“Antes de quedarse frita con la cara pegada al cristal del bus, sintió una curiosa nostalgia de aquellos tiempos en los cuales cada emoción era una montaña rusa”
OPINIÓN. Crónicas malacitanas
Por Augusto López y Daniel Henares. Ilustración: Fgpaez
09/04/25. Opinión. El escritor y profesor de escritura, Augusto López, junto con el también escritor, Daniel Henares, continúan con su sección semanal en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, ‘Crónicas malacitanas II’ https://linktr.ee/cronicasmalacitanas, la segunda temporada del folletín cómico cósmico malaguita, que recupera el espíritu de los folletines del...
...siglo XIX, donde los autores hacen crítica social. Cada capítulo trae consigo además un dibujo del ilustrador Fgpaez.
Capítulo 20
En la sala ni el aire parecía moverse. Los muebles de ébano y roble, las pesadas cortinas y los barrocos candelabros de luz eléctrica parecían aguantar loa respiración. Solo una cosa se movía: el péndulo del enorme reloj de pared. Faltaban cinco minutos para la medianoche del último día del mes. Y, bueno, había otra cosa que se movía: el corazón de Victoria latía como loco.
El Doctor P Dante y ella estaban sentados, hundidos más bien, en un vaporoso y lujoso sofá. Artemisa estaba sentada un poco más aparte en un gran sillón orejero. Los tres esperaban que la díscola niña, la volaílla, como la conocían, se presentase.
Tragó el cebo, pensó Victoria, ha estado robando el número del folletín cada día. Ahora solo tenía que seguir el sedal y aparecer.
Artemisa miraba su móvil, pero lanzaba miradas de reojo a Victoria. Cuando faltaban tres minutos para la medianoche dijo con amenazadora suavidad.
—Victoria ¿estás segura que tu plan funcionará?
Victoria sintió que apenas podía respirar, mucho menos contestar. Entonces un suavísimo repiqueteo en la puerta la animó. Y cuando escuchó aquel hilito de voz casi se derrumba en el sofá.
—¿Mamá, puedo entrar?
Una hora y media más tarde, cuando un médico había examinado a la niña y la madre le había dado comida «sana», Artemisa consintió en que el Doctor P Dante cumpliera su promesa y leyera el último capítulo del folletín que protagonizaba la propia niña, Cerinia.
El astuto doctor había preparado una escena emotiva donde madre e hija se reencontraban y se comprendían mutuamente y algo parecido fue lo que se desarrolló ante ellos.
—Lo siento, mamá. Creo que se me fue un poco la olla. Era pensar en ese centro de niños con capacidades especiales y querer huir.
—Cariño, estarás muy bien en él. Completarás tu educación y estarás con chicos como tú.
Después de un rato la niña entró en razón y pidió pegarse una ducha. Solos ya Victoria y Artemisa, el doctor P Dante se había excusado tras leer el texto y recibir el agradecimiento de la familia, se produjo la siguiente conversación.
—Victoria, sé que estás metida en un lío. Quizá pueda ayudarte, soy una persona influyente como bien sabes. Estoy muy agradecida por lo que has hecho por Cerinia.
Victoria evaluó a aquella mujer tan reposada y tranquila, intuía que tras todo ese terciopelo había afilados puñales. Sus rivales políticos solían durar poco, pero ella parecía no alterarse por nada. Victoria no quiso deberle un favor, pero se reservó una carta que creyó le convenía.
—Te lo agradezco de corazón. Pero creo que podré resolver esto por mí misma. Solo querría que me ayudaras si mi hermana aparece. Ella sí que está metida en un marrón hasta el cuello y sospecho que no es la culpable.
—Toma mi tarjeta y si necesitas algún tipo de ayuda házmelo saber.
La sonrisa de Artemisa, en cualquier caso, parecía cálida y sincera.
Victoria esperó un buen rato al bus nocturno, un circular que la paseó por toda la ciudad, pero estaba tan cansada que prefería aguantar un trayecto de hora y cuarto a caminar la mitad de tiempo. En el bus observó a los jóvenes, muchos habían bebido más de la cuenta.
No iba a caer en criticarlos, al fin y al cabo, ya había muchos haciéndolo con esa historia de que antes las cosas eran diferentes, de que había más respeto y tal y cual. En fin, las cosas eran diferentes, se habían ganado unas y se han perdido otras, pero mientras Victoria veía a aquellos niñatos jugando y gritándose llegó a la conclusión de que el doctor tenía razón: aquella era la edad de la pasión, sin duda.
Y, por un momento, antes de quedarse frita con la cara pegada al cristal del bus, sintió una curiosa nostalgia de aquellos tiempos en los cuales cada emoción era una montaña rusa; cada descubrimiento, una maravilla inigualable; cada canción una fuente de sentimientos infinitos; cada persona, un atractivo misterio insondable.
Victoria se quedó frita con una sonrisa boba, y siguió durmiendo mientras su parada pasaba…