Su marido la mira, pero no dice nada. “A ver cuando yo falte, quién va a cuidar de este hombre” piensa Aurora, y es que, aunque estén sus hijos, Paco la necesita mucho más de lo que ella nunca lo necesitó a él”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

07/03/25. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com en el especial por el Día Internacional de la Mujer comparte un relato: “Aurora no acaba de entender lo que ven sus ojos. Una habitación enorme con fondos de colores que cambian continuamente y en el centro una mujer rubia muy maquillada...

...“la pobretica quiere taparse las arrugas” y con un gesto inconsciente ella se toca las que surcan su cara, lavada con jabón como cada mañana”.

Aurora

Aurora no acaba de entender lo que ven sus ojos. Una habitación enorme con fondos de colores que cambian continuamente y en el centro una mujer rubia muy maquillada “la pobretica quiere taparse las arrugas” y con un gesto inconsciente ella se toca las que surcan su cara, lavada con jabón como cada mañana.

La mujer está sentada frente a otras cinco personas que, por los gestos y las expresiones, parecen estar increpándola. De pronto, las paredes se disuelven y aparece el Rey Juan Carlos. “Está ya muy mayor” piensa sin darse cuenta de que ella nació seis años antes y en ese instante el emérito rejuvenece y se le ve junto a una guapísima vedette ¿cómo se llamaba?  lo tiene en la punta de la lengua, pero es incapaz de acordarse. Los símbolos que ve al pie de la tele seguramente se lo dirían, pero ella no sabe leer. El empeño de su marido por enseñarle topó con la realidad de atender a ocho hijos y a su propio padre que, desde el sillón, se rió de ella varias veces “a tu madre nunca le hizo falta saber de eso”.


Salen también fotos de la reina. “Hasta ella se ha separado, quién lo iba a decir” y su mirada se desvía a la foto donde está la que fue su nuera y después a la de la nueva mujer de su hijo y a la del exmarido de su nieta y le parece que su familia es enorme y que es divertido que siga creciendo de esa forma, pese a que tiene el problema de que ya no se acuerda de todos los nombres.

La mujer rubia sonríe y con ese gesto se percata de que la fotografía que hay detrás es su propia imagen cincuenta años atrás. Está en un concurso de Miss Mundo en blanco y negro. Aurora recuerda que lo vio sentada en ese mismo salón donde está ahora y que ya entonces aquello no acababa de convencerle “Hay que ver qué guapas son todas, pero qué sofoco estar ahí y que todos te miren.

Debió ser el mismo año que se fueron del pueblo para venirse a vivir a aquella ciudad donde nadie vivía de la aceituna y casi todos los locales tenían un cartel que decía “Se necesita aprendiz”. En ese instante y pese a los años transcurridos, le parece que vuelve a sentir ese sentimiento extraño que la embargaba los primeros días cuando se sentaba frente al televisor después de haber conseguido que todos los niños se pusieran a dormir. “Por fin sola. Qué lástima de mi Paco allá en Alemania con el frío que debe hacer “.


Entonces sí oía y por eso se enteró de que los del concurso estaban muy nerviosos por si las feministas aparecían como lo habían hecho el año anterior para protestar.

A Aurora se le traba la lengua cuando dice la palabra feminismo, pero le da pena de sí misma que nunca pudo trabajar y ganar su propio dinero. Lo intentó una vez, cuando la pequeña ya iba a la escuela. “Pero mujer, ¿quién te va a contratar? “le dijo su vecina y eso era verdad. Así que, aunque Paco le dijo que le firmaría el permiso nunca llegaron a ese momento y ella siguió cuidando de su familia.

Ahora son sus hijos los que vienen a diario y hacen la comida, pero a ninguno le sale tan buena como a su Paco y mira que, al principio, le costó. Se levantaba cada día tan temprano como cuando iba a la fábrica y, después de estar con los viejos un rato en el parque, compraba la comida y se metía en la cocina. “¿Está rico?” le preguntaba y Aurora siempre le contestaba la verdad hasta que aprendió a hacerla buena.

También aprendió a fregar los platos sin dejar el suelo zarrapastroso, a poner la lavadora sin que quedaran las camisetas colorás y a hacer la cama sin abollonarla; pero tender la ropa siempre lo hacía ella porque así subía al terrado a que le diera el sol, aunque allí los cielos nunca eran tan azules, ni achicharraba la calor.

A ver si os volvéis un día al pueblo” le decía su cuñada. Pero Aurora solo había vuelto de vacaciones y con eso tenía bastante. Nunca había estado más a gusto que cuando se vio en aquella ciudad desconocida y en un segundo piso con ascensor y tres habitaciones. Todo tan distinto de la casa encalada, el sonido de las campanas de la iglesia y las vecinas sentadas al fresco. “Nadie me conoce y puedo hacer lo que quiera” eso es lo que pensó y eso fue lo que la hizo feliz.

Pero sus hijos ya no la dejan subir sola al terrado. “A ver si te vas a caer” y le da rabia no poder contradecirlos porque el cuerpo ya no le acompaña.

Tanto es así que ya no puede ni bañarse sola y sabe que, en cuanto acabe el programa de televisión en el que la rubia sigue hablando lo que ella ya no oye, su hijo le va a decir que le toca ducha.

Tres hijas que tengo y ¿no pueden venir ellas?”. Su hijo se ríe y le dice que no sea antigua, que en los tiempos que corren los hombres también saben hacer de todo y Aurora no sabe cómo explicarle que eso no es lo que le importa, que lo que no quiere es que la vea desnuda.

Su marido la mira, pero no dice nada. “A ver cuando yo falte, quién va a cuidar de este hombre” piensa Aurora, y es que, aunque estén sus hijos, Paco la necesita mucho más de lo que ella nunca lo necesitó a él.

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