“Desde su ventana divisa el banco de la plaza del pueblo donde tarde tras tarde, igual en invierno que en verano, llueva truene o haga sol, se sienta una pareja de ancianos muy ancianos”

OPINIÓN. Por 
Ana Lucas
Escribir desde el corazón

24/01/24. Opinión. Ana Lucas continúa con su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com con un cuento: “Habitualmente llegan juntos pero nunca demasiado cerca el uno del otro; él a menudo lleva unos cuantos metros de ventaja en su recorrido y a veces se gira sobre sus pasos de forma brusca y en cierto modo autoritaria y desde lejos casi puede intuir por los movimientos de ambos que...

...le está recriminando su lentitud y demora”.

El paso del tiempo

Desde su ventana divisa el banco de la plaza del pueblo donde tarde tras tarde, igual en invierno que en verano, llueva truene o haga sol, se sienta una pareja de ancianos muy ancianos, de esos que parece que estaban ahí antes incluso que el propio banco, que la propia plaza. Ha perdido la cuenta de los años que llevan repitiendo la misma escena, el mismo ritual.


Él pequeño, achaparrado, orondo, con su sempiterno sombrero cubriéndole la cabeza, alternando gorras de cuadros escoceses en invierno y sombreros de paja veraniegos. Ella más espigada y pizpireta, con unos andares saltarines que le recuerdan a los de los gorriones que casi siempre les acompañan bajo el asiento, como una parte inseparable de la bucólica estampa. Habitualmente llegan juntos pero nunca demasiado cerca el uno del otro; él a menudo lleva unos cuantos metros de ventaja en su recorrido y a veces se gira sobre sus pasos de forma brusca y en cierto modo autoritaria y desde lejos casi puede intuir por los movimientos de ambos que le está recriminando su lentitud y demora. Sus lenguajes corporales no dejan lugar a dudas y lo mismo que en él adivina impaciencia y soberbia casi cree ver en los labios de ella una sonrisa tranquila y resignada: ¡¿a dónde vas corriendo mi amor, si el tiempo ya se nos escapó?!

Una vez sentados siguen manteniendo esa distancia física entre ambos, uno en cada extremo del banco, semi apoyados en los brazos de hierro forjado y girados cual ángulo de cuarenta y cinco grados uno hacia otro. Los gestos de él y su forma de mover los hombros y las manos irradian en la distancia incontinencia verbal. Ella, parsimoniosa y sosegada, asiente de vez en cuando con lánguidos movimientos de cabeza que más que apreciarse se intuyen.

A veces piensa que le gustaría tener un micrófono escondido en la zona, como en las películas, para ver de qué hablan dos personas de esa edad un día tras otro… quizá del tiempo, de los nietos, de los dolores, de los que faltan en el pueblo porque ya se fueron. ¿Hablarán del futuro, del mañana? ¿Qué se les pasa por la cabeza? ¿Qué expresan con palabras y qué dejan para sí mismos porque piensan que de nada vale seguir expresando en voz alta criterios que caerán en saco roto?


Desde su ventana recuerda la primera vez que los vio y que ya por aquel entonces le parecieron, más que mayores, viejos. ¿Cuánto tiempo hace de eso? ¿Veinte años, veinticinco quizá? ¿Qué edad tenían ellos entonces y cuántos años tenía él? Puede ser que en este mismo momento él sea incluso algo mayor que ellos cuando empezó a observarlos y no consigue entender cómo su criterio con respecto a las edades ha variado tanto desde ese día.

Vuelve al interior de su casa con una extraña e indescriptible sensación en el cuerpo y la mente. El humeante café de hace un rato se ha enfriado en la taza con la misma rapidez que sus pensamientos han cambiado de positivos a lúgubres. De repente el día ya no le parece tan agradable ni la vista tan acogedora; su ánimo se ha ensombrecido como si lo hubieran sobrevolado nubes negras de las que presagian una intensa e inevitable tormenta.

Tras ese día pasó varias jornadas sin asomarse al balcón y poco a poco todas las aguas volvieron a su cauce… el chaparrón pasó y él recuperó su habitual alegría de vivir y su acostumbrada energía. El tiempo transcurre para todos igual, pensó, pero yo aún soy joven y seguro que mi perspectiva del otro día fue sólo una mala pasada de mi efervescente mente que no para quieta ni dormido.

Preparó un oloroso café expreso en su cafetera de cápsulas último modelo y se apostó junto al ventanal a esperar la llegada de sus amigos… y los vio aparecer por el fondo de la plaza en una postura totalmente desconocida para él. Por primera vez lo vio a él caminando junto a ella, no por delante… por primera vez notó que se apoyaba en ella y que le hablaba con cariño y ternura… por primera vez pudo distinguir, a pesar de la distancia, que la altivez del marido de los últimos años se había convertido en abnegación y devoción… y cuando sus ojos y su cerebro registraron la escena comprendió que sería la primera y la última vez que los vería en esa nueva faceta.

El achaparrado viejecito llevaba la gorra en la mano derecha apoyada en su muslo y caminaba cabizbajo a paso de tortuga junto a un reluciente féretro de madera sobre el que llevaba apoyada con total desplome su mano izquierda… los otrora impacientes gestos se habían convertido en movimientos a cámara lenta y desde allí mismo oyó un aterrador alarido que se mezcló con el ruido de loza rota de su taza que acababa de hacerse añicos junto a sus pies: ¿¡Por qué ahora, María, por qué!?