“Los malos tratos no empiezan cuando te levantan la voz o la mano la primera vez sino cuando alguien, sea quien sea, te coarta la libertad o tu poder de decisión…”
OPINIÓN. Por Ana Lucas
Escribir desde el corazón
25/11/24. Opinión. Ana Lucas en su colaboración en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe un cuento en el especial por el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra las Mujeres: “La primera vez que tu padre me violó fue la misma noche de bodas… ya sé que son palabras mayores y que no debería usarlas “tan a la ligera” y delante de ti que todavía eres tan pequeña e inocente...
Lo que yo no supe hasta muchos años después es que aquello que tu padre me hizo y me obligó a hacerle se llamaba así; yo pensaba, como otras muchas de mi generación -y si me apuras incluso de hoy en día- que aquellas cosas tan feas y dolorosas de ver, hacer y hasta pronunciar, eran parte de mis deberes como esposa”.
Te pego porque te quiero
Por favor hija, abre los ojos, yo estoy aquí y él se ha ido… abre los ojos y mírame… no tengas miedo… te prometo que no volverá a ocurrir… te prometo que he aprendido la lección, que esta vez he pasado más miedo que nunca y tú no te mereces pagar las consecuencias de mi silencio y de mi cobardía de todos estos años…
Por favor, hija, abre los ojos y dime que vas a estar a mi lado...
Por favor hija, no llores, no quiero ver lágrimas en tus ojos… déjame curarte esa herida tan sucia que tienes junto a la ceja y limpiarte la sangre antes de que se seque y te afee los luceros más bonitos que Dios puso en cara alguna… Ven mi niña, ven que mientras yo te curo te voy contando para que vayas entendiendo, que ya vas teniendo edad…
El año que conocí a tu padre se habían arruinado las cosechas de nuestras tierras y de los campos de toda Andalucía y Extremadura… decían en las teles del bar dónde tu abuelo solía pasar parte de la mañana jugando a las cartas y al dominó -y que luego él nos repetía con pelos y señales y con tono fúnebre y agorero- que no se había conocido nada igual y que nos esperaba una gran hambruna en los siguientes meses e incluso años… Y a pesar de ello, o más bien justo por eso, el cura se empeñó en sacar a los santos a las calles para pedir lluvia y abundancia para todos y fue en esa celebración donde nos vimos él y yo por primera vez…
Fue un encuentro de novela, como los de las películas que me gusta tanto ver en el sofá los domingos por la tarde. Yo no tenía ni quince años y él pasaba los veinte; parecía un galán francés, alto, con garbo, el pelo engominado y esos andares de pisar como si el mundo fuera suyo. Nos vimos de lejos pero su mirada me atravesó como un rayo cargado de electricidad y humedad, aunque no hubo más porque por aquel entonces tú bien sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- que las costumbres eran otras y las mujeres decentes no hablaban con hombres a la primera de cambio… Porque no han pasado muchos años, hija mía, pero las cosas han cambiado mucho, como si de un milenio se tratara…
Al poco tiempo lo volví a ver en la puerta de la parroquia un domingo por la mañana con una maleta ajada y, como supe más tarde, prestada, esperando el autobús que el ayuntamiento había puesto a disposición de unos cuantos jóvenes que habían decidido marcharse a probar suerte al norte… La verdad es que ahora mismo no sabría decirte si fue al País Vasco o a Cataluña porque para mí en aquel entonces todo me sonaba a muy lejos y muy arriba, y luego tampoco es que hubiera muchas oportunidades de volver a hablar de ello porque como tú bien sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- tu padre nunca estaba en casa. Y en la puerta de la iglesia donde unos años más tarde nos casaríamos me volvió a mirar con esos ojos azules profundos como el océano Pacífico, que escuché una vez en el concurso ese de los que querían ser millonarios que era el más hondo de la tierra, que se me quedó a mí aquel dato a pesar de lo torpe que soy, porque pensé que la única semejanza con tu padre estaba en el color porque él de pacífico no tenía nada.
Bueno pues como te decía, que me ando por las ramas, al pasar por delante de mí para subir al autobús me dijo bajito “espérame, negra, que tú eres ya pá mí y pá nadie más”… Y allí mismo me creí morir, de susto por si lo había oído alguien más, y de ilusión por su atrevimiento y sus palabras. Imagina hija, yo tan poquita cosa, tan fea, tan de campo, con estas manos de hombre que Dios me ha dado, este pelo de espantapájaro, que una es pobre pero tonta no, y yo sé bien que en el pueblo había mujeres mucho más bonitas que yo; y me sentí halagada, grande e importante por primera y casi única vez en mi vida porque ya sabes, -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- que estar junto a tu padre era como ser invisible y la verdad es que lo mejor hubiera sido serlo.
Y ya no lo vi ni supe más de él, hija, hasta cinco años después. Sé que no te lo vas a creer porque hoy en día la vida van tan rápido y la gente quiere todo tan de un día para otro que parece que las cosas hayan perdido sus medidas, hoy en día ya ni el tiempo es lo que era… pero es que si lo hubiera tenido que esperar otro muchos más también lo habría hecho porque, como él tan bien había vaticinado, yo ya era suya. Cuando me dijo mi madre, ¿¡Cómo sabemos las madres lo que piensan y sienten los hijos sin haberles ni oído expresar palabra!?, que el hijo de Juan el chatarrero había vuelto al pueblo y que decían que venía con mucho dinero y con un gran coche, un SEAT 127 que los chismosos de la plaza decía que eran de los primeros del país con 4 puertas, casi le quemo la camisa a tu abuelo porque no acertaba a levantar la plancha del tembleque que me entró.
Yo me preguntaba cuándo me lo volvería a cruzar pero no me hizo falta pensarlo mucho porque esa misma noche a la hora de la cena llamaron a la puerta y mi padre salió a abrir, extrañado por las horas. Lo oímos hablar con alguien sin llegar a entender lo que decían ni reconocer quién era y al poco entró de vuelta en la sala de estar seguido por tu padre. Si guapo era cuando se marchó no te puedes ni imaginar al volver, tan hombre, tan seguro de sí mismo; esa fue la primera vez que oí su voz en alto, esa voz que sabía ser tan melosa y turbadora unas veces y tan tajante y rabiosa otras, y esas primeras palabras dirigidas a mí fueron las que ninguna mujer puede olvidar en su vida, aunque más de una vez yo haya querido borrarlas de mi mollera “Piedad, esta tarde he cogido cita con el cura, el domingo 8 de septiembre nos casamos a las once de la mañana”. Corría la primavera del año 74 y lo que tu padre ni sabía era que precisamente el día que él había señalado para nuestras nupcias era el de mi santo, una coincidencia que, sin llegar a entender por qué, me puso los vellos de punta. Después tu padre y tu abuelo salieron a la calle a hablar de “cosas de hombres” y mi madre me miró con una cara de pena que no supe interpretar hasta muchos años después.
El momento no era el mejor ni mucho menos. Decían que los trabajadores de toda Andalucía estaban en pie de guerra y que había reivindicaciones y paros por todas partes: astilleros en Huelva, Cádiz y San Fernando, pescadores en Sanlúcar, aeronáutica en Sevilla, sin ir más lejos los viticultores de nuestra zona estuvieron más de un mes de huelga porque no querían cortar las cepas… se oía en televisión que toda la región era un polvorín pero tu padre no tuvo nunca miedo ni dudas; él venía con un buen trabajo de representante, nunca supe bien de qué, y cuando le preguntaba me decía que eran cosas que las mujeres no entendemos, y había comprado una casa de campo a las afueras del pueblo que quería convertir en la mejor de “Despeñaperros p’abajo”, como repetía hasta la saciedad a quien lo quería escuchar.
Esos pocos meses pasaron volando, no me preguntes cómo… No recuerdo nada de la vorágine en la que me vi envuelta porque yo iba a remolque, él tomaba todas las decisiones, organizaba boda, banquete, casa. Hasta mi madre, con la voz llena de dudas y orgullo a la vez, me dijo un día: si te descuidas te compra hasta el vestido. Yo poco o nada sabía de lo que él hacía por el pueblo ni en sus viajes a la capital ni, sorda y ciega como es una en algunos momentos, oí nada sobre la fama que le precedía hasta muchos años más tarde en que una vecina “bienintencionada”, cuando mi vida era ya un completo infierno me dijo: pero niña, cómo pudiste estar tan ciega si el pueblo entero y parte de la comarca sabían que tu marido era el hijo de puta más grande que haya nunca parido madre. Menos mal que la suya murió al dar a luz, yo creo que Dios fue misericordioso y no quiso hacerle pasar la vergüenza de ver el bicho que había llevado en sus entrañas. Pero aunque eso fue mucho más tarde hija mía, cuando las cosas ya no tenían arreglo, no sería sincera si no te dijera que aunque me lo hubieran dicho en aquellos momentos no hubiera hecho caso… ¡Así de ciego y de destructor es el amor a veces! Pero a ti eso no te pasará vida mía porque yo estaré siempre a tu lado para llevarte de la mano hasta dónde estés segura y bien cuidada.
El 8 de septiembre amaneció amenazando tormenta a pesar de que los días anteriores fueron casi un prólogo del habitual veranillo de San Miguel de esa parte del año. Ese día me levanté, supongo que como todas las novias, nerviosa y con muchas ganas de compartir por fin tiempo con mi marido… Los preparativos matutinos fueron raros, pero de eso tampoco me di cuenta hasta años después cuando se me cayó la venda de los ojos y pude asistir a otras bodas en las que las novias se arreglaban con toda la ilusión y nerviosismo pero, sobre todo, rodeadas de sus familiares y amigas. Mis compañeras de la bodega y mis primas quisieron venir a ayudarme pero mi marido insistió en que no quería que yo fuera a la iglesia nerviosa y que tenía que relajarme y descansar y estar a solas conmigo mismo: ¡¿qué palabras más premonitorias, quién hubiera sabido leer entre líneas en ese momento!? Tu abuela me miraba seria, como si en lugar de a una boda fuéramos a asistir a un funeral, y cuando salí andando de su casa del brazo de tu abuelo -ya sabes que hasta la iglesia apenas hay unos pocos metros- las caras de las vecinas no me parecieron tampoco alegres ni festivas; observaba miradas huidizas e intuía cuchicheos malintencionados entre ellas. Y yo, tonta de mí, me creí que tenían envidia porque me llevaba al mozo más guapo de la zona, el que mejor coche tenía, con su trabajo en la capital y sus aires de convertirse en alguien aún más importante. Bueno, la verdad hija mía, ahora que no nos escucha nadie, también pensé que se estaban mofando un poco de mí porque se me debía notar lo incómoda que me sentía enfundada en aquel vestido blanco tan pomposo, tan poco acorde con mi cuerpo, mi estatura y mi personalidad. Yo hubiera querido uno menos llamativo y más ajustado pero en eso tu abuela también casi acertó y aunque por supuesto tu padre no vio el vestido hasta que llegué a la puerta de la iglesia, sí que fue él quién le dio instrucciones a la modista que contrató para su confección de cómo quería que fuera. Porque no te creas tú que nosotros fuimos a Cádiz o a Jerez a por él, no qué va, él quiso que fuera especial y personal y me lo mandó hacer a medida. Y la elección de velo, que yo hubiera querido cortito y bien fino para evitar enrollarse en estos pelos de estropajo que siempre he tenido, fue de los más historiados y largos que se habían visto en muchos kilómetros a la redonda y una verdadera tortura para mí todo el día… se me clavaban las horquillas, el viento lo levantaba y no me dejaba moverme, un martirio… ¡¿Sería otra señal de la vida que yo tendría que haber sabido interpretar!?
Y hasta aquí la parte bonita de este cuento, mi querida hija, y mira tú lo que tenía de bonita, pero es que, a partir de ahí, todo se vuelve negro y muy muy feo… lo único bueno en estos años has sido tú, vida mía, mi ángel caído del cielo cuando ya nadie lo esperaba…
En lo alto de los cuatro escalones de la iglesia me esperaba tu padre y ahí arriba aún me pareció más alto y más galán… desde lejos le vi su mejor sonrisa, sus dientes de actor de cine, hasta su traje parecía hecho del pelaje de los caballos de pura raza que tanto gustaba montar en sus ratos libres de lo mucho que refulgía… Pero al acercarme se le borró de golpe de su rostro y la escena que yo en mis mejores sueños imaginé que sería de embeleso y arrebato mutuo se convirtió en una especie de pesadilla a cámara lenta… Las pupilas se le hicieron chiquititas, los labios habitualmente carnosos y apetecibles se volvieron una fina línea recta con grandes arrugas en las comisuras, los pómulos encogidos en lo que parecía un rechinar de dientes y las manos convertidas en puños cerrados a cada lado del traje. La madrina, agarrada a su brazo, debió darse cuenta de algo porque le soltó como si le hubiera dado calambre y me miró con cara de pesar.
Marina, que así se llamaba, era otra de las grandes incógnitas de la vida de tu padre y otro de los muchos dimes y diretes que tenían bien ocupadas a las cotillas del pueblo. Como tú bien sabes en aquellos años -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- la tradición marcaba que la madrina fuera la madre del novio o en su defecto una hermana o tía, pero como él era huérfano y sin hermanos y hacía años que no se hablaba con nadie de su familia todos se preguntaban quién cumpliría con ese papel. Pocos días antes del enlace, al volver de su último viaje a Madrid, trajo a una chica rubia, blanquita de piel, muy fina, elegante y sofisticada, como las que veíamos en las revistas y en la tele -incluso vestía unos pantalones como los que usaban los hombres- y nos dijo que era una prima segunda de un tío de su madre que emigró años antes a Galicia y que estaba viviendo en la capital para cursar estudios de secretariado… y yo, como paleta de pueblo ciega y enamorada no sólo no le puse ni una pega a la recién llegada sino que pensé de todo corazón que aquella chica, antítesis de mí, me caía muy bien y podría convertirse con el paso del tiempo en una buena amiga…
La primera vez que tu padre me violó fue la misma noche de bodas… ya sé que son palabras mayores y que no debería usarlas “tan a la ligera” y delante de ti que todavía eres tan pequeña e inocente. Lo que yo no supe hasta muchos años después es que aquello que tu padre me hizo y me obligó a hacerle se llamaba así; yo pensaba, como otras muchas de mi generación -y si me apuras incluso de hoy en día- que aquellas cosas tan feas y dolorosas de ver, hacer y hasta pronunciar, eran parte de mis deberes como esposa.
Tu padre reservó a lo grande, como todo lo que urdía, la suite nupcial del casi recién inaugurado Hotel Jerez, el más moderno de la zona en aquellos tiempos, para que pasáramos allí dos días de recién casados y después tenía pensado llevarme a visitar Sevilla a la que, a pesar de la cercanía geográfica, yo no había ido nunca. Cuando estaba preparando nuestro enlace me contó que subiríamos a la torre del oro, la Giralda, que comeríamos en Casa Palacios o en el Bar Europe que decía era de lo más “chic”, y aunque nunca había oído esa palabra con antelación por el tono que le daba pensé que debía ser como la uva Palomino Fino que en nuestra zona, cómo tú bien sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- es la mejor de lo mejor.
Nada más llegar del banquete de dónde venía más que ebrio, borracho como una cuba, entré al cuarto de baño para quitarme los zapatos de tacón que me habían estado martirizando todo el día, acostumbrada a ir siempre en alpargatas, y la infinidad de horquillas que me habían quedado en el pelo -aunque el velo hacía mucho que había volado-, pensando cómo salir a la habitación con el camisón tan fino y transparente que mi propio marido había dado a mi madre para que metiera en mi maleta… Pero no hizo falta que pensara mucho porque cuando aún estaba medio desnuda empujó la puerta de golpe y allí mismo, sin miramientos, me empujó contra el lavabo y obligándome a doblarme hacia delante agarrándome del pelo me penetró de la forma más feroz, inhumana y animal que yo jamás hubiera podido imaginar. Menos mal que, a pesar de su borrachera, terminó pronto con su cometido pero mientras él se desahogaba violentamente y yo aguantaba las ganas de gritar para no llamar la atención del resto de huéspedes -algunos invitados se alojaban, gracias a su generosidad, en el mismo establecimiento- pude entrever en el espejo frente a mi ojos como su imagen se convirtió de pronto en una especie de diablo, como si de repente se le hubiera caído una careta y hubiese dejado ver su verdadero yo; por supuesto sé, a pesar que yo no había bebido ni gota, que aquello fue una mala pasada de mi imaginación pero aquella visión me ha acompañado desde ese día toda y cada una de las veces en las que tu padre ha querido mantener relaciones sexuales conmigo: yo nunca me acosté con él, me acostaba con Belcebú.
Tan pronto como terminó se retiró a la habitación y yo me quedé tumbada en suelo del cuarto de baño, encogida sobre mí misma, sin poderme levantar ni mover, ni hablar ni llorar ni gritar, como si hubiera entrado en trance… como pude alargué la mano y alcancé a tirar del vestido de novia manchado de sangre que había quedado por allí, a merced de sus pies y de los míos, y a taparme con él para intentar cubrir mi vergüenza y apaciguar las fuertes convulsiones que se habían apoderado de todo mi cuerpo… No sé cuánto tiempo estuve ahí, cómo pasaron las horas, aunque me hundí en una especie de duermevela de la cuál salía a ratos y cuando retomaba conciencia de dónde estaba y lo que había pasado volvía a obligarme a caer en ella para olvidar… si me hubiera podido morir en aquel momento lo hubiera hecho… y si hubiera sabido lo que me esperaba en el futuro, mucho más…
Así estaba yo, con los ojos entornados vislumbrando los primeros rayos del sol por la ventana, cuando oí entrar a tu padre y acercarse a mí… Si te digo la verdad, no sé lo que esperaba de él, no podía ni imaginar cuáles iban a ser sus primeras palabras ni su actitud, imaginé que vendría compungido y avergonzado y que intentaría pedirme disculpas y excusarse en el alcohol… no sé… imaginé de nuevo una escena de película romántica en la que todo podría volver en encajar con sólo dos frases bonitas y un abrazo… Pero tú a estas alturas ya bien sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- que las cosas con tu padre nunca han sido como las hemos esperado… Entró al baño, abrió la tapa del inodoro e hizo pipí desperezándose y bostezando como un león enjaulado y después vino hasta mí, me empujó con la punta del pie a ver si estaba despierta -o viva, vete tú a saber- y cuando vio que reaccionaba apartó el vestido que me cubría, me agarró de las muñecas, tiró violentamente hacia arriba de mí y cuando me tuvo todo lo erguida que pude delante suyo arrimó su cara a la mía y me dijo: “que sea la última vez que me avergüenzas en público… ayer cuando venías hacia la iglesia vi cómo le sonreías al hijo del carnicero… no te creas que soy tonto… la próxima vez que te vea siquiera mirarlo sabrás lo que es el infierno… tú eres mía y de nadie más, que no se te olvide nunca”… al tiempo que silenciosas lágrimas resbalaban por mis mejillas notaba como los restos de sangre y semen se deslizaban entre mis muslos y ambos efluvios acabaron en el suelo, casi al unísono, junto a mi propio corazón y de dónde no se volvería a levantar en años… hasta que llegaste tú. Tu padre recogió violentamente el vestido que había vuelto a caer al suelo, me lo tiró a la cara y me dijo: “vístete y recoge las cosas de la habitación, no mereces tener viaje de novios. Te he pedido un taxi que te esperará abajo en una hora, te vas para casa y me esperas allí.”… Y yo, ya te podrás imaginar, obedecí como un autómata.
Casi una semana tardó en volver… unos días en los que no me moví de casa mientras mis primeros moratones de mujer casada empezaron a desfilar por todos los colores, rojo, morado, amarillo… unos días en los que nadie vino a preguntarme qué hacía allí, si estaba bien, qué había pasado… unos días en que mis vecinos chismeaban ya de hechos consumados y no de simples especulaciones como en meses y años anteriores: a partir del 9 de Septiembre de 1974 en el pueblo se estrenó el culebrón “Los cuernos de la Piedad” con capítulos cada vez más jugosos… si durante un tiempo decaía el interés por falta de acción, los apoteósicos regresos de tu padre reavivaban las ascuas con unas cuantas entregas especiales.
El viernes por la mañana tu padre volvió a casa y lo primero que me dijo al entrar fue “Te pego porque te quiero”… si no me importaras no perdería tiempo en intentar cambiarte y que me entendieras. Se metió en la alcoba, preparó una maleta en un pispas, volvió a salir y me encontró sentada en el sofá de la sala de estar, mirando al vacío. Depositó suavemente la maleta juntos a sus pies -nunca pensé que podría hacer algo que no conllevara energía o violencia-, se arrodilló delante de mí y me dijo: me voy a trabajar a Madrid, estaré un tiempo fuera, mientras tanto cuida de la casa y mantente ocupada en tus labores y en cosas de mujer… no me hagas quedar en ridículo en mi ausencia o me enteraré a la vuelta y será peor para ti… Sin mover la cabeza ni volver la vista le contesté que los días de descanso que había conseguido juntar para la boda se acababan ya y que el lunes tenía que volver a la bodega. Su contestación me dejó helada y abrió otro nefasto capítulo en mi vida: ya no vas a volver a trabajar, una mujer casada tiene la obligación de cuidar de su casa y de su marido y no de estar por ahí perdiendo el tiempo y avergonzándolo. Hace unos días presenté tu renuncia en la bodega en tu nombre y ya han puesto en tu puesto a Mari la del cojo que ya sabes que tenía muchas ganas de meter la cabeza ahí. Luego se levantó ágilmente, recogió la maleta con la misma dulzura que la había dejado en el suelo, cerró la puerta de la calle con igual delicadeza y se marchó en su coche que, por cierto, traía un gran golpe en la parte frontal y parecía bastante dañado…
Cuando volvió a finales de octubre venía conduciendo un automóvil grande, largo y brillante que dejó boquiabierto a todo el pueblo y que aún hoy recuerdo que era un Mercedes-Benz 450 S y con una matrícula rara y larga que no se había visto antes en el pueblo que empezaba por M- y terminaba en AM…
No me preguntes hija qué hice yo en esas 6 ó 7 semanas porque no te sabría ni decir: vivía como zombi, me levantaba, comía, limpiaba, arreglaba un poco el pequeño jardín que teníamos por delante y la huerta que había plantado por detrás, apenas salía… los días se sucedían todos iguales pero al menos sin sobresaltos, no recibía visita de nadie excepto de mi madre que venía de vez en cuando y me ponía al día de las noticias de los vecinos: el hijo del alcalde se ha ido a Alemania, ha vuelto la prima de la pelá y viene con un chiquillo pequeño y embarazada pero el marido se ha quedado en Bilbao, huele a chamusquina, se ha derrumbado la casa vieja de la plaza y ha pillado debajo al borracho de Mateo y se lo han tenido que llevar a un hospital de Sevilla… y así un día y otro, viendo pasar la vida mientras la mía se detenía.
Al volver entró con el mismo sigilo que se había ido y como si hubiera cerrado la puerta apenas aquella misma mañana: Hola Piedad, ya estoy aquí, vístete que te llevo a comer a la tasca de Pepín. Ese fue mi primer almuerzo como matrimonio y uno de los pocos recuerdos que atesoro; una simple comida que me devolvió la esperanza de que las cosas podían ir bien de ahí en adelante porque igual el capítulo anterior podría haber sido una acumulación de mala suerte y de circunstancias no achacables a nosotros mismos. Diego, tu padre, que por cierto creo que hasta ahora no había mencionado su nombre, se portó como un caballero, galante, sonriente, me apartó la silla para que me sentara, me cogió la mano durante todo el almuerzo, me miraba a los ojos, me habló de su trabajo en Madrid, de su ascenso, de que se estaba metiendo en política y le estaban abriendo muchas puertas, que probablemente en breve podría mudarme a la capital con él… aunque yo no me estaba enterando de nada porque parecía que el sonido resbalara delante mío antes de llegar a mis oídos, pero bebía las palabras de su boca y me perdía en la inmensidad de sus grandes ojos… me sentí princesa y mujer por primera vez en muchos años -o quizá simplemente por primera vez- y me dejé llevar por la imaginación y por la cadencia de sus promesas. En algún momento estuve tentada de decirle que tenía sospechas de que podía estar embarazada porque sufría un retraso en mi periodo y eso era muy raro en mí. Además sentía algunas partes de mi cuerpo como hinchadas y andaba algo aletargada y mareada por las mañanas, aunque de momento no había hecho partícipe a nadie de mis sospechas, ni siquiera a mi madre, porque quería que mi marido fuera el primero en saberlo pero luego pensé en cerciorarme primero y no quitarle a él el protagonismo de ese día. ¡¡ Cuántas veces pensé después si las cosas hubieran sido diferentes si le hubiera dado la noticia !! Cuando acabamos volvimos al coche paseando de la mano, pequeñita yo, casi avergonzada, como si no me correspondiera estar en ese papel, y volví a observar en los ojos de los vecinos con los que me crucé una mezcla de envidia y compasión que tampoco fui capaz de descifrar en esos momentos. Eso sí, al pasar por la puerta de la carnicería tuve mucho cuidado de bajar bien los ojos al suelo y no levantar la vista…
Cuando llegamos a casa se tumbó en el sofá de la sala y se quedó inmediatamente dormido, supongo que por el cansancio del viaje desde Madrid pero imagino que la botella de vino que se había tomado en la comida también ayudó un poco. Yo eché la tarde en el huerto para no molestarle y cuando entré con el canasto de las frutas y verduras que acababa de recoger estaba sentado en el sofá, mirando a la pared y me preguntó en un tono que me hizo temblequear las piernas sin poderlas aguantar: “¿Qué has estado haciendo sola todo este tiempo en esta casa?”… Como pude y con un timbre de voz que no parecía ni el mío le intenté contar lo poco o lo mucho que había hecho pero no me dio tiempo a llegar a la segunda frase… se plantó delante mío, me arreó un bofetón que me hizo tambalearme y derramar el contenido del canasto por todo el suelo al tiempo que mis orines humedecían las calabazas y los membrillos cuál inevitable lluvia de otoño.
Lo que pasó después, hija mía, deja en paños menores a lo de la noche de bodas…. Primero me empujó sobre el sofá mientras se iba desabrochando el cinturón y yo, tonta de mí, pensé que se avecinaba una repetición de aquella primera noche. El primer correazo me hizo gritar más de la impresión y de miedo que del propio dolor. Me dio en la espalda y me pilló parte de los cachetes del culo y paró… Volvió a levantar el brazo, cogió impulso y asestó el segundo con más violencia y saña si cabe… A continuación se sucedieron otros muchos más, cada vez menos espaciados, más furibundos, más cargados de energía y de odio, como una tormenta retroalimentada con su propia carga. Aunque en ningún momento pude verle la cara porque lo tenía a mis espaldas, recordé la sensación del espejo del hotel y mi miedo se convirtió en terror… Sus golpes y jadeos al ejecutarlos se unían a mis aullidos y gritos de dolor y espanto porque esta vez no conseguí tragármelos -me hubiera ahogado en mi propio infierno-. Y cuando ya creí que el calvario no podía ser más insoportable uno de los correazos pasó por encima del hombro, me llegó a la cara y la hebilla del cinturón me dio de lleno en el lateral del ojo haciéndome ver estrellas de todos los colores en primera instancia y sumiéndome a continuación en la oscuridad y el silencio más absolutos.
Cuando desperté estaba arrodillada y desmadejada junto al sofá, con mi torso y mi cabeza apoyados en el asiento, el suelo mojado nuevamente de mi propio pipí y los cojines pringados de mocos y sangre… y él se había ido. A duras penas conseguí levantarme y llegar hasta la cama donde me dejé caer boca abajo porque de cualquier otra forma hubiera sido imposible y mi madre me encontró delirando y semi-inconsciente dos días después; aunque ella hubiera querido curarme allí mismo y no tener que pasar la vergüenza de que me vieran así por el pueblo, mi frente febril y el estado de mi ojo no le dejaron otra opción: la comarca entera se hizo eco de este nuevo capítulo de la vida de Piedad a través de los que estaban en el dispensario cuando pasamos nosotras por allí.
En las siguientes 7 u 8 semanas mi ojo y mi espalda fueron sanando poco a poco gracias a los callados desvelos de mi madre al tiempo que mi sospecha se hizo realidad y mi vientre se empezó a hinchar… Si ahora intento tirar de memoria no sabría decirte qué sentimientos tenía en aquel momento con respecto a tu padre y a la criatura que venía en camino… apenas tenía cuerpo para levantarme de la cama, vomitar, languidecer, sentarme en el sofá y volver a la cama todo el día. Tan sólo una vez en aquel tiempo intenté hablar con mi madre y exponerle mis dudas a este respecto, tan sólo una vez se me ocurrió expresar en voz alta las ideas que empezaban a rondarme por la cabeza y su drástica respuesta me dejó atónita: hija, ¿tú qué te has creído, que eres la primera mujer o la única a la que su marido pega o humilla? ¿Cuántas vecinas del pueblo crees que no hayan sufrido lo mismo que tú? ¿Has pensado siquiera alguna vez si tu padre en algún momento me pudo haber hecho lo mismo a mí? Ten paciencia y pasará, en cuanto nazca la criatura empezará a perder interés en ti o en cuanto te hagas más mayor y quiera buscar otras más jóvenes para sus desfogues. Te lo digo porque sé de lo que hablo; y reza para que esa tal Marina lo retenga todo el tiempo posible en la capital.
De las cuatro o cinco preguntas o afirmaciones que me espetó a bocajarro pero con su habitual tono parsimonioso, la última sonó en mi oídos como una bofetada de realidad que ya nunca más podría obviar: igual que esos trampantojos de las revistas que no sabes nunca lo que son y cuando averiguas el resultado ya no puedes dejar de ver.
Sin noticias de tu padre y con un bebé suyo creciendo en mis entrañas, con la total certeza de que en Madrid tenía una amante, me quedaban dos opciones, hundirme en la miseria o sacar un poco la cabeza del nido y ver qué me podía esperar fuera; además pensé, tonta de mí una vez más, que cuando volviera y supiera que estaba embarazada igual me veía con otros ojos y esto conseguía unirnos. Vivía con esa esperanza porque entre otras cosas, todo hay que decirlo, la gravidez me había sentado bastante bien a pesar de los numerosos síntomas adversos y había cogido algo de peso, forma en las caderas, los pechos se me habían puesto más grandes y sugerentes y hasta el pelo pareció tomarse un respiro y a volverse más domable. Así que casi todos los días intentaba darme un paseo hasta la casa de los abuelos porque el médico del pueblo me había dicho que era bueno para el feto y para que luego el parto fuera más sencillo… Y precisamente en uno de esos paseos estaba cuando tu padre volvió al pueblo, poco antes de Navidad.
Llevaba varios días preguntándome si se dignaría volver a casa para pasar las fiestas con nosotros cuando una tarde, después de almorzar en casa de los abuelos y empezar con los preparativos de nuestras humildes celebraciones, volvía a casa caminando por la calle mayor y justo al embocar con la plaza lo vi de lejos… creo que él me vio al mismo tiempo pero en un primer momento dudó de si era yo… mi expresión de sorpresa no fue menor que la suya e instantáneamente pude ver sus dudas en la atónita mirada que dirigió a mi vientre que, como si de un acto reflejo se tratara, yo traté de taparme con las manos, entre avergonzada y asustada… Me quedé allí clavada y él poco a poco fue ralentizando la marcha sin dejar de pasar sus ojos de mi cara a mi abdomen, avanzando paso a paso, cada vez más despacio, más renqueante, como si alguna mano invisible lo hubiera estado agarrando por detrás. Al llegar a mi altura agachó la cabeza hacia mí mientras yo levantaba tímidamente la vista y me gruñó entre dientes la frase más vejatoria que he oído en toda mi vida, y mira que hubo muchas: “¿¡De quién ese ese bastardo que llevas en tu tripa, del hijo del carnicero, o has aprovechado mi ausencia para retozar con otros!?” y al intentar cogerme del brazo para tirar de mí vete tú a saber hacia dónde y con qué intenciones, yo trastabillé con mis propios pies y caí al suelo delante de él… La primera patada en la costilla me pilló tratando de ponerme de pie; cuando me agarré a sus pantorrillas para intentarlo de nuevo -o vete tú a saber si suplicarle clemencia- me cayó la segunda de pleno en la boca del estómago y las siguientes, una tras otra, sin ruido ni voces por parte de ninguno de los dos, como si alguien hubiera pausado el botón del silencio del televisor, me dejaron tirada boca abajo en los adoquines de la plaza con un sangrado inequívoco que se deslizaba entre mis piernas. Cuentan los vecinos que la escena duró poco más de un minuto, que todos increpaban y gritaban a mi marido que parara, que me iba a matar ´-aunque eso sí nadie se acercó a entrometerse- y que fue tu abuelo, al que las voces de los vecinos habían alertado, el que me levantó del suelo para llevarme en brazos al dispensario. Como verás, hija mía, mi relación con tu padre estuvo en muchas oportunidades teñida de rojo fuego.
Y tal y como había llegado tu padre se fue; de hecho nadie supo nunca por dónde se marchó, parecía como si, con un truco de magia sin igual, se hubiera evaporado de la plaza porque nadie avistó esa tarde su inconfundible coche por ninguna calle del pueblo.
A partir de ese momento sin trabajo, sin ilusiones, sin nadie con quién hablar entré en una etapa de oscuridad y total desapego a la vida que muchos hoy en día se atreverían a calificar de depresión pero que por aquel entonces ya sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- las cosas de la vida no tenían nombres tan técnicos y se llamaban sólo eso, “cosas de la vida”…
Acabó el año, pasaron el invierno y la primavera y entramos en el verano… yo sabía que tu padre seguía vivo porque nos mandaba de forma regular giros postales, eso sí siempre a través de tu abuelo y cantidades cada vez más exiguas, que me permitieron comer y vivir de forma medio decente. En marzo me llegué a la bodega por si me querían contratar de nuevo, siempre fui muy buena trabajadora, pero la sombra de Diego el hijo del chatarrero todavía pesaba en la comarca y me dijeron que no, que les había dejado bien claro que si en algún momento intentaba volver no me aceptaran porque si se enteraba tomaría represalias… Y justo cuando iba a cumplirse un año de nuestra boda, días antes de nuestro primer aniversario, tu padre volvió pero esta vez no por la puerta grande… Llegó sin hacer ruido, prácticamente de noche, y entró en casa de forma sigilosa, como si pensara encontrarme con alguien dentro. Yo estaba sentada en el sofá tejiendo un babi y unos patucos para la niña de Juana la de la fuente que se había quedado embarazada sin que nadie supiera de quien y estaba a punto de dar a luz como la primera madre soltera “reconocida” del pueblo y me dijo con una mezcla de ironía y curiosidad, “supongo que no serán para ti”… Al levantar la vista, atemorizada, la sorpresa me hizo pestañear varias veces; tu padre había envejecido en poco menos de nueve meses más que si de nueve años se tratara… el pelo otrora reluciente, poblado y engominado le caía ralo y desordenado enmarcando una sienes casi blancas, el brillo de sus ojos se había apagado como noche de luna nueva, su boca carnosa y su sonrisa de galán habían quedado reducidos a una simple mueca de hastío casi sin expresión. Pero lo peor fue su estatura y su porte, había perdido mucho peso y parecía haber encogido varios centímetros y el resultado me recordó a los jamelgos flacos y desgarbados que algunos vecinos tenían muriendo de hambre en sus fincas. Me puse poco a poco en pie sin saber qué esperar de aquella visita pero bien es cierto que su aspecto me envalentonó un poco y me hizo pensar que el lobo no era ya tan fiero como antes. A medio camino entre el sofá y la puerta atisbé a ver por la ventana un desvencijado coche que parecía recién sacado de un desguace y que tenía pinta de poderse caer en pedazos en cualquier momento. Algún tipo de gesto debí hacer porque en dos zancadas se plantó delante mío, me cogió del cuello con una mano -esas todavía las tenía bien grandes- y me espetó: que nuestro aspecto no te confunda, todavía funcionamos a la perfección y cualquiera de los dos puede mandarte al otro mundo de un simple aplastamiento. A continuación se dirigió a nuestro dormitorio, maleta en mano, fíjate hija mía que ni había visto que la llevaba, mientras me iba diciendo, Piedad, te vienes conmigo a Madrid… no acerté siquiera a preguntarle que porqué y para qué, y mucho menos a negarme, cuando le oí rebuscar en los cajones y vociferar a voz en grito, en diez minutos te quiero con la maleta hecha y la casa recogida para dejarla cerrada un tiempo. Llévate sólo lo imprescindible, de ropa necesitarás poco más que vestidos de andar por casa y delantales, no vamos a ir de fiesta ni a divertirnos al retiro… ni yo sabía lo que era el retiro ni mucho menos había tenido nunca un vestido de fiesta.
No me pude despedir ni de mis padres, me dijo que les dejara una nota encima de la mesa del comedor y que volveríamos en cuanto pudiéramos. Quién me iba a decir a mí que como tú bien sabes, -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?-, no volvería a ver al abuelo vivo. Llené la maleta con lo poco que se me ocurrió y preparé también un canasto con algo de fruta, de pan y de chacinas y queso que tenía en la despensa.
Los poco más de 600 kms que nos separaban de Madrid -dato que no llegué a conocer hasta años después- se me hicieron eternos, tu padre paraba cada dos por tres a repostar aunque más que el coche el que necesitaba “combustible” era él… a mí no me dejaba bajarme, menos mal que había echado mis provisiones porque cuando él llegó yo no había ni cenado, y cada vez que volvía olía más a alcohol… Empezó el viaje hablando como una cotorra, sin mucho orden ni concierto, tratando de explicarme lo que había hecho en Madrid en los últimos meses, que se había hecho muy amigo de gente afines al régimen, que estaba muy bien valorado en la capital y que tenía conocidos muy influyentes pero que hacía una semanas había perdido su empleo y no conseguía otro lo suficientemente bueno para él. Me dijo que vivía en una buhardilla cerca del retiro -otra vez esa extraña palabra- y que estaba pensando mudarse a algo más grande en un barrio del extrarradio para que le saliera más barato y pudiéramos tener más espacio. De Marina ni me habló ni por supuesto yo le pregunté… de hecho te juro hija mía que no hubiera abierto la boca en todo el viaje si no llega a ser porque al rayar el alba yo estaba ya reventando de ganas de mear y no me había preguntado ni una vez en sus paradas si yo quería ir… cuando le dije “me estoy haciendo pipí” él llevaba ya mucho rato callado porque su soliloquio había ido decayendo poco a poco y en un par de ocasiones pensé incluso que se iba a dormir al volante. Pegó un respingo y un volantazo a la derecha, me empujó contra la puerta y me gritó que meara en el arcén… por un momento pensé que me dejaría allí tirada y tampoco es que me hubiera importado mucho porque la verdad que por más vueltas que le di en todo el camino a la situación y por más que intenté imaginarme lo que me iba a encontrar al llegar a la capital no pude ni de lejos acertar con la realidad.
Entramos a Madrid a primera hora del lunes 1 de septiembre de 1975, recorrimos grandes avenidas bordeadas de árboles majestuosos y luego calles más estrechas pero con grandes vallas detrás de las cuales aparecían jardines de ensueño llenos de colorido y mansiones con grandes terrazas y tejados que parecían castillos de cuento. Delante de una de ellas paró, se abrió una gran portón con hierros en forma de tirabuzones pintados de un reluciente verde oscuro y él ni siquiera se bajó del coche: debió pensar que entrar en ese espacio digno e impoluto con ese coche y esa estampa hubiera resultado poco menos que una profanación. Me dijo que cogiera la maleta que tenía en el asiento de atrás y, sin apenas darme tiempo a cerrar la puerta del coche, arrancó y me dejó allí de pie pestañeando incrédula. Tardé un poco en darme cuenta que junto al portón había una especie de casita -garita me enteré luego que le llamaban- de la que salió un hombre bajito y achaparrado enfundado en un uniforme con tantos botones dorados que me hizo pensar que era alguien importante pero ya sabes, -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- que tu madre muy lista no ha sido nunca. Juan el chófer, que así lo llamaba todo el mundo, me cogió la maleta y me llevó hasta la puerta de la casa, una buena caminata para mis entumecidas piernas después de tantas horas de viaje y mis finos zapatos de charol, los primeros que encontré con las prisas. En ese trayecto ni él ni yo abrimos la boca, yo observaba obnubilada la inmensidad y elegancia de aquel lugar y él me observaba a mí de reojo con asombro como si pensara que yo me había equivocado de lugar.
Y en esa casa hija mía, se abrió otro nuevo capítulo de mi vida. No quiero entretenerte mucho con divagaciones de vieja chiflada que es lo que te estaré pareciendo pero tu padre no había hecho otra cosa más que “venderme” a quién en aquellos entonces tenía dinero para comprar lo que quería. La gente de bien, como se les llamaba, necesitaba servicio, la palabra criado sonaba demasiado peyorativa para ellos, chóferes, jardineros, mayordomos, asistentes de todo tipo -peluquera, modista-, niñeras, cocineros… la lista era tan larga que muy a menudo en ese tipo de hogares había mucha más gente extraña o de fuera que de la propia familia. En esos años previos a la democracia les costaba encontrar españoles que quisieran trabajar en esos menesteres, proliferaban más las chicas filipinas o las que ya empezaban a llegar de países latinoamericanos, y tu padre tuvo la feliz idea de que yo podía ser una buena adquisición para la familia Vázquez Loyola que necesitaba urgentemente una “chicaparatodo”… Tardé algunos años en enterarme que la anterior había sido vilmente despedida después de quedarse embarazada del hijo mayor y que tu padre me había colocado allí para pagar parte de las muchas deudas que había acumulado al saltar de casino en casino de los que ellos eran propietarios. Me recibió otra criada, llamemos a las cosas por su nombre, que me estaba esperando y que me llevó a una habitación que compartiría con otras tres chicas más y me dio ropa; mientras me explicaba cuáles serían mis funciones yo no cesaba de repetir que debía haber algún error porque yo no debía estar allí pero no conseguí más que me miraran como una loca -mi pelo y mis ojos desorbitados de terror no ayudaron mucho a dar otra impresión-.
A los pocos meses murió Franco y la casa se convirtió durante unos días en un ir y venir de gente, coches, un ajetreo que tenia a todo el servicio de la mansión patas arriba y fue la primera vez que tu padre pasó por allí. Me buscó y cuando le pedí explicaciones me dijo que debía dar gracias que me habían contratado, que tras la muerte del caudillo la vida se iba a poner mucho más complicada y que ya no había trabajo en Andalucía para nosotros… que él cobraría mi sueldo todos los meses y le enviaría parte a mis padres para que pudieran seguir viviendo y que el resto lo iba a ir ahorrando para poder alquilar un piso en Parla para irnos a vivir juntos lo antes posible. Entré allí con poco más de 21 años y salí diez años después sin haber cruzado nunca una sola palabra con los dueños de la casa ni haber vuelto a ver a tu padre…
No me preguntes qué hice en esos años hija mía porque no sabría decirte cómo el tiempo pasó tan rápido y tan lento a la vez… No me preguntes por qué no salí de allí… Pero yo creo que a mí me ocurrió algo parecido al síndrome de Estocolmo, una expresión que oí una vez en la televisión que había en el cuarto del hijo de los señores, y que me pareció que era muy similar a lo que yo sentía… Estaba allí encerrada y como encarcelada pero no le tenía rencor a nadie porque me parecía que me estaban tratando bien y que no estaba tan mal: al menos tenía comida, una buena cama, algunas amigas, descansaba un día a la semana aunque no podía salir a la calle, entre otras cosas porque no conocía a nadie en Madrid -aunque alguna vez se me ocurrió que podría buscar a Marina- y porque además, como tú bien sabes -¡¿qué vas a saber tú hija mía!?- tu madre era una gran cobarde con miedo a la reacción de tu padre… Sólo me daba pena no tener noticias de tus abuelos aunque suponía que ellos las tendrían de mí por él.
A lo largo de esos años empezaron a marcharse algunos de los criados y a no remplazarlos y también vi cómo los jardines se iban secando poco a poco, la piscina dejó de llenarse y de recibir invitados y fiestas de verano, se iban cerrando habitaciones y luego alas enteras de la casa, los grandes coches de lujo fueron desapareciendo… No me preguntes qué pasó, tampoco te sabría decir, pero igual que tu padre me dejó allí sin explicaciones, a principio de Diciembre de 1985 llamó a mi puerta, por aquel entonces yo tenía una habitación para mí sola, y me dijo que recogiera mis cosas que nos marchábamos de allí.
El Diego que yo conocí ya no existía… el hombre que me llevó de vuelta al pueblo ese día era una mala caricatura de lo que fue, ni siquiera cuando lo vi diez años atrás estaba tan demacrado… tenía grandes ojeras negras, había perdido mucho pelo y el que le quedaba caneaba, esta vez en lugar de más delgado había engordado bastante y tenía una barriga empepinada con la que reventaba los tres botones de la camisa sucia y raída que llevaba puesta. En esta ocasión no quiso hacer el viaje del tirón, paramos a cenar en una fonda a medio camino y dijo que pasaríamos la noche allí para salir temprano y no llegar tan tarde al pueblo. Pensar en pasar una noche en la misma cama que él después de tantos años me dio pavor pero tampoco vi escapatoria; al menos me alegró comprobar que la habitación tenía dos camastros y que nada más llegar caía rendido en uno de ellos… Yo estuve gran parte de la noche en vela oyéndole roncar y observando en lo que se había convertido y cuando por fin caí en un sueño ligero lleno de pesadillas me sobresaltó un tirón de pelo que en un primer momento me pilló desubicada y sin saber lo que era… Tu padre me arrastró fuera de la cama, se sentó en ella y por un rato volvió a ser el monstruo degenerado que había conocido años antes. Primero me puso de rodillas delante de él y me obligó a acariciarle y frotarle el miembro de arriba abajo cada vez más fuerte y con más empuje pero al comprobar que seguía flácido y sin respuesta me obligó a hacerlo con la boca donde estuvo entrando, saliendo y empujando un gran rato a riesgo de ahogarme porque hubo un momento en que yo no conseguía ni respirar; me sujetaba la cabeza evitando que yo retrocediera ante sus embistes cada vez más violentos y dolorosos… pero como aquello pareció no funcionar tampoco y tan sólo había conseguido que el pene cogiera algo más de dureza empezó a acariciarse a sí mismo cada vez de forma más rápida, agónica y violenta, como si tuviera prisa y supiera que aquella sería su última oportunidad… Mientras se ponía de pie tiró de mí para levantarme del suelo y me empujó boca abajo contra la cama e intentó repetir lo mismo que me había hecho la noche de bodas… pero hasta esa parte de macho le estaba fallando ya también porque a duras fuerzas consiguió penetrarme un par de veces antes de que se le volviera a venir abajo y le quedara colgando entre las piernas cual gusano moribundo mientras se retiraba maldiciendo al cuarto de baño. Me recompuse como pude y me sorprendí por primera vez en mi vida pensando escapar de él, pero el muy ladino había cerrado la puerta con llave y no la había dejado puesta. Salió del baño como si no hubiera pasado nada, y no me dirigió ni palabras ni mirada hasta que llegamos al pueblo. Una vez allí se encaminó directamente al cementerio que estaba en las afueras y me dijo: tu padre está enterrado en el nicho 66, hazle una visita y te espero aquí. La impresión me cortó la respiración y salí trastabillando del coche sin poder creer lo que me estaba diciendo. Cuando salí del camposanto tu padre ya no estaba. Caminé hasta la casa de los abuelos sin saber ni cómo conseguí llegar y en la misma puerta me desmayé y no recuperé el conocimiento hasta tres días después: dice tu abuela que la fiebre me hizo delirar y decir obscenidades que no había oído nunca en boca de mujer decente y que durante unas horas pensó que iba a morir.
Tardé casi un mes en poder hablar y caminar y en esos días mi madre me fue relatando todo lo que había ocurrido en aquellos años en el pueblo, lo que había sido de cada vecino, de la bodega, de los campos, cómo y cuándo había muerto tu abuelo… y en medio de toda aquella información me enteré que tu padre había vendido nuestra casa al poco de dejarme en Madrid y que en todos aquellos años no había mandado ni una sola vez dinero al pueblo.
Con pocas opciones más que quedarme en casa de la abuela a vivir con ella y sin ningún ingreso más que su humilde pensión de viudedad, a los pocos días pasé por la bodega a preguntar si había trabajo para mí y me lo dieron: demasiados años para que la sombra de tu padre aún alcanzara ciertas zonas… y de verdad pensé que aquel sería mi nuevo principio, convencida de que tu padre, después de aquello, no volvería nunca más…
A las pocas semanas de empezar a trabajar me di cuenta de que estaba de nuevo embarazada, lo cual me extrañó mucho porque pensé que tu padre no había llegado a eyacular, pero esta vez no tuve temores y me alegró saber que esperaba un bebé, aunque la semilla no se plantara como yo hubiera querido… Conseguí mantenerme en mi puesto hasta bien avanzado mi embarazo y el día 8 de Septiembre de 1986 naciste tú trayendo toda la alegría del mundo a nuestras vidas, mi niña preciosa, mi pedacito de cielo, mi rayito de luz… fuiste nuestra salvación y nos diste la certeza de que lo malo había pasado y este nuevo capítulo sería definitivo y eterno. Volví a ser la comidilla del pueblo al bautizarte con el nombre de Seda, lo cuál no entendió nadie y me importó poco o nada, pero es que los 12 años de casados -día exacto en que tú naciste- son bodas de seda y a mí me pareció la mejor forma de terminar con ese ciclo y empezar con uno nuevo.
Al reincorporarme a la bodega me dieron un puesto superior, empecé a ganar más dinero, a encontrarle de nuevo gusto a la vida, a recuperar poco a poco el respeto de los vecinos… Te sacaba todos los días con el carrito y dábamos grandes paseos, después de más mayorcita al parque, a menudo la abuela venía contigo a recogerme a la puerta del trabajo… el tiempo pasó volando, te criabas sana, alegre y feliz… Con la pequeña bicicleta de cuatro ruedas que te regalé para tu quinto cumpleaños te heriste por primera vez y me dijiste con lágrimas en los ojos pero sin llegar a derramarlas “mamá, no lloro porque las mujeres sólo lloramos cuando duele mucho y esto sólo pica”… ¡¿De dónde habrías sacado tú aquella sentencia cuando en casa nunca se había hablado del pasado delante tuyo!?
Y cuando más tranquilas y confiadas estábamos, cuando ya parecía que nuestra nueva vida sería siempre así un día, al salir de la bodega y verte esperarme a lo lejos se me heló el corazón, porque esta vez no venías de la mano de tu abuela sino de tu padre, o de algo parecido a lo que él había sido… tenía aspecto de estar muy enfermo, pero el terror me impidió fijarme más en él… sólo te miraba a ti, con esa carita de ángel y esos grandes ojos de niña interesada en la vida que siempre lo absorbían todo como si de esponjas se trataran. Vinisteis caminando despacio, paso a paso hacia mí, sin dejar de mirarnos tú y yo e intentando no perder la sonrisa para que no te asustaras. Al pararnos frente a frente, alargué la mano hacia las vuestras para intentar que le soltaras y me la dieras a mí y él dijo en voz casi inaudible: “te dije que no volvieras a trabajar… vuelvo para llevarte a vivir conmigo a Madrid y te encuentro criando otra bastarda, sólo sabes aprender a base de sangre y esta vez eres la única responsable de lo que va a ocurrir.”
No noté la hoja de la navaja, ni sentí dolor ni me di cuenta de que caía sobre el empedrado… no tenía ojos más que para ti que seguías parada detrás de tu padre mientras él me intentó rematar una vez en el suelo y justo en ese momento, pasaste por debajo de su piernas, te tiraste encima mío y gritaste con todas tus fuerzas, “vete, deja en paz a mi mamá”… lo siguiente que recuerdo es verte volar hacia arriba con una velocidad y en un ángulo humanamente imposibles y caer luego de cabeza a mi lado con un sonido sordo y espeluznante; abriste grande los ojos y me dijiste “mamá, hoy sí lloro porque duele mucho”…
Vamos Piedad, querida, que ya está haciendo frío en el cementerio…
Además ya sabes que mi hija Sofía me está esperando en casa de tu madre y nos tenemos que volver pronto a Madrid que quiere celebrar la Nochevieja con sus amigos; van a ir a la Puerta del Sol a ver el espectáculo en directo porque dice que no quiere que el cambio de siglo la pille en casa, que tiene que disfrutar lo que no pudimos hacer nosotras.
Igualmente yo tengo que ir al notario sin falta antes de que acabe el año a ver qué ocurre con el testamento de Diego que ni tú ni yo hemos querido abrir hasta ahora.
Vamos, no te des más la vuelta que ya te traigo otro día y limpiamos la lápida de Seda y le ponemos flores frescas a ella y a tu padre…
A ver si la próxima vez que venga puedo conseguirte una silla de ruedas moderna que han sacado ahora con motor que cada año que te traigo me cuesta más llegar hasta aquí arriba con este trasto, en estos ocho años yo me he hecho mayor y tú has engordado bastante…
Para las campanadas de este año tengo un solo deseo que voy a repetir doce veces, que Sofía suba con nosotros la próxima vez a visitar la tumba de su hermana…
Todas esas cosas fue diciéndole Marina a Piedad en el camino de vuelta a casa...
Los malos tratos no empiezan cuando te levantan la voz o la mano la primera vez sino cuando alguien, sea quien sea, te coarta la libertad o tu poder de decisión… Y a menudo no nos damos cuenta que ceder es poder acabar como Piedad y su familia porque demasiado a menudo la realidad supera la ficción.