El pragmatismo no debe encubrir el oportunismo sin principios, un mal del que ya nos advertía Tierno Galván en aquellos años en los que todavía se respiraba ilusión por la construcción de un país”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

06/07/23. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre líneas rojas y pragmatismo: “Lo más que había profundizado en el pragmatismo venía de mis tiempos universitarios cuando me hablaron de los primeros pragmáticos oficiales, Peirce, James y Dewey, quienes se convencieron...

...de que la verdad no es una noción absoluta e inmutable, sino que está vinculada al contexto y a las consecuencias prácticas de nuestras creencias y acciones”.

Las líneas rojas

Hace escasamente diez días Isabel Díaz Ayuso rechazaba “la imposición de líneas rojas a la formación ultraconservadora” sobre la base de que “las personas que han votado al Partido Popular o Vox pedían una serie de ideas, de necesidades y políticas”. Dos días más tarde Juan Ma Moreno a propósito del acuerdo en Extremadura, afirmaba que lo conocía poco, pero que se le había dicho que hay «líneas rojas» que «protegen valores fundamentales» de su partido.

Y me he puesto a pensar en eso de las líneas rojas y he recordado que, pese a ser una expresión conocida mundialmente, la aplicación práctica tiene su guasa.

No es para menos, al parecer la expresión, que se utiliza a nivel mundial, tuvo su origen en un acuerdo entre cinco petroleras que se estaban repartiendo un pastelito, pero supuestamente, no andaban muy bien de geografía de manera que ninguno de los participantes estaba seguro de los límites del Imperio Otomano antes de la guerra. Así que, durante una de las reuniones finales, uno de ellos dibujó los límites de memoria en un mapa de Oriente Medio con un lápiz rojo (a saber).

Otros discuten ese origen y lo sitúan en el mismo año, 1928, cuando se firmó el Pacto Briand-Kellogg, un tratado internacional firmado por varios países, incluidos Estados Unidos, Francia, Alemania, Japón y el Reino Unido, que se comprometió a condenar y renunciar al uso de la guerra como medio de resolución de conflictos internacionales.  Huelga decir cómo se pasaron la línea roja por el forro.

En cualquier caso, las líneas rojas pueden servir para frenar un excesivo pragmatismo.


Una vez me dijeron que yo era una pragmática con patas. Aunque, como toda característica personal, podría interpretarse como un defecto o como una virtud, quien me lo dijo no pretendía ofenderme.

Yo nunca me había enfundado ese traje y lo más que había profundizado en el pragmatismo venía de mis tiempos universitarios cuando me hablaron de los primeros pragmáticos oficiales, Peirce, James y Dewey, quienes se convencieron de que la verdad no es una noción absoluta e inmutable, sino que está vinculada al contexto y a las consecuencias prácticas de nuestras creencias y acciones, es decir, que en lugar de ser una correspondencia exacta con una realidad trascendental, es algo que funciona y se verifica en la práctica.

Ser pragmático ayuda a ser resolutivos desprendiéndonos de emociones y es muy útil en entornos profesionales: ¿Cuántas veces hemos desechado una opinión acertada solo porque nos la comunica alguien que nos cae mal? ¿Cuánto tiempo perdemos en preocuparnos por si estamos siendo objeto de críticas en lugar de centrarnos en realizar los más eficazmente nuestra tarea? ¿Cómo de bien podemos dirigir un equipo si en lugar de quejarnos de las personalidades que lo componen nos limitamos a sacar el mejor partido de todos ellos incluidos nosotros mismos? Pero esa capacidad de tirar hacia delante no supone desligarnos totalmente de la ideología porque la elección de la opción adecuada en cada momento depende de la estrategia y ésta se asienta sobre una idea o sobre la visión de a dónde queremos llegar.

En política también es común hacer gala de pragmatismo. A fin de cuentas, a la política se le exige profesionalidad y se la juzga por sus resultados y por eso hay quien, absurdamente, demanda de sus gobernantes la ausencia de ideología, aunque es una paradoja en sí misma pretender que la política se desligue de la ideología.

En cualquier caso, el pragmatismo no debe encubrir el oportunismo sin principios, un mal del que ya nos advertía Tierno Galván en aquellos años en los que todavía se respiraba ilusión por la construcción de un país: “Únicamente un pueblo que cultiva la imaginación, y con frecuencia el idealismo, sabe poner límites a la noción divulgada de lo pragmático” y añadía “el pragmatismo es coherente y compatible con los ideales superiores”.

En el mismo artículo que fue publicado un 23 de junio de 1978, el político y jurista tan apreciado por amigos y enemigos, nos ofrecía también una “prueba del nueve” para movernos por el pragmatismo sin caer en el cinismo: “prever las consecuencias a largo plazo de nuestras acciones” y no “desentenderse de realidades que no encajen en nuestra corta visión de las conveniencias momentáneas”.

La fórmula no es infalible y además tiene su complejidad, pero, al menos, nos devuelve a las líneas rojas que no deberíamos traspasar, pese a que el resultado más inmediato nos convenga.

Ejemplos en la historia tenemos unos cuantos. En 1933 los grupos conservadores de la Alemania del momento optaron por apoyar a un Hitler que no había alcanzado mayoría suficiente para formar gobierno (se quedaron en un mísero 33% en las elecciones generales de junio de 1932) porque vieron en el bigotitos una forma de frenar el avance del comunismo y restablecer la estabilidad en el país y creyeron que sería fácil controlarlo.

El “largo plazo” fue cruelmente corto y solo un año más tarde tenían un Führer en lugar de un Presidente; pero lo peor fue “desentenderse de las realidades” que hacían evidente el desprecio por derechos humanos consolidados y su detrimento continuado bajo soflamas y arengas patrióticas y unitarias.

Ahora que vuelven a venir elecciones, hay quien se pregunta sobre la bondad u oportunidad del llamado “voto útil” que no es más que un tipo de pragmatismo. No es una decisión fácil y seguro que yo también dudaré en ese último momento en el que acuda a mi colegio electoral. Una gran amiga me ha dicho: “Yo lo tengo claro. Yo voy a votar acorde a mi ideología y que pacten ellos, que es parte de sus funciones”. Me ha parecido muy sabio, aunque a esa regla de medir habrá que añadir otra: tener claro que, en quien delegas esa capacidad, va a saber respetar las líneas rojas y que estas no van a ser papel mojado para llegar al poder.

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