La última universidad pública española se inauguró en 1998 y toda renovación o creación posterior ha procedido, en estos últimos 27 años, de la iniciativa privada con la anuencia de nuestros gobiernos de distinto signo”

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PINIÓN. La vuelta a la tortilla. Por Noemí Juaní
Profesional de la gestión

05/06/25. Opinión. Noemí Juaní, profesional de la alta gestión en empresas e instituciones, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre la univerisdad: “Aunque lo que estudian puede no ser útil "mañana", los prepara para ser adaptables y reinventarse con sentido a lo largo de la vida; promueve el pensamiento crítico y la reflexión sobre el “por qué” y...

...el “para qué”, además del “cómo”; obliga a pensar más allá de lo práctico; confronta con la complejidad del mundo; ayuda a saber convivir con ideas contrarias, a debatir sin imponer y a entender lo que mueve a otros”.

Selectividad única, ansiedad estandarizada

En estos momentos, miles de jóvenes sudan tinta frente a un examen que, creen —equivocadamente—, definirá el resto de sus vidas. La prueba se llama “selectividad”, una palabra que no disimula su carga simbólica: seleccionar, separar, preferir.

Con un simple bolígrafo en la mano y sentados en un aula universitaria aún ajena, muchos de ellos sienten que se juegan su futuro. No saben que, incluso cuando sean “escogidos”, no pertenecerán a ninguna élite: en 2023, el 52 % de la población española entre 25 y 34 años ya tenía estudios universitarios o formación profesional superior. Una cifra que, por cierto, supera la media europea y nos encamina hacia un país en el que la mayoría de los adultos tendrá una alta cualificación.

Como jugamos en un mundo altamente competitivo, el 25% de esos pipiolos de hoy en día acabará haciendo un máster dentro de 4 o 5 años y eso si no son del 10% de los que hace un doble grado a ver si así destacan.

Todavía no tiene demasiado valor dónde estudien y la mayoría lo hará en universidades públicas, pero, de momento, eso puede ser debido al hecho de que las privadas ocupan el 25% del pastel y no están en todas las ciudades españolas.

Tiempo al tiempo. La última universidad pública española se inauguró en 1998 y toda renovación o creación posterior ha procedido, en estos últimos 27 años, de la iniciativa privada con la anuencia de nuestros gobiernos de distinto signo.


No tendría mayor importancia si no fuera porque el importe que España dedica a ese nivel educativo es inferior en más de un 20% al promedio de lo que ocurre en el contexto europeo o lo que es lo mismo, pero en números absolutos: 14.361 dólares frente a los 18.105 dólares por alumno y año.

Frente a esos números, que marcan las necesidades mínimas a cubrir, está la aportación del estudiante: entre 700 y 1.500 €. A la vista está que es claramente insuficiente y, sin embargo, puede suponer un obstáculo insalvable para algunos.

Yo, que soy una romántica, acabo pensando que, si alguien tiene la capacidad económica y el interés por invertir en el ámbito educativo, bien podría hacerlo también en la pública a través de fórmulas como las cátedras, las fundaciones o incluso simples donaciones; en lugar de crearse su propia universidad.

Sin embargo, ya se sabe, la libertad de empresa en el marco de una economía de mercado es un principio máximo inquebrantable, mientras nuestras universidades públicas languidecen en edificios vintage con clarísimos problemas financieros.

Pese a ello, 45 de las 50 universidades públicas españolas pueden presumir de estar entre las 1.000 destacadas por el ranking de Shanghai. También lo hace 1 de entre las 41 universidades privadas. Ninguna de ellas está entre las 100 primeras.

Tampoco se creen los adolescentes que están ahora ansiosos frente a su examen de selectividad lo que cuenta la leyenda popular: nuestras universidades no son fábricas de parados. La tasa de desempleo de este grupo está en el 12,5 %; mientras que la de los jóvenes sin estudios es de más de 43%. Eso no significa que trabajen de lo que han estudiado. Al parecer, el 22,4% se encuentra en situación de subempleo, desempeñando funciones que no requieren su nivel de estudios o que no están relacionadas con su titulación; pero en su conjunto, está claro que estudiar más proporciona mejores resultados.

Así pues, nuestros chicos y chicas no se juegan la vida, entre otras cosas, porque su edad les permite suspender y volverlo a intentar, empezar a estudiar derecho y cambiar a ingeniería aeronáutica si les apetece, retrasar su progresión para irse de Erasmus o por combinarlo con un saludable y pedagógico trabajo de fines de semana para echar un cable en la economía familiar.

No están ante una decisión a vida y muerte, pero sí puede señalar su futuro porque, aunque lo que estudian puede no ser útil "mañana", los prepara para ser adaptables y reinventarse con sentido a lo largo de la vida; promueve el pensamiento crítico y la reflexión sobre el “por qué” y el “para qué”, además del “cómo”; obliga a pensar más allá de lo práctico; confronta con la complejidad del mundo; ayuda a saber convivir con ideas contrarias, a debatir sin imponer y a entender lo que mueve a otros.

Quizás es a eso a lo que le teme la ultraderecha y, una vez más, en su afán por descalificar todo lo que aparece en el escenario propone que, para evitar una ideologización, debemos apostar por una selectividad única. Silogismo contradictorio en sí mismo. El líder de VOX no aprobaría lógica ni sobornando al profe.

Por obra y gracia de otro adalid de la estupidez, hoy nuestros estudiantes no pueden ir a Harvard a estudiar, pero están llamados a ser líderes de un mundo radicalmente distinto. Quizás, uno con ciudadanos capaces de argumentar, escuchar y evaluar críticamente; formados en la cultura de la deliberación, forjados en el respeto y la disposición a cambiar de opinión; comprometidos con el debate público y no solo con la viralidad; autónomos frente a presiones económicas o ideológicas, imbatibles frente a discursos puramente emocionales y descalificadores.

¡Suerte, chicos!

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