Pero eso nunca le ocurrió a él. Esas letras regordetas y amontonadas se retorcían, se enfrentaban y no significaban nada, nunca llegaban a ser una palabra

OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López


25/01/23. 
Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘Las alas de Elvis’, de Núria Fontbona Gil, docente...

Las alas de Elvis

Hugo situó con cuidado la figura del ángel en el pesebre. Revisó que los pastores y las ovejas estuvieran cerca del río, y que éste contuviera agua suficiente. Los Reyes Magos alejados aún del belén, ya llegarían guiados por la estrella de Oriente. Espolvoreó con harina las colinas y encendió las pequeñas bombillas dentro de las lumbres. Por último, se dirigió hacia el árbol, le temblaban las manos, pero consiguió conectar los interruptores de los leds de colores. Chinchín. Y la luz se prendió iluminando todo el vestíbulo.


—¡Queda inaugurada la Navidad en el Hotel Clássic!exclamó. Y el personal del hotel aplaudió.

Hacía diez años que Hugo trabajaba en este establecimiento, en el centro de Barcelona, y era uno de los mozos de día a parte y, con mucho honor, de ostentar el título de “maestro navideño”. Él se encargaba de dirigir el belén, de la decoración del árbol del vestíbulo; y de añadir cada año una figura nueva, aunque fuera diminuta, aunque fuera un simple ganso, al pesebre.

—¡Hugo! —¡venga, sigue leyendo! la p con la a… ¡venga!

Sus maestras en el colegio probaron distintos métodos para la lectoescritura, pero no hubo forma que Hugo consiguiera identificar los signos. Todas esas letras… unas barrigudas, otras con un palo arriba, con un palo abajo, una montañita o dos, como en la palabra mamá, le parecían iguales. Empezaba a sudar y se le empañaban las gafas, le resbalaba el lápiz de la mano y presionaba tanto sobre el papel que éste quedaba marcado como si estuviera escrito en Braille.

Sus compañeros de clase tardaron más o menos, pero en segundo de Primaria, ya casi todos leían. A Hugo le parecía mágico el proceso. Para él todos los carteles estaban escritos en tinta invisible, tinta de limón, como el experimento que le había enseñado su tío Pablo. Exprimías un limón, mojabas un pincel en la tinta y luego escribías mensajes secretos. Para leerlo necesitabas pasar un mechero cerca del papel y mágicamente las palabras aparecían como si de una película de Harry Potter se tratase.

Pero eso nunca le ocurrió a él. Esas letras regordetas y amontonadas se retorcían, se enfrentaban y no significaban nada, nunca llegaban a ser una palabra. Excepto en el caso de mamá, papá, casa, hotel, gato…

—¡Venga, Hugo! Casi lo tienes. Fíjate en el dibujo que te dará una pista. ¿Qué es? El dibujo parecía una moto, pero al chico se le empañaban las gafas y no lo distinguía con precisión.
—La letra de las dos montañitas suena mmm. ¿Entonces que será?

“Mmm. Macarrones” seguía Hugo. Su plato favorito. Y desde la cocina le llegaba un aroma a sofrito. Su madre tampoco logró enseñarle a leer. Pero colocó un montón de carteles pegados con cinta adhesiva, escritos en letra mayúscula junto a los objetos importantes de la casa. La cocina, el baño, el balcón, la cama, la mesa, la tele…

“Este niño no es normal” gritaba el padre cuando a pesar de tantos esfuerzos Hugo no conseguía leer. “Este niño es un ángel caído del cielo”, respondía la madre cuando veía la sonrisa de Hugo y lo bueno que era, siempre intentando ayudar al hermano pequeño, haciendo la compra o fregando platos, subido a un taburete. Hugo era un amor de ojos dulces y almendrados.

Los sábados por la tarde los pasaba con su madre viendo películas en la tele, mientras su padre roncaba en el sofá, la vida de camionero era muy cansada y al hombre lo que le apetecía era disfrutar de su casa, de la comodidad de su casa. Hugo se acercaba a la adolescencia, y una de aquellas tardes de sábado, peli y manta, la televisión emitió un ciclo de Elvis Presley. El chico quedó hechizado con el cantante.

“Elvis está muerto” le decían sus compañeros, en sexto curso, para hacerlo rabiar durante los recreos. Y entonces se escapaba corriendo, hasta el patio de Infantil y allí dentro de la casita de madera, se escondía para llorar. Salía con los ojos hinchados, las mejillas rojas y una mancha semicircular en la falda de su pantalón que llegaba hasta los muslos. Los baños siempre quedaban muy lejos.

Elvis no estaba muerto. Él lo había visto en muchas películas con su madre. Era el mejor cantante y bailarín. Y Hugo adaptó su propio estilo al del  Rey del rock usando cazadoras negras y un tupé engominado. Solo le faltaba el andar, tenía que balancearse como Elvis, como un verdadero jefe.


—Y ahora haremos un mural con animales domésticos. Traed fotografías de vuestras mascotas y las recortaremos. Qué divertido ¿eh?

A los trece años, con el paso a la Secundaria el equipo psicopedagógico del centro lo derivó a la Institución Som. Se trataba de un centro donde acudían alumnos con diversos trastornos, pero en general, con una mayoría de jóvenes con síndrome de Down.

—Así estará con más chicos como él— había expuesto el director del nuevo centro a sus padres. “Como él”. La frase resonaba en su cabeza. Hugo sabía que él no era como los demás en su colegio. Era mejor en muchas cosas, como en deportes: saltaba más y corría más rápido. En música se defendía muy bien gracias a su ritmo rockero, pero en canto era un desastre, las letras de las canciones iban muy rápidas, no le daba tiempo a pronunciar y sentía que la lengua se le trababa entre los labios.

Cuando cumplió los quince años estaba ya harto de completar murales de animales, tejer macramé, y realizar prácticas de tecnología. Él quería cantar, bailar y estar con gente. Correr, trotar por la ciudad y hacer recados. Eso le encantaba, se sentía un superhéroe.

Por eso cuando en su quinceavo cumpleaños su tío Pablo lo invitó a visitar el hotel donde trabajaba como recepcionista, el chico deseó quedarse para siempre a vivir en ese lugar que olía tan a limpio y tenía unos sofás de piel donde uno cabía tumbado sin necesidad de encoger las piernas.

El padre de Hugo fue bajando el tono de voz a medida que intentaba visualizar a su hijo en un hotel de lujo en pleno centro.

—Pero Pablo, sinceramente ¿tu ves a Hugo aquí, llevando las reservas? que la lectura no es su fuerte… por no mencionar que a duras penas escribe su nombre.
—Las reservas no, pero muchas de las tareas de mozo de hotel, sí. Tú deja que hable con el director…

Había una plaza de ayudante de mozo de día y el director del hotel firmaba en ocasiones convenios para contratar personas de diversidad funcional.

Así que Hugo empezó a trabajar de mozo de hotel, muy ilusionado con su nuevo uniforme que incluía una americana y unos pantalones negros. Nunca podría estar solo en la recepción, pero sí que ayudaría a cargar maletas, indicar dónde estaba el baño, o las horas en que se servía el desayuno; a parte de ocuparse de que en el buffet siempre hubiera comida suficiente, o recoger vasos en el bar de la terraza, las largas tardes de verano.

Hallo, please, merci, thank you, just a minute” mezclaba estas palabras indistintamente, y se hacía entender.

Con los orientales hacía unas cuantas reverencias, con las manos cruzadas, acordándose de cuando era pequeño y practicaba artes marciales como extraescolares. Los saludos duraban unos cuantos minutos, y se realizaban en bucle, pero los clientes quedaban muy satisfechos con el trato y la acogida del hotel.


El chico conocía bastante bien Barcelona. “Se defendía”, como él decía, marcando las comillas con un gesto con las manos. El centro, gótico y barrios aledaños, se los hacía a pie, en bici, patinete o corriendo. Si tenía que desplazarse, por ejemplo, hasta la Sagrada Familia, escogía el autobús. Tenía una pequeña chuleta con los principales monumentos de Barcelona y el bus indicado, todo con imágenes y plastificado. Su tío Pablo era un crack.

Pero todo lo bueno se acaba, como decía su padre, y su tío murió con poco más de cuarenta años, de la noche a la mañana, de un infarto. “El corazón” explicaba su sobrino, “se paró, stop”, aclaraba, dándose golpecitos en el  pecho.

Hugo encontró a su tío desmayado en el suelo de la recepción, junto a una cola de turistas americanos impacientes cargados de maletas y gorros que llevaban llamando al timbre desde la madrugada, sin obtener respuesta. Cuando llegaron los enfermeros de la ambulancia taparon su cuerpo y su cara.

“El corazón” explicaba su sobrino con lágrimas en los ojos.

Después de que la Navidad quedara inaugurada en el Hotel el personal se dirigió al comedor donde se celebraba el almuerzo navideño. El salón estaba adornado con guirnaldas en las ventanas, árboles en cada esquina y velas en el centro de las mesas. El director, el señor Serra, presidía la mesa. El cava y los vinos corrían entre los comensales y pronto las conversaciones subieron de volumen y tono. Hugo estaba sentado al lado de Maribel, su amiga “especial”, como decía él, marcando unas comillas con las manos cuando lo pronunciaba.

Aunque a veces, si hablaba con sus vecinos y primos sobre chicas alardeaba de tener novia. Maribel tenía unos ojos azules de gata siamesa y siempre sonreía. A veces se daban besos en los labios, a veces, y a veces bailaban canciones lentas de Elvis, “abrazados”, explicaba Hugo simulando bailar con su pareja.

Maribel trabajaba también en el hotel, ahora haciendo camas, ahora ayudando en el bar o realizando manicura francesa a las clientas. Era como él. Una amiga y una persona especial. Con síndrome de Down también y muchos nombres complicados como los que constaban en el dictamen. Ella tampoco leía, pero ambos se intercambiaban mensajes de audio de hasta quince minutos.

Después de la comida con el personal del hotel, en un pequeño escenario improvisado, Hugo interpretó una canción de Elvis, “El rock de la cárcel”, su favorita. Había practicado los saltos con una guitarra eléctrica de segunda mano que le había regalado su tío la Navidad pasada. Practicaba saltando peldaños de las escaleras del vestíbulo, cuando no había nadie; peldaños de la escalera de su edificio; peldaños de las escaleras frente a la catedral.

—Mira, Maribel. Puedo saltar hasta ocho a la vez.

Y Maribel se tapaba los ojos porque cualquier día el chico se rompería la cabeza. En cambio, el hermano de Hugo se reía mucho con él.

¡Salta más, más! —le animaba. Y Hugo saltaba diez peldaños con la guitarra a cuestas.

Cuando Víctor, el hermano pequeño de Hugo, nació éste tenía quince años y había empezado a trabajar en el Clássic. En los pocos ratos libres cuidaba del pequeño y a medida que Víctor crecía empezó a leerle cuentos sobre Elvis. Leer exactamente no era, pero Hugo abría un libro y contaba historias basadas en películas que había visto.


Cuando Víctor cumplió ocho años era él quien le leía historias a su hermano mayor.  Los cuentos clásicos de Grimm siempre funcionaban, y poco a poco añadió Andersen, poemas de Gloria Fuertes, relatos de Gianni Rodari y especialmente la biografía de Elvis, sin mencionar la muerte. En ese punto Hugo se ponía histérico, lo negaba y se escapaba corriendo. Nada, Elvis estaba vivo y bien vivo, Víctor había aprendido la lección.

—Este niño sí que es listo —afirmaba su padre con orgullo. —Víctor ha salido a mí y a mi familia. ¡Menos mal!

Después de la imitación de Elvis, el día del almuerzo de Navidad, Hugo se despidió de sus compañeros y de Maribel abrazándola varias veces. No se verían en cuatro días, cuatro, remarcaban los dos alzando cuatro dedos de la mano. La dirección había dado fiesta a gran parte del personal del hotel, hasta el día veintisiete, día en que empezaban a llegar los turistas para pasar el fin de año en Barcelona.

El chico cruzó las Ramblas y eligió, en el mercadillo navideño frente a la catedral, una figura de Elvis para poner en el pesebre. La pondría delante de los pastores, como si estuviera cantando.

—En esa época Elvis no existía, ¿no ves que no llevaban pantalones? — le corregía Maribel muy conocedora de la historia de la religión.
—Entonces diré que era el abuelo de Elvis—respondía Hugo. Y la chica se encogía de hombros.

Hugo, con la figurita en el bolsillo del abrigo, cruzó de nuevo las Ramblas de regreso a su casa  y empezó a correr por la Gran Vía hasta llegar a la esquina con calle Rocafort. Estaba ansioso por enseñar a su madre y a su hermano a Elvis. Subió las escaleras hasta el cuarto piso, ya que el edificio carecía de ascensor, y abrió la puerta de su casa.

—¡Mama! ¡Víctor! Holaaa ¿Dónde estáis? ¿Mama?

Un silencio denso pesaba en la atmósfera. La casa estaba fría. La estufa apagada y los fogones fríos también. La compra estaba tirada en el suelo y las figuritas del pesebre que tenían que montar permanecían dentro de la caja de zapatos sobre la mesa del comedor.

Todo era muy raro, por la mañana habían quedado en hacer el pesebre juntos y luego ver alguna peli de Elvis mientras se asaba el pollo en el horno. Su padre llegaba hoy de Alemania, vendría agotado, como siempre, y se quedaría dormido en el sofá poco después de cenar.

Un papel cuadriculado, roto, pegado con celo sobre el frutero llamó su atención. Conocía la letra de su padre y estaba firmado “Papá”. ¿Pero qué decía? Y por qué no le habían escrito la nota su madre o su hermano, ellos utilizaban unos cartelitos con fotos y letra en mayúscula, con ellos sí que podía leer.

¡Mama! empezó a chillar mientras notaba que un nudo le oprimía la garganta. ¡Mama!, se desgañitaba.

Bueno, no había que perder la calma. Cogió el móvil y marcó el número de su madre. Algo vibró en el sofá, detrás de un cojín: el móvil de su madre.

Qué frío hacía, le escocían los ojos, y ese cartelito con letra de su padre qué ¿debería decir?, le pareció leer la palabra hospital, porque hotel no era, era más larga. Tomó una foto del cartel, y se la mandó a Maribel, dejándole un mensaje de audio. Pero estaba tan nervioso que no le salían las palabras. La llamó, pero la chica no contestó a la llamada e igual le pasó con su padre.

Ahora los ojos le escocían más y tenía mucha sed. La boca seca como un estropajo. Bebió dos vasos de agua del grifo que sabía mucho a cloro y salió corriendo con la nota en la mano.

—¡Hugo, felices fiestas! ¿Me puedes ayudar, cariño? —le gritó la señora Amelia, su vecina de rellano.

“La mama” sólo tuvo tiempo de responder el chico, y brincó por encima de la compra de la vecina, tropezándose, saltando peldaños de ocho en ocho.


En su bolsillo estaba aún la figurita de Elvis que había comprado y algunos euros que le habían dado como propina estos días. Paró un taxi y le mostró el dinero y la nota con letra de su padre.

—¿Pero a dónde vamos, coño ya?¿para qué quiero yo esta nota)… la hostia…—preguntó el taxista.
—La mama—alcanzó a responder Hugo sacudiendo la nota ante la ventanilla.

El taxista se fue. No quería follones y eso prometía ser una carrera difícil. Lo mismo fue sucediendo con otros taxistas a los que el chico detenía en medio de la Gran Vía.

¿Dónde estaban las paradas de taxis? No recordaba ninguna. Su mente estaba en blanco. No recordaba calles, ni hospitales, nada. Consiguió por fin hablar con un taxista paquistaní y le mostró la nota. A duras penas éste logró entender “Hospital del mar” junto con algo sobre la “mamá.

Hugo depositó el billete de 20€ en la mano del conductor, se la cerró, añadiendo “por favor” y el taxi emprendió el camino hasta el paseo marítimo, donde se encontraba el centro.

La radio del taxista emitía los números premiados de la lotería, las voces de San Ildefonso resonaban por toda la ciudad. “Radio no” gritó el taxista y cambió la emisora por otra con música, mirando de reojo al niño que no dejaba de sollozar. “Tranquilo, todo bien al final” le decía, mientras intentaba tranquilizarlo.

Hugo miraba por la ventana y apretaba la figurita de Elvis. “Ayúdame, por favor” le decía y daba besos al tupé del cantante.

Finalmente, el taxi llegó al destino y Hugo, sin recoger el cambio, salió del vehículo. La nota en una mano y la figurita en otra, miró a los ventanales y le pareció ver a su hermano. ¡Víctor! Pero los ojos le escocían tanto y ese sol inesperadamente brillante en invierno le enturbió la vista.

Víctor y su padre en el  consultorio de urgencias cardiovasculares miraban por la ventana desde el primer piso  El mar lucía con un azul claro que reflejaba los rayos del sol de invierno y a lo lejos se recortaba la figura del hotel W (Vela) simulando la vela de un barco.

El conductor del autobús número 47, que realizaba la ruta hasta el Paseo Marítimo, cargado de turistas, no vio al chico que se le cruzaba.

—¡Hugo! Gritó Víctor al reconocer a su hermano desde el ventanal

¡Ah!, exclamaron los pasajeros cuando el conductor frenó de golpe sin poder evitar arrollar la figura que se le tiraba encima.

¿Pero qué es esto? Qué manera de conducir. Y luego quieren que vayamos en bus, si parecemos sardinas, ¡qué vergüenza! Mucha Barcelona sostenible para acabar rodando por el suelo…

El primer día. Era el primer puto día que Leonardo conducía el autobús y se le había tenido que cruzar una persona. Al conductor le temblaban las piernas y la voz.

—Yo solo he visto que alguien se tiraba encima, y ha volado, igual era una gaviota, que con los nervios uno no ve bien, y las gaviotas cada vez son más grandes. Pero ha volado —afirmaba el conductor.
—A ver, señor, tendré que tomarle declaración— sostenía el policía.

Habría que hacerle prueba de alcohol y drogas al conductor, lo de ver gaviotas cruzando la calle ya era demasiado, pensaba el agente.

—¿Era un pájaro o una persona? ¿Y dónde está el accidentado?

En Barcelona siempre hay turistas con bermudas y chancletas que pasean cerca del mar y aquel día de diciembre no iba a ser una excepción. Un grupo de jóvenes irlandesas de despedida de soltera bajó del bus y miró debajo del vehículo buscando el accidentado. Al grupo se le sumó gente que estaba en la calle. Igualmente examinaron las aceras, el césped, el paseo, y hasta el vestíbulo del hospital.

“¿Alguien había visto una persona accidentada que también podía ser una gaviota herida?”.

El padre de Hugo y su hijo Víctor habían presenciado la escena desde el primer piso del hospital. Su madre, conectada a una máquina no vio nada, sólo oyó los alaridos de su hijo pequeño y después el silencio.


El ascensor estaba bloqueado con una cola de diez personas, y el pasillo lleno de butacas con pacientes esperando ser atendidos. Padre e hijo se lanzaron escaleras abajo, tropezándose, gritando y llorando. En la calle una multitud observaba alrededor del autobús.

—¡Hugo! —gritaba su hermano pequeño.

“Al final sólo ha sido una gaviota”. “No, el conductor estaba borracho”.

-¿Cómo qué borracho? ¿Cómo qué gaviota?- El padre no daba crédito a los comentarios de la gente.

El conductor había empezado la ruta a las ocho. Todo había ido perfecto hasta encontrarse aquella criatura que se le tiró encima. ¡Qué mala suerte!

Un círculo rodeaba al conductor mientras éste prestaba declaración. Las irlandesas seguían buscando bajo el autobús. Alguien se había perdido y había que encontrarlo. Víctor y su padre estaban abrazados llorando, escuchando las declaraciones.

—¡Papa!¡Víctor!

Una figura se acercaba cojeando hacia el círculo de gente. El círculo se abrió.

¡Hugo! Era Hugo.

Su padre no sabía si abofetearlo o llenarlo de besos. Víctor optó por lo segundo. Su hermano mayor estaba a salvo.

—¿Pero a ver, tú no sabes que hay que mirar antes de cruzar o qué?—le espetó el conductor, histérico.—¿Entonces no te he atropellado?—era inconcebible. Él había notado como arrollaba a alguien con el vehículo.
—Elvis. Elvis me ha salvado,  con sus alas gigantes—respondió el chico.
—¿Con sus alas?, el policía y el conductor se burlaban, ahora el cantante fallecido aparecía en medio del paseo marítimo de Barcelona, volando, como un pájaro. Madre mía. Había días que merecía la pena no levantarse de la cama.

La madre de Hugo dormía profundamente después de los calmantes administrados via intravenosa. No había sido un infarto, le había informado el médico. Pero cuatro pisos cargada con la compra de navidad acababan con cualquier corazón.

En su sueño le pareció ver a Hugo que se alejaba con su tío Pablo. ¡Hugo, no! gritaba la mujer. La canción “Love me, tender” sonaba desde algún televisor y algo suave le hacía cosquillas en la nariz. Se frotó suavemente mientras se desperezaba. Era una pluma blanca, tal vez de la almohada. Vaya con la Sanidad, plumas naturales y todo en las almohadas, para que luego los pacientes se quejaran.

—¿Y cómo lo hiciste para escapar del autobús?—preguntaba Victor a su hermano mientras éste se frotaba el tobillo.
—Elvis me cogió en sus brazos y me salvó volando con sus alas gigantes. Saltamos juntos, un gran salto hasta la acera.
—¿Y volaste?—insistía el hermano pequeño.
—Síii. Y Hugo empezó a planear extendiendo sus brazos, cojeando levemente.

“Love me, tender“ sonaba en el primer piso del Hospital del Mar.

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