“Es curioso que esa ingente marea de forasteros no nos cause ningún ataque de pánico ni nos parece que amenace nuestra identidad nacional y eso que hay pueblos que multiplican por 10 su población en los meses estivales”
OPINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión
05/09/24. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre las vacaciones: “En Málaga tenemos el dudoso honor de encabezar el ranking de viviendas turísticas y todavía vacilamos sobre lo que tenemos que hacer al respecto porque los efectos colaterales (incremento del precio de la vivienda,...
...gentrificación de la zona centro o la contaminación acústica) no parecen decantar la balanza cuyo contrapeso son los ingresos dependientes de ese sector”.
Paradojas del verano
Esta semana, en nuestros entornos laborales, la pregunta más oída ha sido aquella de “¿Qué tal las vacaciones?”.
Se formula como un saludo de bienvenida propio de septiembre. Es educado y amable, pero, como la mayoría de las pautas de cortesía, tienen su momento y lugar. Hacerlo el día 2 de septiembre es óptimo y a partir de aquí, cada día que pasa, empieza a perder idoneidad hasta que puede resultar absolutamente extemporáneo y absurdo.
Reconozco que cruzar esa línea fina me produce algo de ansiedad, tanto como cometer el escandaloso error de preguntárselo a alguien dos veces, que es lo mínimo que te puede pasar cuando, en realidad, te importa un bledo como le hayan ido las vacaciones a tu interlocutor.
Hay que tener en cuenta, además, que solo un 20% de los españoles optamos por hacer el descanso anual en este mes de agosto. Así que no es verdad que se pare el mundo. Lo que pasa es que los seres humanos somos sociales, sí; pero también un tanto endogámicos y, al final, nuestro círculo de amigos y familiares es muy similar. Por eso, preguntar en septiembre “¿qué tal las vacaciones?” define tu estatus social, delatando que difícilmente serás camarero, policía, sanitario o técnico de una compañía de suministros como la luz, el agua, el gas o la telefonía; y delimita tu edad porque si fueras jubilado, no te podrían hacer la pregunta en el noveno mes ya que es el que hubieras escogido para desaparecer y si tuvieras menos de cuarenta también habría muchas opciones de que hubieras optado por julio para descansar.
En cualquier caso y, aunque no tenga datos objetivos contrastables y fiables, me atrevo a afirmar que las respuestas han empezado por un “Bien”, “Genial”, “De lujo” o similar.
Normalmente, con esa respuesta uno va sobrado, pero algún despistado, tras ello va a explayarse en detalles y, a pesar de lo que parecía indicar el inicio de su perorata, acabará informando de algún incidente. Es lógico, todos buscamos que nos escuchen y genera mucha más expectación explicar un problema o una fatalidad. Se llama sesgo de negatividad y describe la tendencia humana a prestar más atención y dar mayor peso a las experiencias, eventos o informaciones negativas en comparación con las positivas. Los políticos, los periodistas y los twitteros profesionales se lo saben de memoria.
Así que quizás nos expliquen que les pilló la Dana en las Baleares y tuvieron que dormir en el suelo del aeropuerto porque los hoteles, en cuestión de segundos, cuatriplicaron sus precios y siguieron haciéndolo a medida que más desgraciados consultaban internet y el logaritmo detectaba el crecimiento de la demanda ergo aquí puedo cobrar yo lo que me dé la gana.
La conversación puede acabar en una crítica feroz contra las compañías aéreas incapaces de prever fenómenos atmosféricos desproporcionados, porque intentar hablar de que quizás debería ponerse coto a la especulación sería escorar hacia la izquierda y mencionar como aumentan los efectos del cambio climático es ponerse pesado.
Por eso, yo prefiero decir algo así como “Siempre van bien, porque solo con que no suene el despertador ya es suficiente” y evito entrar en la competición de si los días de relax en mi pueblo son mejores o peores que el resort tailandés. A fin de cuentas, esa contienda ya se ha librado en el mundo digital con la publicación de fotos, o reels, o stories o… cualquiera de esas modalidades que me permiten saber al instante por donde veranean mis amigos y conocidos y que confirma que la pregunta solo tiene un objetivo: cumplir con ciertas normas de educación.
Además, tampoco hay tantas posibilidades de que me refrieguen por los morros su aventura internacional. Aunque son una minoría ínfima los españolitos que se quedan en su lugar de residencia durante sus vacaciones (no se preocupen, aquí no hay misterio ni paradoja: a menor renta, tasas más bajas de movilidad) tampoco atravesamos las fronteras en tropel. Son algo así como unos siete millones de bienaventurados los que lo hacen. Comparado con los más de ciento veinte millones de extranjeros que nos visitan al año, una menudencia.
Es curioso que esa ingente marea de forasteros no nos cause ningún ataque de pánico ni nos parece que amenace nuestra identidad nacional y eso que hay pueblos que multiplican por 10 su población en los meses estivales. Verlos inundar nuestras calles históricas es riqueza, trabajar en nuestras fábricas, competencia; alojarse en un centro de inmigrantes, inseguridad. Que las cartas de nuestros restaurantes o las guías de nuestros monumentos estén traducidas a diversos idiomas, es una atención comercial siempre que sea en inglés, francés, alemán y, quizás ruso. Ver la traducción en árabe sería invasión. En catalán, una afrenta.
De todas formas, terror al turismo no tenemos, pero un poco de fobia sí se está generando y lo vimos con alguna que otra manifestación que reunió no se sabe si a 5.000 o 25.000 vecinos de Málaga; pero los suficientes para que diarios extranjeros se hicieran eco de la convocatoria.
Y es que, facilitar un turismo de bajo coste para que cualquier mileurista pueda tener sus días especiales, tiene sus consecuencias.
En efecto, si restamos a los que tienen dos residencias, unos 3 millones de personas siendo los andaluces, los segundos del ranking con más de cuatrocientos mil suertudos; el resto de los que nos hemos desplazado, hemos tenido que contratar en algún sitio donde dormir.
Si lo hemos hecho en un hotel de cuatro estrellas, significa que hemos dejado nuestra vivienda de 80 metros cuadrados (promedio de superficie de los hogares españoles) por una estancia de 16 metros cuadrados (en el caso de las habitaciones dobles) con un baño que debe tener bañera y ducha en una superficie superior a 4,5 metros cuadrados. Bueno, eso si no han tenido la fortuna de ir a parar a esos hoteles súper modernos y de diseño que se han apuntado a la moda de no poner puertas a nada y tampoco al baño. “Open concept” lo llaman sus defensores, seguramente casi todos afectados por la secuela más neurológica del COVID.
Pero ya llega al 17% el porcentaje de los que deciden alojarse en las llamadas residencias vacacionales, porque frente a la ventaja de que te hagan la cama cada día está la posibilidad de hacer fiestas con tus amigos en el comedor o en el balcón del apartamentito.
Así que entre unas y otras pernoctaciones, en algún momento hemos sido considerados turistas engorrosos por parte de los habitantes de la ciudad que hemos visitado.
En Málaga tenemos el dudoso honor de encabezar el ranking de viviendas turísticas y todavía vacilamos sobre lo que tenemos que hacer al respecto porque los efectos colaterales (incremento del precio de la vivienda, gentrificación de la zona centro o la contaminación acústica) no parecen decantar la balanza cuyo contrapeso son los ingresos dependientes de ese sector; aunque eso pueda ir en detrimento del crecimiento en otros sectores. Es lo que pasa cuando en lugar de entender que esas voces demandan acciones políticas para encontrar equilibrios, creen que se está atacando a un sector productivo y se enrocan defensivamente.
Los malagueños no se quieren cargar su mayor fuente de ingresos actual, solo quieren hacerla sostenible. Pero no hay peor sordo que el que no quiere oír y hablar de sostenibilidad, para algunos, es como mentar a la bicha. Mejor callarse, es otra norma de cortesía, como la de no contestar a la pregunta retórica de cómo te ha ido este verano.
Las vacaciones, muy bien, fantásticas, geniales, relajantes…
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