Desde el ventanal del salón lo observó pasar y recorrer el corto espacio de césped que hay hasta el naranjo. Allí se paró y se acomodó a descansar”

OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López

22/03/23. 
Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘Conejillo de indias’, de Charo Cano...

Conejillo de indias

Estaba sentado en el porche. Disfrutaba una agradable tarde de invierno antes de que el frío le obligase a entrar en la casa. Escuchó a los niños de al lado. Sacaban a su mascota al jardín para que recorriera el césped. Dentro sólo podía estar en la jaula, y  por las tardes lo sacaban a tomar el aire. Puede que al conejillo no le gustase mucho, pero ellos se divertían mientras iban detrás  de él de un lado a otro. Esta situación se repetía desde que los Reyes  lo trajeron como regalo.


La semana anterior se había colado por una rendija de valla de setos que divide las parcelas. Desde el ventanal del salón lo observó pasar y recorrer el corto espacio de césped que hay hasta el naranjo. Allí se paró y se acomodó a descansar. Sonrió  porque nunca hubiera imaginado un conejillo de indias en ese lugar. No le gustaban los animales, pero la escena era tierna. Dedujo que pronto los niños llamarían al timbre para recogerlo y salió fuera. Enseguida los escuchó llamarlo:” Potter, ¿dónde estás?  Potter, ¿Dónde te has metido?”. Alzó la voz, volvió la cara a la derecha, y les dijo: ”Podéis venir a por él; se ha pasado a mi casa y está aquí quietecito. Os abro la cancela y lo cogéis”.


Oyó cómo salían de casa y hacían el recorrido alborotados  a ver quién era el primero en  tocar el timbre y coger al animalito. Los dos querían sujetarlo y abrazarlo. La niña le preguntaba:”¿Por qué te has escapado?”, y el niño le decía muy serio: “¡Qué susto nos has dado!”. Le dieron las gracias y se volvieron a casa mientras discutían sobre quién había tenido la culpa de que Potter se hubiera marchado. Manuel los escuchaba, y pensó que el pobre animal había huido en busca de un poco de tranquilidad.

Tranquilidad era lo que se había perdido en la urbanización desde la llegada del extraño personaje que se había mudado a la casa contigua, al lado opuesto a la de los niños. Qué diferentes eran los sonidos que le llegaban a Manuel. De un lado, risas, juegos y alguna que otra riña entre ellos, o de sus padres. Del otro, órdenes severas a los perros que aullaban con un sonido tan estremecedor como la voz del dueño. En especial los que  le llegaron dos días antes, cuando el aullar de uno de los perros incrementaba de intensidad hasta confundirse con llanto, mientras se oía una espeluznante voz que azuzaba, suponía Manuel, al otro perro. Esa noche vio, desde la ventana de la primera planta, cómo se paraba una furgoneta delante de la casa; bajaron dos hombres y cruzaron la cancela, que el vecino les había abierto; se dirigieron los tres hacia la vivienda y ya los perdió de vista. Minutos después volvieron con un bulto envuelto, que portaban entres los dos hombres. Lo metieron en la furgoneta y se fueron. Al volver del colegio, al día siguiente, observó que paseaba con  un solo perro.

El aspecto y la conducta del vecino eran peculiares. El atuendo parecía  más apropiado para rodar una película bélica que para pasear a los perros. Esa era la única actividad que desarrollaba fuera de la vivienda, mientras intimidaba a los vecinos, o a cualquier viandante. Acostumbraba a aproximarse más de lo adecuado, a la vez que profería frases de hostigamiento. Simulaba dirigírselas a los perros, pero estaba claro que no iban destinadas a ellos. Solía portar una fusta que gustaba  golpear contra la suela de sus botas, y completar así la conducta intimidatoria. La calle, que siempre había sido lugar de juego y paseos en bicicleta para los niños de la zona, era ahora un lugar de paso rápido. Nadie se detenía  en las inmediaciones de su casa.


Había sido un día intenso. La celebración del carnaval en el colegio era siempre una actividad en la que los chicos y chicas disfrutaban dando rienda suelta a la imaginación. Meterse en el papel del personaje del disfraz era divertido. En ese momento de quietud, sentado en el porche, con una taza de café y el sonido de los chiquillos correteando, los recordó disfrazados. Muchas mañanas coincidían al salir hacia el cole. Pero esa mañana había sido especial. En cuanto lo vieron, se dirigieron a él mientras elevaban los brazos y emitían un sonido con intención de asustarlo. La madre, que iba tras ellos, les pedía calma  y que no molestaran. Estaban disfrazados de momia, y asumían el papel con entusiasmo. El trabajo de envolverlos con tantos metros de tela seguro que había necesitado tiempo y paciencia de los padres. Parecían auténticas momias, y Manuel hizo un ademán de susto. Al punto, pensó lo diferente era ese susto del que provocaba el personaje siniestro, que había invadido la pacífica convivencia de los vecinos.

En esos pensamientos estaba cuando vio a Potter asomar la cabecita por la rendija del seto; había aprendido el camino. Sonrió cuando lo vio de nuevo pararse en el naranjo. Siguió hasta pararse otra vez, ahora debajo del jazmín, junto a los setos de separación con la casa del vecino. Manuel se incorporó para ir a cogerlo, pero no le dio tiempo a llegar cuando lo vio colarse por un huequecillo de los setos. Se le heló la sangre cuando escuchó la aterradora voz pronunciar: “A por él”.

Un segundo después respiró aliviado cuando vio asomar el rabillo. De forma inmediata las patas traseras y, en un respingo hacia atrás, todo su cuerpo estuvo a la vista. Tenía un arañazo en la cara; lo cogió y lo sujetó entre sus brazos. Temblaba a la vez que emitía un sonido de queja y de miedo. Manuel lo abrazó con ternura. Sentía una enorme alegría; el conejillo se había librado del perro fiero y su  malvado dueño.

En ese momento escuchó la voz los niños que llamaban a Potter. Abrió la cancela, y se encaminó a la casa de los niños para entregarles el conejillo de indias.

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