitir opinión y el altavoz tiene una capacidad monstruosa, aunque con el hándicap de verse ensordecido por los miles de altavoces que gritan al tiempo”.

Las reglas del juego

Elon Musk ha comprado Twitter y lo ha hecho apoquinando 44.000 millones de dólares, aunque le van a echar un cablecito algunos bancos (BNP Paribas, Bank of America, Barclays, MUFG, Mizuho y Société Générale) capitaneados por Morgan Stanley.

Hasta aquí, no sería más que otra de esas noticias que aparecían en las antiguas páginas sepia de los suplementos económicos y que algunos, estúpidamente, nos saltábamos cuando ojeábamos el diario en papel.

Pero, resulta que esto no es una operación empresarial al uso porque Musk ha dicho que no le importa el dinero y, menos mal que no le preocupa esa cuestión tan banal, porque Twitter cerró 2021 con pérdidas de 221 millones de dólares, aunque fuera mucho mejor que el año anterior que habían cerrado con números negativos cinco veces superiores.

Si a un empresario comprando una empresa no le importa el dinero ¿a qué está jugando? Y el tipo nos ha explicado que lo único que busca es aflorar “el potencial” que ve en la red social, a través de un giro en la política corporativa de la empresa que fomente “la libertad de expresión”.

Hace solo un mes que había lanzado una encuesta preguntando si Twitter respetaba este derecho fundamental y lo había hecho en la misma plataforma que era cuestionada. Pero no había sido una pregunta lanzada al aire sin más. Él mismo advertía de que las consecuencias iban a ser importantes y debía votarse cuidadosamente. Esa aclaración había generado en más de un iluso la agradable sensación de que su opinión iba a ser tenida en cuenta y más de dos millones de personas respondieron y decidieron aplastantemente (el 70%) que no.

Dos millones puede parecernos mucho. Hay más de 50 países en todo el mundo que tienen menos habitantes, pero son solo el 2% de los seguidores del propio Musk que cuenta con más de 85 millones de personas leyendo sus ocurrencias. Tampoco es significativo ese número de alegres participantes si lo ponemos en relación con las 1.3 billones de cuentas de Twitter o, aunque lo hagamos con sus usuarios activos, que son 330 millones.


Además, por si alguien tenía dudas, debe recordarse que antes de formular la pregunta de marras, llevaba tres meses comprando acciones. Así que no le importaba demasiado ni cuántos contestarían ni lo que contestarían.

Pero, aunque todo eso haya quedado al descubierto, el hombre no se amilana y sigue erigiéndose salvador de la libertad de expresión y, al parecer, afirma ser él quien va a garantizarla y no sé si suena pretencioso o escalofriante.

La libertad de expresión, derecho básico en nuestras sociedades occidentales, no solo supone capacidad de manifestar una opinión. Necesita de otros requisitos. El primero, que pueda ser oída porque no tendría mucho sentido afirmar que se posee, si me limito a expresarla ante el espejo. El segundo, que pueda mantenerse, porque no basta con emitirla una vez, la clave está que pueda decir algo cuantas veces quiera. Es decir, requiere de un altavoz y de que este funcione el tiempo necesario. Nos garantiza todo ello la democracia.

Durante mucho tiempo, emitir opinión recaía en personas reconocidas por una u otra causa, que escribían sesudos artículos. El soporte en el que se ejercía estaba mayoritariamente en manos de empresarios que, velando por la supervivencia de su producto procuraban ser o parecer imparciales y permitían que los personajes que ponían sus nombres y apellidos en la hoja impresa pertenecieran a una horquilla ideológica más o menos ancha. El prestigio de los opinadores y la apariencia de imparcialidad era todo lo que necesitaban para tener credibilidad y no se les presuponía mayor interés que el de ganar dinero.

En los años noventa ya tuvimos la primera muesca de un giro importante en estas reglas de juego. La protagonizó Berlusconi cuando no le pareció suficiente tener una de las mayores fortunas económicas gracias a su holding empresarial de medios de comunicación, sino que, valiéndose de ello llegó a ser presidente de Italia y se quedó allí casi dos décadas sin ni siquiera pretender disimular hacia qué lado escoraba.

Pero el verdadero salto se produce con la aparición de las plataformas sociales. Se acabó la selección de mentes brillantes que alumbren con su discurso. Se acabó cualquier pretensión de ser informativo o formativo. Ahora cualquiera puede emitir opinión y el altavoz tiene una capacidad monstruosa, aunque con el hándicap de verse ensordecido por los miles de altavoces que gritan al tiempo.

Calidad o prestigio no es un valor para ninguna de estas plataformas. Pero sí sigue persiguiéndose la apariencia de imparcialidad: cualquier imbécil puede decir lo que piensa. Y también pretende preservarse el máximo tiempo posible: no permitir que se diga tal barbaridad que acabe con sanción económica contra la compañía.

La vigilancia de esa temida sanción la ejecuta uno de esos fantásticos algoritmos, pero es cierto que, tras éste había una compañía que cotizaba en bolsa y que tenía intereses económicos claros. Los miembros de su junta directiva son una variada amalgama de ingenieros y financieros a la que, más allá de reprobar que solo tengan en sus filas a tres mujeres (un triste 25%) no les tengo ni más ni menos confianza que a cualquier otro empresario que dirija una entidad de más de 3.000 millones de facturación, pero, al menos, con ellos yo tenía claro a qué jugábamos.

Entonces aparece Musk y nos dice que esos once tipos no representan los intereses de los accionistas y que él sí. Y como para hacerse con una compañía no es necesario ganar unas elecciones sino únicamente poner sobre la mesa unos cuantos billetitos, pues va y lo hace (aunque, como ya hemos visto, pone un decorado de aclamación popular a través de una encuesta hecha a su imagen y semejanza) y ahora él va a reprogramar el algoritmo y a lo mejor, hasta va a permitir que Donald Trump recupere su cuenta y siga con el hilo de ese último tweet en el que justificó el ataque al capitolio.

Que no se me confunda. Yo creo compartir la preocupación del señor Musk, pero no tengo tan claro que sus métodos sean los adecuados. Se parecen demasiado a la de aquellos dirigentes políticos que, creyéndose en posesión de la verdad, han modificado las reglas del juego perpetuándose en el poder.

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