“Ponerse en la piel del que se queda esperando noticias pegado a un teléfono es casi imposible pero tampoco es que resulte mucho más fácil hacerlo en la del que desaparece…”

OPINIÓN. Por 
Ana Lucas
Escribir desde el corazón

22/11/23. Opinión. Ana Lucas continúa con su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con un artículo sobre niños desaparecidos: “En España en los últimos años desaparecen al año unas 22.000 personas, es decir, más de 60 diarias, de las cuales el 66% son menores de edad. Las autoridades, fuerzas del estado y organismos pertinentes se “jactan” de que en general las desapariciones se...

...solucionan en menos de siete días y que el 94% quedan solucionadas en menos de un año”.

Sin rastro

Hace unas semanas la desaparición del jugador de la cantera del Córdoba de fútbol Álvaro Prieto en Sevilla causó un gran revuelo en los medios de comunicación hasta que tres días después apareció muerto entre los vagones de un tren en la estación de Santa Justa de la capital sevillana. En esos tres días circularon de boca en boca, de rotatoria en rotatoria, de programa en programa, todo tipo de hipótesis sobre el posible motivo de esta ausencia. Como casi siempre ocurre en estos casos, más o menos mediáticos, se especula con una infinidad de circunstancias y hechos, se analizan motivos, acciones y posibilidades varias para, por así decirlo, justificar o explicar lo inexplicable: que alguien que diez minutos antes hablaba con su madre por teléfono de volver a casa no regrese. Sin embargo en esta oportunidad el fatal y luctuoso desenlace tardó poco en dar la cara.


Pero a mí, como simple ciudadana y persona anónima lo que se me ocurre siempre preguntarme en este tipo de temas es qué sería peor para los familiares, que el desaparecido aparezca muerto y puedas darle descanso y descansar tú también (aunque sea con la pena de esa falta de por vida) o que pasen los días, las semanas y los años sin volver a tener noticias de ellos, sin saber si están vivos o muertos. Porque de esos otros muchos casos, aunque se nos olviden porque lamentablemente dejan pronto de ser actualidad, quedan un sinfín de ejemplos que sorprenden porque parecen más capítulos sacados de una serie policíaca tipo CSI que de la realidad diaria cercana con la que nos toca vivir a veces casi codo con codo.

Cristina García desapareció en Gandía hace ahora diez años, “simplemente” no se presentó a recoger a sus hijas de 7 y 9 años a la puerta del colegio donde iba cada día… Después de cerrar el caso y catalogarlo casi con total probabilidad de huida voluntaria, años después a raíz de unos trámites administrativos para dar a Cristina por muerta y poder cobrar una herencia, aparecen cuentas bancarias con movimientos a su nombre así como el cobro mensual de una subvención… La lentitud de las administraciones y la ley de protección de datos complican llegar hasta la persona que realmente está realizando esos movimientos e ingresos; de momento aún no se sabe si es la propia Cristina o alguien que haya podido usurpar su identidad (la desaparecida sólo se llevó su DNI pero bien es cierto que en diez años habrá tenido que renovarlo)… La pescadilla que se muerde la cola.

Lourdes García (casualidad, mis dos ejemplos comparten apellido) desapareció en 2009 en Roquetas de Mar después de su turno en la gasolinera donde trabajaba. Su coche apareció dos días después arañado, con las llaves puestas y la puerta abierta en una calle que había sido batida por los vecinos y la policía en esas 48 horas… Lo que en un principio también pudo parecer una desaparición casi voluntaria (parece que la chica pasaba por horas bajas a nivel emocional) se vuelve una desaparición probablemente forzosa y con indicios criminales… La investigación pasa por varias etapas a lo largo de estos años, incluso apareció un cuerpo no lejos de allí que se creyó poder relacionar con la víctima, pero a fecha de hoy el caso sigue sin resolver.

Pero hay casos aún más antiguos como el de Juan Pedro Martínez, un niño que en 1986 iba de viaje con sus padres al País Vasco desde Murcia. En la Comunidad de Madrid tuvieron un accidente en el que fallecieron los progenitores pero cuando llegaron los servicios de emergencias el niño había desaparecido… y nunca más se supo de él.


En 1988 los hermanos Orrit, Isidro y Dolores, 6 y 17 años, pasaron la noche juntos en un hospital de Manresa, la mayor para cuidar del pequeño recién operado de anginas, y cuando los padres llegaron por la mañana ambos habían desaparecido sin que a fecha de hoy se haya vuelto a saber nada de ninguno.

Y casos aún más nombrados y mediáticos si cabe: David Guerrero, por todos conocido como el niño pintor (Málaga 1987), Gloria Martínez (Alicante 1992), Cristina Bergua (Cornellá 1997), Sara Morales (Gran Canaria 2006), Yeremi Vargas (Gran Canaria 2007), Marta del Castillo (Sevilla 2009), un gran número de personas que no deberían haber sido más que nombres anónimos y no famosos en una lista de lo más macabra y desesperante.

Mención aparte son las desapariciones por secuestro parental que alguno de los progenitores realiza para alejar a los hijos de la otra parte de la pareja, casi siempre en casos de separaciones complicadas. La ley considera sustracción el traslado de un menor de su lugar de residencia sin consentimiento del progenitor con quien conviva habitualmente o de las personas o instituciones a las cuales estuviese confiada su guarda o custodia, así como otros supuestos como incumplir gravemente el deber establecido por resolución judicial o administrativa. Los casos de Juana Rivas o María Sevilla fueron de los más sonados en los últimos años aunque bien es cierto que son sólo la punta del iceberg de los que no se ven porque las estadísticas apuntan a que hay un secuestro diario de ese tipo en España y que en 2022 batieron todos los récords desde que hay registros.

Y en este mismo apartado podríamos catalogar un arquetipo aún más fuera de todo raciocinio y sin lugar a dudas catapultado a la parte alta de la pirámide: las desapariciones hoy en día denominadas como violencia vicaria, que es una forma de violencia de género por la cual los hijos de las mujeres víctimas de violencia de género son instrumentalizados como objeto para maltratar y ocasionar dolor a sus madres. Lo peor de estos casos es que, al contrario que en el párrafo anterior donde casi siempre los niños aparecen sanos y salvos más pronto que tarde, aunque hayan sido alejados un tiempo del resto de sus familiares, los desaparecidos por violencias vicaria terminan casi siempre ejecutados a manos de sus propios padres -no se catalogan como simples filicidios porque se entiende que el asesinato se cometió para causar daño al progenitor a través del hijo-.

Y aunque nos alejemos un poco del tema de las propias desapariciones, no puedo menos que compartir unos datos muy sorprendentes con los que me he topado al documentarme para este artículo. Las estadísticas oficiales de estos homicidios empiezan hace ahora 10 años, en 2013 y hasta la fecha se contabilizan más de 40 niños asesinados por sus padres (varones) biológicos, parejas o ex-parejas de las madres (4 al año)… Pero por puro instinto del trabajo bien hecho y de querer ver la otra cara de la moneda quise saber cuáles son las “otras” cifras, las de la cruz (si lo que vemos y nos venden es la cara), y ojo que el descubrimiento ha sido mayúsculo… Los datos de los cinco primeros años de dicha estadística, del 2013 al 2018 (porque después de esa fecha parece que hay incongruencias en las cifras según dónde se consulten) arrojan un total de 24 niños muertos a mano de sus padres y 28 a mano de sus madres (22 madres y 3 madrastras)… ¡He ahí la sorpresa! Por lo tanto, lo que parece claro en este apartado es que, como en otros muchos temas, la realidad no siempre es la que nos intentan vender desde los medios de comunicación y los conductos oficiales.

Pero de vuelta al redil y al tema de las desapariciones unipersonales como tal, vistos los ejemplos más mediáticos seleccionados al principio de este “análisis”, me dio por hacer una búsqueda algo más exhaustiva de números y estadísticas menos “populares” y conocidos y los resultados me dejaron la mente aturdida y el cuerpo descompuesto. Recopilados esos datos aquí en frío, en un párrafo en medio de una colaboración quincenal en una revista, esas cifras resultan aún más inverosímiles y apabullantes: en España en los últimos años desaparecen al año unas 22.000 personas, es decir, más de 60 diarias, de las cuales el 66% son menores de edad. Las autoridades, fuerzas del estado y organismos pertinentes se “jactan” de que en general las desapariciones se solucionan en menos de siete días y que el 94% quedan solucionadas en menos de un año. ¿De verdad se supone que esas cifras deben ser esperanzadoras y signo de buen trabajo y gestiones?

Hace apenas unos días en mi pueblo desapareció una menor de quince años cuando salía del instituto, después de haber hablado con su madre de camino a casa (para tranquilidad de los lectores aviso de que apareció unas horas después eso sí, noche de por medio, en un centro comercial y de ocio de la zona ¡¿?!). Porque a este punto es quizá donde yo quería de verdad llegar desde que empecé este artículo, al punto puramente personal del dolor, la rabia, la desesperación y la incredulidad del que pierde, aunque sea por unas horas, el rastro de un pariente o amigo. Siempre que ocurre algo así me pregunto qué se les pasa por la cabeza a esos padres, esos conocidos cercanos durante esa ausencia, sea de horas o de días. Saber si se ha marchado por voluntad propia o a la fuerza debe traer además otro tipo de dudas exponencialmente aterradoras: si se van porque han querido, ¿qué les ha llevado a marcharse sin más y dejar atrás todo lo que tienen y, sobre todo, cómo no han sido capaces de detectar que algo iba “mal” hasta ese punto? Si no ha sido así, y la desaparición ha sido forzosa, ¿quién los retiene, qué les estarán haciendo?

Ponerse en la piel del que se queda esperando noticias pegado a un teléfono es casi imposible pero tampoco es que resulte mucho más fácil hacerlo en la del que desaparece… La única diferencia quizá sea que el que se ha marchado, por voluntad propia u obligado, sí sabe dónde está y lo que está haciendo pero tampoco debe ser un trance mucho más fácil dependiendo de las circunstanciales reales de esa desaparición… Y si para colmo la ausencia se alarga semanas, meses, y como ya hemos podido comprobar muchas veces años, los estragos emocionales parecen ser tan devastadores, por lo que cuentan los que “se quedan”, que el simple hecho de ponernos en su piel nos puede causar escalofríos difícilmente valorables desde fuera, por muy empáticos y solidarios que podamos ser. La verdad es que en mi caso como madre siempre ha sido uno de los miedos más viscerales con los que me ha tocado lidiar y cada vez que se vuelve a dar un caso no puedo dejar de sentir ese pánico y un agujero negro tanto en la mente como en la boca del estómago.

Y otro de los interrogantes que siempre tiene uno al respecto, de esos que nunca quedan contestados porque no se te ocurre formularlos en voz alta es ¿qué haces cuando vuelven? ¿Cómo los tratas? ¿Qué les preguntas? ¿Hasta qué punto hay que darle importancia a lo que ha ocurrido o hay que cerrar capítulo sin remover mucho el tema? Porque para esto habrá como para todo tantas recetas como cocineros quieran dar su opinión pero lo que seguramente unirá a todos en criterio es que la brecha del antes y el después dejará huella y dudas en los involucrados y todos deberán buscar una fórmula adecuada para poder “empezar de nuevo”.

Y sin querer parecer poco original ni repetitiva me voy a permitir acabar con un final muy parecido al de mi entrada anterior que aunque no fuera un tema exactamente hermanado (éste tema también podría ser otro tipo de “guerra”) parece que esta coletilla pueda servirnos de mantra:

“A diario pido al universo que siga librando a los míos de este tipo de situaciones para que nuestras vidas sean un poco más nuestras… un poco más vida…”.