Ocultó primero el paquete en el carrito de la compra. Cuando su padre fregó un poco y se metió en el despacho, lo abrió con un poco de tensión. Ya en sus manos lo miró con detenimiento”

OPINIÓN. El jardín de tinta
Talleres de escritura de Augusto López


31/01/24. 
Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, continúa con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘El jardín de tinta’, un espacio de creación literaria de las alumnas y alumnos de sus talleres (augustolopez.es), impartidos en colaboración con la librería Proteo. Hoy nos trae el relato ‘El busto’, de Marina Poyatos, alias Aureliana Ruiz...

El busto

Silvia no cesaba de mirar la página de Todocolección aunque era la hora de almorzar.

Curioseaba adornos que podrían encajar muy bien en su casa.

En realidad, lo hacía por su actitud compulsiva. Siempre la había tenido, pero había empeorado cuando llegó el año del covid-19. Por un lado, una bendición por las reliquias de fuera de ciudad, fueran de segunda mano o no; por el otro un mal descubrimiento, por no decir una denominación que empeorara su situación. Esto último admitía, pero le costaba superar. Aún no tenía trabajo y se las tenía que arreglar para compensar sus gastos y mantener el dinero de casa.

Un objeto hizo callar un poco su conciencia: un busto femenino hecho de bronce negro que emergía de una caracola. Era una mujer que parecía salir del agua, con el pelo largo echado atrás y los ojos semicerrados. En las siguientes fotos se destacaba una base de cuarzo rosa y las gemas moradas que unían la figura con la concha. “Piedra natural”, afirmaba el anuncio. “31x25x25 cms” tenía como medida. Tampoco era tan grande.

Solo tenía una pega, destacada por sus mayúsculas y negritas, en paréntesis y junto al nombre de artículo: no debía estar en contacto con el agua ni la humedad. Bueno, no era difícil. No era un juguete que se llevaba a la bañera de pequeña. Además, consideró tratar la escultura con la misma pulcritud que si fuera uno de los adornos romanos de su difunta madre, expuestos sobre los armarios de madera del salón.

Miró el precio. Cuarenta y cinco euros. Tampoco era tanto. No obstante, no encajaba tanto con la figura. Debía de tener mucho tiempo. Aunque pasaba lo mismo con otras curiosidades de FA533, la tienda oscense de antiguallas que exhibía la escultura: una talla en piedra de seis monos amontonados por cincuenta y cinco euros; una cobra con balancín de danzarinas por treinta; una figura pequeña de Ganesha por quince; móviles viejos con antena por veinticinco... Había excepciones que valían o pasaban de los cien, como la miniatura de un torso. Quizá de algunos de los lotes no se quería desprender enseguida el vendedor. Quizá le gustara tenerlos por unos días para contemplarlos y despedirse.

Cuando vació su plato de pasta, Silvia se encerró en su habitación y caviló. Podría ser esa su última compra de ocio hasta dentro de dos meses y medio, cuando entraran las rebajas de invierno. Se haría una lista de sus últimos hallazgos de venta online para luego.

Aceptó la reliquia, pero no hubo confirmación del vendedor hasta la mañana siguiente. No era fin de semana, y había aceptado la compra en una hora adecuada en caso de que el dueño tuviera horas libres si estaba currando en otra cosa. Copiando el IBAN en la web bancaria, poniendo el importe más el envío, aceptando condiciones y poniendo el número de verificación en el SMS, selló su destino sin ser de ello consciente.


Le llegó el obsequio el viernes de la siguiente semana. Fue a la hora de almorzar y tuvo la suerte, o eso consideró, de que el ruido del portero estuviera mezclado con el volumen de la televisión. Ocultó primero el paquete en el carrito de la compra. Cuando su padre fregó un poco y se metió en el despacho, lo abrió con un poco de tensión. Ya en sus manos lo miró con detenimiento. Era más precioso a lo vivo. Al mirar la cara de la figura imaginó que levantaba un poco más los párpados y que su breve sonrisa se ampliaba. Le pasó el pulgar por los labios al notar el polvo. Acto seguido, los besó. Aunque era hetero y tenía pareja, malvados personajes femeninos de la ficción la habían hecho sentirse bisexual. Lesbiana quizá. Y esto se había ido acentuando cuando empezó a ser la mejor amiga de Nadia, una jovencita vivaracha que conoció en la asociación local para gente con Asperger. Claro, mejor no hacérselo saber, menos sabiendo las preferencias de Nadia y sus dos fallidas conquistas. Un supuesto beso ajeno imaginado la sacó del embrujo que se había aplicado; limpió la saliva y dejó el objeto en la cómoda de su habitación. Ya le buscaría un lugar más idóneo. Cuando iba a salir, le pareció oír un susurro que pronunciaba su nombre. Se paró un momento. Nada ni nadie la llamó. Debía de tratarse de una ilusión causada con el contacto de sus pies con objetos repartidos por el suelo.

Al poco rato olvidó la advertencia del vendedor, por lo que pensó que al día siguiente lo podría colocar en la repisa de lo alto del espejo de pared del baño pequeño. Lo dejó en el lavabo antes de asearse. Y como necesitaba el agua caliente, el vapor se dejó notar en todas las superficies. Mientras empezaba a secarse, unas gotas saltaron de su cuerpo a la escultura y la tocó con las manos húmedas cuando sintió que necesitaba expresar sus preocupaciones. Su anciano padre preocupado por una herencia, sin creer en las cartas de hacienda que pedían los documentos necesarios a la vez que avisaban de la deuda por retraso; un hermano medicado por nervios; el otro, el mayor, viviendo y trabajando en México. Podría volver a escribir a su novio o a cualquiera de sus amigos, pero les estaría repitiendo los mismos problemas. Deseó que la mujer con quien hablaba no estuviera inerte. Al terminar, creyó notar que el busto parecía más natural. Seguía siendo del mismo tamaño, pero la textura de su cuello y hombros parecía ablandarse. Parecía la piel de otra persona. Lo que era el pelo pareció adquirir empapados mechones. El sobresalto casi le hizo soltar la figura. La tanteó y observó hasta el menor detalle. Era puro bronce humedecido. Entonces recordó todo el anuncio.

«Evitar el contacto con el agua y la humedad»

La frase que más debía tener en cuenta.

Lo secó con papel higiénico. Desnuda, lo sacó del servicio y lo llevó otra vez a su cuarto en bolas, con la vergüenza de que el más joven de sus hermanos la pillara. Cuando se excusó de que había ido a atender a una llamada de móvil, se encerró donde antes para quitarse el agua y vestirse.

Esa noche, recibió la primera visita de la mujer que era el elemento central de su última compra. Era alta. Su piel más pálida que rosada. Los ojos nácar, del tono de las perlas. El pelo liso y rubio; brillaba como el sol sobre el agua en movimiento. Se le acercó mientras dormía, pero sus pasos despertaron a Silvia. Extraño, pues la desconocida estaba desnuda y, por tanto, también sus pies. Se fueron al que antes era el dormitorio conyugal y entablaron una breve conversación. La desconocida dijo que se llamaba Cwrel[1] y que simpatizaba con Silvia. Comentó que ella también había tenido un padre que complicaba las cosas y que siempre acumulaba, esperando llenar el vacío. Al día siguiente, la joven percibió que el cabello de la escultura tenía líneas irregulares del mismo color que el que tenía su imagen viva. Debía de ser efecto del agua. Tal vez un poco de sugestión.

En la consiguiente noche, Silvia adquirió confianza para hablar de sus pensamientos internos con Cwrel. Uno de ellos era que en ocasiones sentía el impulso de apuñalar a su padre cuando le hablaba de lo que no quería escuchar o, incluso, se interponía entre su hija y su zona de trabajo en la cocina. Quería convencerse de que estaba en un sueño inofensivo, aunque fuera protagonista una mujer de cuerpo descubierto. Su nueva amiga reaccionó con naturalidad, como si ya esperaba lo que iba a oír.

—Yo tuve mis propias iras con quien me engendró —comentó la desnuda—. Teniendo amigos llegaba a acaparar mis propios tesoros para llenar mi vacío. Verás, al igual que tú, mi madre murió siendo yo muy chica. Eso afectó a su esposo, pero no fue justificación para lo que luego vino. Él ya estaba mal de antes. ¿Cómo serían sus padres, mis abuelos? Ni idea. Y poco me importó. Era mi padre quien estaba presente para hacer daño.
»Yo tenía tres hermanas. Usó la lástima para acercarse a ellas. Cuando pareció encontrarse mejor, las piropeó. Yo era la mayor y observaba mejor. Quise advertir a las otras chicas, pero pronto olvidaban la firmeza de mis palabras. Con ellas, pasó lo peor. No eran suficiente para mi padre la belleza y los encantos de cada una. Me resistí cuanto pude. Pero sembró en mí... y tuve que hacerlo dormir para siempre.
»Después me planteé deshacerme de su semilla. No quería que él siguiera viviendo bajo otras formas. Al principio me resistí. Di a luz y actué como una verdadera madre. Pero conforme crecía mi niño empezó a comportarse como si lo estuviera mimando. Poco a poco empezó a parecerse a su abuelo y padre. Una vez dijo algo propio de él, lo tuve que poner fuera de su miseria. A veces me pregunto si estaba poseído o si estaba yo loca. Lo cierto es que nada volvió a ser igual. Ningún hombre me miraba bien. Cuando me veían iban a esconderse. Solo algunas muchachas me mostraron comprensión y cariño. Sumisión, debo añadir. En su miedo me trataban como alguien superior. Y lo era. Aun así, las traté como a mis iguales. Mejor que a los de sexo opuesto; a menudo son unos traidores.


Las palabras de Cwrel estremecieron a la joven, aunque lo que más impactó fue el continuo cambio de su actitud. Cuando mencionó a sus hermanas, casi se echó a llorar. Lo mismo pasaba cuando habló de su hijo. Cuando dijo que actuó como una madre. Al terminar su historia, se centró en Silvia como si nunca hubiera tenido traumas.

—En fin, ahora eso pertenece al pasado.

En la tercera noche, la visitante pareció haber olvidado la historia de la vez anterior. Pidió que compartieran lectura. Mientras Silvia extrajo poesía de tres libros, Cwrel narró de memoria mitos y leyendas del mar, incluyendo relatos desconocidos para el mundo en los que se difuminaba la línea entre lo real y lo mágico. Inspiraban miedo y fascinación como lo hacía Lovecraft con su Cthulhu y demás criaturas inhumanas.

En la cuarta noche salieron del piso. Silvia dudó por un momento. Hacía frío, su ropa no era la adecuada y su nueva amiga iba como los animales de la naturaleza.

—Es un sueño tuyo, ¿recuerdas? —le dijo—. Empezó con una escultura con mi imagen. Traspasarás la puerta sin llave. Conmigo tendrás calor.

Y sucedió. Cwrel se fundió en la pared como un fantasma. Al sacar una mano para invitar a Silvia a unirse a ella. La caminata que hicieron era en la vida real un recorrido largo, pero para ambas pareció pasar media hora o menos. Corría la brisa, pero no se notaba fresca, aunque diera en la cara. Sus manos juntadas daban una sensación reconfortante que se extendió por el cuerpo de Silvia. Hablaron. En realidad, fue la ingenua de las dos mujeres quien se abrió. Le confió los defectos de su novio por muy cariñoso y servicial que fuera. Habló incluso de que sacaba efectivo ajeno para compensar lo que gastaba de ella misma y de un par de casos de estafa.

Llegaron a una playa y la mujer desnuda se metió primero en el agua. Hizo unos artísticos movimientos de natación. Tras un poco de vacilación, Silvia se metió también sin ropa. Por donde se había sumergido su nueva amiga el agua estaba templada. Se relajó hasta tal punto que se dejó hundir. Cwrel la sacó y la abrazó. A pesar de estar oscuro, su rostro estaba alumbrado. Tenía más atractivo que antes, incluso con el pelo mojado. Y Silvia no pudo resistir la tentación de escuchar su voz única, probar sus labios, su piel y sus dedos y lengua en su vulva.

Conforme transcurrían estas noches, el busto fue haciendo notar sus cambios. Según la zona, se veían manchas. Silvia no quiso darle importancia. Buscaría quien repararle los efectos del agua y la humedad o lo arreglaría por su cuenta con pintura. Pero llegó el día posterior a su excitante sueño y la figura ya estaba completamente cambiada. Ningún rastro del negro. Era la mujer en carne viva, aunque inmóvil. Eso le produjo un shock y un nerviosismo que la acompañaría durante todo el día. Cuando su padre se interpuso entre ella y la sartén en fuego para tirar unas cáscaras de huevo en la bolsa de basura, la chica se sintió invadida. Le molestaba su lento andar, su espalda encorvada, su indiferencia ante un peligro u otro. Y eso era lo de menos. Pasaba lo de las desconfianzas a los avisos de Hacienda, perseguía a la muchacha para soltarle argumentos que a ningún lado llevaban, mezclaba cartones y plásticos con otros restos cuando la chica pensaba en reciclar.


Tuvo un último «sueño» con Cwrel. La vio de pie, junto a la cabeza dormida del anciano, quien dormía en el sofá desde que murió su esposa. Intentó no hacerle caso y prestó atención a que las mantas del hombre estaban retiradas. Cuando se las colocó, él se despertó. Tuvo ganas de ir al baño y le costó ponerse de pie. Balbuceó tonterías que acababa de soñar; soltó una de sus típicas quejas de autocompasión y las enfocaba a su hija. Esta trató de ignorarlo y no lo ayudó a ir al servicio.

—¿Vas a dejar que siga invadiendo tu vida?

La pregunta de la hermosura fue vital.

Al volver el padre, seguía con los mismos desvaríos. Silvia, al ayudarlo a acostarse de nuevo, le puso dos dedos en la boca para que asumiera el silencio. Tenía el pulgar tocando el lateral de la nariz y se le ocurrió algo que nunca pensó en serio. Cerró la puerta que conectaba el pasillo con el salón para evitar que su hermano despertara. Apretó la nariz de su padre y le tapó la boca con una sola mano. El hombre se resistió. Agitó los brazos. Sus piernas no mucho, pues ya eran débiles. Al poco, por falta de aire o por un ataque, dejó de moverse.

Cwrel admiró el acto como un espectáculo y prometió que grandes cambios se producirían. Silvia, tratando de convencerse de que no era real, se acostó.

Pero un macabro hallazgo le aguardaba al despertar: su padre sin vida, con los reconocibles signos de lucha y la incomprensión de sus ojos.

Oyó en el fondo a su hermano grabar un vídeo informativo de los que colgaba en YouTube. Aún no se había cogido nada para desayunar. Aún no había visto el cuerpo. Silvia no sabía qué hacer. ¿Había muerto el hombre por sí solo? ¿Realmente lo había matado? Volvió a su habitación y descubrió que la figura femenina había desaparecido. Quedaba la base con la concha y las gemas. El suelo estaba mojado con señales de huellas delgadas. Con la capacidad de razonar perdida, Silvia la arrojó por la ventana de la terraza, con la mala suerte de que aterrizó sobre un viandante. Espantada, evitó asomarse. Sin embargo, sabía que allí no estaba a salvo. Más gente había visto la trayectoria del objeto. Salió de la casa, evitando llamar la atención entre el alboroto que había provocado. Sin rumbo fijo, deambuló por calles muy arrinconadas de su ciudad y por el centro hasta llegar al muelle.

Se miró en el agua. Pensó en lo que debía de estar ocurriendo en su casa. Conectarían de algún modo la muerte de su padre con el objeto lanzado desde su balcón. Tenía pareja y amigos, incluso un buen grupo; pero ellos no tenían poder contra las normas de la sociedad. Había matado a una persona, a dos quizá. Lo había perdido todo. Se tiró al mar y únicamente nadó hacia atrás para evitar que la alcanzasen los testigos. Algo la agarró por el tobillo y la sumergió. Olvidándose de su intento de suicidio, Silvia intentó contrarrestar aquella fuerza hasta que vio el rostro de Cwrel. Al querer hablarle, descubrió que no se ahogaba. El agua era como el aire.

—Mi beso te hecho una igual.

La joven se fijó en que la persona que había torcido su vida había adquirido una plateada cola de sirena. Y aunque se mantenía hermosa, sus colmillos habían crecido. Esto le hizo ver definitivamente que había caído en una trampa. Intentó volver a la superficie, pero Cwrel la detuvo.

—Tu padre estaba acabado. Igual que el mío. Igual que Faber, el hechicero que me aprisionó en mil quinientos treinta y tres[2] en una forma indecente. Igual que su descendiente, el loco enamorado que me mantuvo junto con sus objetos extraordinarios, inconsciente del poder que tenían por falta de parientes sabios. Decidió librarse de mí cuando supo que yo había descubierto el modo de actuar más allá de la rigidez. Dejó de sucumbir a mi canto, a mi belleza. Pero me aseguré de que su acto no quedara impune. Infecté su cuerpo con algas tóxicas.

—¡Monstruo! —chilló Silvia.

—¿Por qué? ¿Por castigar la debilidad de un hombre? Vamos, querida. Te he apartado de ese mundo seco y corrupto. Te condicionaba. Ahora debes dar con tu lugar en el mar. Yo te guiaré y haremos grandes planes.

Arrastró a la joven hacia lo más hondo. Silvia intentó librarse, haciendo que la criatura protestase:

—¿De qué te sirve resistirte? ¡Nadie podrá defenderte! Nadie más que yo te queda. Ahora estaremos juntas. Juntas para siempre.

Al decir esto, las facciones de Cwrel se sumergieron en la faceta más linda. Presa otra vez de sus encantos, Silvia volvió a besar a la sirena y sintió que sus piernas se fusionaban. Dolía, pero pronto cesaría la agonía física. La peor sería el recuerdo de lo conocido, lo dejado atrás. Un recuerdo que con el tiempo carecería de sentido por obra de su amante.

Puede leer aquí anteriores entregas de El jardín de tinta

[1] “Coral” en galés.

[2] Revelación del “FA5332, mencionado en la primera página como el vendedor que tiene el busto de Cwrel. “FA” son las primeras letras del apellido Faber; el 533 las tres últimas cifras del año que se menciona.