Me recorro los pasillos comparando precios, haciendo cábalas y reglas de tres, intentando encajar como bolillos una compra que, por mucho que me esfuerce, va camino de doblar mi exiguo presupuesto”

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PINIÓN. El Blues de la señora Celie. Por Ainhoa Martín Rosas
Licenciada en Sociología y diseñadora, @aimaro6

21/11/23. Opinión. Ainhoa Martín, socióloga y diseñadora, en esta colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com escribe sobre cambios, de precios y de ‘vecinos’: “No puedo por menos que emitir un suspiro, a modo de lamento, porque me siento pobre, cansada y desubicada en mi propio rincón del mundo que cada vez parece menos mío y más una sombra de lo que fue. Como me dijo hace poco una vecina,...

...“el barrio ya no es el barrio””.

Cuarto y mitad

Enfilo mis pasos hacia el super de debajo de casa cual María Jiménez, con la lista de la compra y un cupón en el bolsillo, de esos que nunca tocan pero que hay que comprar porque de ilusión también se vive. Paso frente a la farmacia del barrio donde el producto estrella del dichoso (y cansino) Black Friday es un andador con asiento y cesta que reluce en el escaparate. Llego al supermercado donde me espera, a modo de conserje, un señor sin hogar que permanece repanchingado en el suelo junto a la puerta con la mera compañía de un pequeño perrillo de juguete (lo bueno de las mascotas inanimadas es que no tienes que darles de comer, cuando apenas tienes para alimentarte a ti mismo). El hombre, rubio como las candelas y con ojos que delatan que no es precisamente de aquí al lado, no llegará a los 40 años. Qué habrá hecho para encontrarse así, estirando la mano en busca de una limosnilla, en este lugar del mundo, la República Independiente del Palo.

Entro al establecimiento y mi primer pensamiento es que se acerca el temido momento de dar recambio a la garrafa de aceite familiar, que últimamente se cotiza más al alza que las acciones del Málaga C.F. Asomo la cabeza por el pasillo de las olivas y observo con preocupación que los envases de cinco litros tienen puesto un chivato antirrobos, pero mi sorpresa es aún mayor al comprobar que el garrafón de aceite de girasol, antaño denostado por ser de inferior calidad, también tiene su correspondiente alarma colgada del cuello, como si fuera un caviar de Beluga, o un jamón de pata negra.

Comoquiera que mi cerebro necesita aún ver más realidades para llegar a asumir este Matrix paleño, a modo masoquista me doy un vuelo rasante por la nevera de los salazones y descubro que el salmón ahumado, eso que antes compraba por navidad y ocasiones especiales, ya ha alcanzado un indiscutible precio de élite: casi cuarenta euros el kilo. Mientras, una pareja de avanzada edad discute en alemán sobre qué yogur llevarse al apartamento para merendar, y, a lo lejos, una señora entrada en años le espeta a la carnicera: “Niña, ¿no tiene oferta de ná pa hoy?


Doy más vueltas que un coche Ford del Tívoli y me recorro los pasillos comparando precios, haciendo cábalas y reglas de tres, intentando encajar como bolillos una compra que, por mucho que me esfuerce, va camino de doblar mi exiguo presupuesto. Elijo entre frescos y baratos a punto de caducar y poco apetecibles (zero waste, que ahora es más molón llamarlo así), ultraprocesados a precio de oro, y por fin comida de verdad (real food) a precios de lagrimón desbordante. Después, me apunto a la cola de la caja donde, así a bote pronto, el setenta por ciento del personal no es nativo paleño, y el treinta restante está cercano a optar a la compra del andador del Black Friday. Mientras espero mi turno, ojeo en el móvil que el alcalde ha viajado a no sé dónde para conseguir la enésima capitalidad de no sé qué.

A la salida pasa por la carretera un Eco Tuk Tuk turístico hasta la bola de pasajeros mientras dos avezados guiris recorren en sendas bicicletas alquiladas una calle en dirección prohibida para después montarse en la acera, poniéndose y poniendo en peligro incluso a los que circulan pacíficamente en andador. Y no puedo por menos que emitir un suspiro, a modo de lamento, porque me siento pobre, cansada y desubicada en mi propio rincón del mundo que cada vez parece menos mío y más una sombra de lo que fue. Como me dijo hace poco una vecina, “el barrio ya no es el barrio”.

Quizás, Málaga no necesite ser “Ciudad Amiga de la Infancia” (si no fuera por aquellos carteles ni me habría enterado), ni Capital Cultural Europea, ni albergar una Expo, ni ser Capital Europea de la Juventud. Quizás, nos bastaría con ser Málaga, la Capital Europea de los malagueños. Y con eso ya estaría.