“Victoria no respondió. Necesitaba dejar de ver ese rostro de maniquí maléfico. Tomó el sobre, se dio media vuelta y salió de la oficina. Cerró la puerta con un golpe más fuerte de lo necesario y avanzó por el pasillo gris del edificio”
OPINIÓN. Crónicas malacitanas
Por Augusto López y Daniel Henares. Ilustración: Fgpaez
11/12/24. Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, junto con el también escritor, Daniel Henares, continúan con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘Crónicas malacitanas II’ https://linktr.ee/cronicasmalacitanas, la segunda temporada del folletín cómico cósmico malaguita, que recupera el espíritu de los folletines del siglo XIX. Está protagonizado por un marciano que visita Málaga,...
...lo que sirve a los autores para hacer crítica social. Cada capítulo trae consigo además un dibujo del ilustrador Fgpaez.
Capítulo 5
Victoria llegó al edificio de Tirinto SA con una mezcla de hastío y curiosidad. Situado en un polígono industrial a las afueras de Málaga, el lugar tenía el aspecto desangelado de cualquier otra empresa que prometía empleo, pero ocultaba burocracia interminable. La fachada gris, salpicada de grafitis mal disimulados, le hizo preguntarse si aquello sería otro mal chiste de su destino.
Entró al edificio y se encontró con un hall vacío salvo por una pequeña mesa de recepción, donde un hombre mayor hojeaba el periódico. Ni siquiera levantó la vista al hablarle:
—Tercera planta, puerta 305. Euristeo la espera.
El ascensor se tambaleaba como si dudara de su propia existencia. Victoria suspiró al llegar, pero el temblor en su estómago no se debía a la máquina. En el pasillo apenas había luz, y las pocas puertas que encontró parecían cerradas con llave desde hace décadas. Se detuvo frente al 305. Tomó aire y golpeó con los nudillos.
—Adelante —dijo una voz grave desde dentro.
Victoria empujó la puerta y entró en una oficina sorprendentemente amplia y lujosa para aquel edificio. Las paredes estaban decoradas con cuadros de escenas mitológicas, pero con un toque extraño: los héroes llevaban trajes modernos, y las bestias mitológicas parecían más bien supervillanos de un cómic trasnochado.
Detrás de un escritorio enorme, un hombre que parecía surgido de un anuncio de trajes caros, la observaba con una sonrisa calculadora. Su cabello oscuro estaba perfectamente peinado hacia atrás, y sus ojos transmitían algo entre confianza y amenaza.
—Victoria Cienfuegos, bienvenida a Tirinto. Soy Euristeo —le extendió la mano.
Victoria dudó un instante antes de estrechársela.
—Supongo que usted será mi supervisor.
Euristeo soltó una risa breve y sonora.
—Supervisor es una palabra que no me gusta. Prefiero «guía». Alguien que te mostrará el camino hacia la redención y quizás, algo más.
—Muy poético. ¿Y qué implica ese camino? ¿Recoger basura en la playa? ¿Llenar papeleo para alguna ONG?
Euristeo se levantó y rodeó el escritorio con pasos lentos. Su imponente figura se acercó, hasta quedarse a su lado.
—Nada tan aburrido, te lo aseguro. Los trabajos que diseñamos en Tirinto están basados en algoritmos de alta precisión y los últimos avances en psicología. Nos tomamos en serio nuestra labor: por eso nuestra distinguida clientela está satisfecha y cada vez más personas confían en nosotros. Nuestros trabajos tienen propósito. Requieren coraje, ingenio —su sonrisa se amplió, asomaron unos dientes casi perfectos— y un poco de suerte
—¿En qué consisten?
Euristeo, por toda respuesta, abrió un cajón del escritorio y sacó un sobre grueso, que colocó en sus manos.
—Ábrelo cuando salgas de aquí.
Victoria miró el sobre.
—¿Lacrado? ¿No podrías simplemente decirme lo que tengo que hacer?
Euristeo le dedicó una sonrisa ligera, como si disfrutara de la intriga.
—No sería tan interesante, ¿verdad? —dijo mientras se acomodaba en su silla con un aire de calculada indiferencia. —Dentro están las instrucciones. Solo te adelantaré esto: trabajarás durante un mes en el chiringuito Nemea, en Pedregalejo.
Victoria intentaba descifrar alguna pista en su expresión, pero Euristeo se limitó a mirarla de vuelta con una tranquilidad exasperante. Finalmente, suspiró y se puso de pie.
—Está bien, trabajaré en el chiringuito. Pero esto suena como una tomadura de pelo… Espero que al menos tenga sentido cuando lo abra.
—Todo tiene sentido cuando llega el momento adecuado —respondió Euristeo, su tono casi paternal, con un matiz de ironía.
Victoria no respondió. Necesitaba dejar de ver ese rostro de maniquí maléfico. Tomó el sobre, se dio media vuelta y salió de la oficina. Cerró la puerta con un golpe más fuerte de lo necesario y avanzó por el pasillo gris del edificio.
Se detuvo, no iba a esperar más. Rompió el sello y sacó un contrato tipo de hostelería de un mes de duración y una hoja de papel. Leyó las palabras escritas en una caligrafía elegante y precisa:
«Tráeme lo más valioso de Leo.»
Victoria parpadeó, sintió que la sangre le subía a la cabeza. ¿Quién demonios era Leo? ¿Por qué necesitaba lo más valioso de él?
Giró en redondo, con la firme intención de exigirle a Euristeo que le explicara qué significaba todo aquello. Volvió a plantarse frente a la puerta de la oficina. Llamó con fuerza y, sin esperar respuesta, la abrió de un empujón.
Lo que encontró al otro lado la dejó helada.
La oficina, que hacía apenas unos minutos había sido un espacio amplio y decorado, estaba ahora vacía. Las paredes desnudas dejaban ver desconchones y manchas de humedad, y el suelo parecía cubierto de una fina capa de polvo. No había ni rastro de Euristeo, ni del escritorio, ni de los lujosos detalles que había visto antes.
Victoria retrocedió un paso, sintió un escalofrío que le recorría la espalda. Miró a su alrededor, buscó alguna señal de vida, pero no había nada. El lugar parecía abandonado desde hacía años.
—¿Qué coño...? —murmuró para sí misma.
Su mirada se deslizó por las esquinas, en busca de algo que explicara lo que acababa de suceder: lo único que encontró fue silencio. Cerró la puerta como si temiera que algo pudiera salir de la nada y bajó por las escaleras. Su mente intentaba procesar lo que acababa de ver, o más bien, lo que no había visto.
Al llegar al vestíbulo, le dijo al conserje:
—Oiga, ¿usted lleva tiempo trabajando aquí?
El hombre, inmerso en un sudoku, le dijo sin mirarla:
—Muchos años.
—Genial, entonces igual me puede ayudar. ¿Ese Euristeo es de fiar?
El hombre levantó por primera vez la vista y le dijo, mientras se encogía de hombros:
—Los jefes son así.