La dicha de Teresa fue redondeando su cuerpo en curvas interminables, y su bondad para cuantos la rodeaban era objeto de comentarios entre sus vecinos. A Teresa le sobraba amor y compasión”

OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López


18/01/23. 
Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘Caramelos de limón’, de Julia Villalobos Santos...

Caramelos de limón

Marcelino González no era un hombre bueno, era un hombre correcto. Nunca había pensado en sí mismo como algo extraordinario, se considera una persona normal, del montón. Aunque era cumplidor, no brillaba especialmente en nada, y es que para él, su mejor virtud era no destacar, pasar desapercibido, transitar por la vida sin pretensiones de protagonismo.


En las distancias cortas era áspero y agrio, quizá por eso tenía pocos amigos y le había costado encontrar pareja, pero Teresa Mingorance supo apreciar sus virtudes. Ella era una persona dulce que, al contrario que Marcelino, de tanto andar por la vida con el corazón abierto, ya tenía, cuando se conocieron, algunas magulladuras en el alma.

Ambos descubrieron enseguida que se complementaban; cuando se besaron por primera vez, notaron que un sabor fresco, agrio y dulce, como de caramelo de limón, inundaba sus lenguas y sus labios, así que decidieron continuar juntos el camino.

El fruto de su unión fue su propia felicidad ya que los dos eran mayores cuando se emparejaron y no tuvieron descendencia. Dejaron la ciudad y se fueron a vivir al pueblo de donde era oriundo Marcelino, y allí, en contacto con la naturaleza y el aire puro transcurrieron los días y las noches de la pareja inesperada.

La dicha de Teresa fue redondeando su cuerpo en curvas interminables, y su bondad para cuantos la rodeaban era objeto de comentarios entre sus vecinos. A Teresa le sobraba amor y compasión. Sin embargo Marcelino se hacía cada vez más enjuto y afilado, y su único interés era cuidar de Teresa, vigilar que su generosidad no acabara por hacerle daño.

Con el paso del tiempo y por alguna extraña razón, que nadie del lugar alcanzó a comprender, empezó a estar Teresa siempre rodeada de abejas, a donde fuera la acompañaban estos insectos: no una nube de ellos, eran solo ocho o diez que parecía que se turnaban para darle escolta. Ella también se dio cuenta, pero lejos de incomodarse se complacía con tan extravagante compañía.


Pasaron los años y no fueron suficientes todos los cuidados y atenciones de Marcelino para amarrar a Teresa a la vida, y un día enfermo. Las mujeres de los alrededores acudían a visitarla y llevaban a Marcelino comida, que apenas que la probaba, la desechaba porque le parecía insípida —¡Cuánto te echo ya de menos!, le decía entonces a su mujer, mientras le besaba las manos y  los parpados, que le sabían a miel.

Fue un espectáculo digno de recordar el entierro de Teresa, cuando su ataúd se dirigía al cementerio rodeado de abejas, que nunca la abandonaron, y que siguieron turnándose, de diez en diez, para hacer guardia junto a su nicho

Marcelino se quedó solo, y fue entonces cuando se evidenció lo agrio de su carácter: se volvió retraído, impaciente, desconfiado y huraño, no comía, y solo era feliz en sus sueños cuando regresaba junto a su mujer. Con esta actitud no tardó en seguirla, y apenas le sobrevivió dos meses.

Fueron las mujeres del lugar las que agradecidas a su difunta vecina, dispusieron todo lo necesario para el entierro de Marcelino, y consideraron lo más apropiado hacerlo junto a Teresa para que la pareja estuviera unida toda la eternidad; sin embargo no pudo ser, el párroco del pueblo dictaminó que, al no haber contraído matrimonio, la pareja no estaba bendecida por Dios, y por lo tanto no podían descansar juntos en un lugar sagrado. Nadie supo ni quiso contradecir la autoridad del sacerdote, así es que finalmente se decidió dar sepultura a Marcelino a pocos metros de Teresa, en una tumba al lado de la hilera de limoneros.

A partir entonces todos cuantos visitan el lugar pueden ver una procesión de abejas que vuelan entre el nicho de Teresa y el limonero que está junto a la tumba de Marcelino, un limonero, que ha crecido, destacando sobre los demás, y que en los días de viento estira sus ramas para acariciar el nicho de la mujer de las abejas, pero lo más sorprendente es el sabor de sus frutos: frescos, agrios y dulces, como caramelos de limón.

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