Artista visual
13/07/11. Opinión. Rogelio López Cuenca cuenta en EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com su experiencia en la primera edición de Artifariti y extiende la reflexión desde la cuestionable validez de este encuentro hacia los acontecimientos que estamos viviendo en la actualidad. “El programa no coincidía precisamente con mi idea de la práctica artística, de modo que sólo la insistencia de viejos amigos implicados en el proyecto consiguió vencer mis reticencias a tomar parte en el evento, en el que finalmente colaboré con un par de conferencias dirigidas a hacer un repaso crítico del rol de las artes en la esfera pública y con la intención de propiciar la apertura de un debate en torno a su necesaria reformulación”.
Relecturas/2: Artifariti
EL hecho de que, con escaso días de margen, hayan coincido, por un lado las últimas noticias de la represión de los intentos de acampada de protesta de jóvenes saharauis en El Aaiun –de las que ha dado fe EL OBSERVADOR - y por otro, la presentación pública de la V edición de ARTifariti, me ha hecho recobrar el texto que escribí para el catálogo de la primera convocatoria de estos Encuentros Internacionales de Arte en territorios liberados del Sahara Occidental, a los que fui invitado a participar en 2007.
EL proyecto consistía en viajar a la población de Tifariti, en territorio saharaui bajo control del Frente Polisario, donde, tras dos semanas de estancia se exhibirían las obras que se hubieran producido in situ durante ese tiempo, procurando, en lo posible, hacer uso de “materiales autóctonos y disponibles en el lugar (piedra, arcilla, huesos, árboles secos, telas de jaimas, restos de material de guerra…)”. El programa no coincidía precisamente con mi idea de la práctica artística, de modo que sólo la insistencia de viejos amigos implicados en el proyecto consiguió vencer mis reticencias a tomar parte en el evento, en el que finalmente colaboré con un par de conferencias dirigidas a hacer un repaso crítico del rol de las artes en la esfera pública y con la intención de propiciar la apertura de un debate en torno a su necesaria reformulación.
TRANSCRIBO el texto:
"EL capitalismo neoliberal encuentra en la cultura un resorte básico para el control social, para la creación e imposición de consenso en torno a lo que se presenta y es percibido como lo real. Esto otorga al mismo tiempo a las prácticas artísticas un papel también central a la hora de plantearse como espacios de resistencia, desde donde representar todo aquello que lo que los medios de comunicación masivos consiguen ocultar en su continuo y sobrecargado flujo de informaciones transitorias y perecederas.
EN un momento en que la situación global del mundo, después de la Guerra Fría, ha relegado a un espacio marginal, prácticamente de olvido, la injusticia y la ilegalidad que sufre el pueblo saharaui, es preciso, más que un proyecto como el presente, un trabajo en la vieja metrópoli, donde contar, mostrar y sobre todo contextualizar históricamente el conflicto. Y creo que es indispensable trenzar ese proyecto con el mundo de la educación, ya que los mayores podemos tender por comodidad a olvidar las fastidiosas cuentas pendientes con el pasado, pero no podemos reprochar a los jóvenes su indiferencia acerca de algo que directamente ignoran. Es necesaria la inserción de un discurso crítico en la enseñanza sobre el problema saharaui, dentro de la revisión de nuestras responsabilidades como potencia colonial y acerca de nuestra mala conciencia respecto al “glorioso” pasado imperial.
HAY tres niveles de trabajo que podemos desarrollar los que estamos implicados en este proyecto. Uno, como artistas, como trabajadores de la industria de la comunicación, que es donde estamos, de darle visibilidad al conflicto a través de nuestro trabajo. Un segundo plano, en nuestro papel como ciudadanos, de presionar a nuestros gobiernos, ya que en un estado de derecho tenemos esa posibilidad y es un deber moral. Por último, los que participamos concretamente en este proyecto, tendríamos que empezar por renunciar a esa tendencia neocolonial consistente en, considerando nuestros modos de producir arte los únicos dignos de tal nombre o los más evolucionados, enseñar nuestras técnicas a los “otros” primitivos o atrasados y pasarle la mano por el lomo a los artistas locales con un “por ahí vais muy bien, cada vez os parecéis más a nosotros…”. En su lugar habría que plantear un diálogo que intente dar valor a las prácticas que se están realizando en el interior de la cultura local, para que haya un momento en que esa producción cultural local tenga la capacidad de autorrepresentarse críticamente y de mostrar el conflicto en nuestro entorno.
SI bien estas tres líneas de acción no deben contemplarse como independientes, quisiera insistir en este último aspecto, que es el que directamente atañe al proyecto Artifariti. El punto de partida tendría que ser el reconocimiento y la revalorización de unas prácticas culturales que han sido despreciadas por el colonizador y que todavía hoy seguimos considerando como menores, más ligadas al folklore o las artes aplicadas. Si en una determinada cultura nos encontramos, por ejemplo, con que no se ha desarrollado una producción de pintura o de escultura al modo occidental, no hay que forzar que esto suceda, como si esa fuera una reválida indispensable para ingresar en el Olimpo de la Alta Cultura.
CREO que hay que empezar estableciendo un escenario de intercambio más horizontal e igualitario de información y de conocimientos. A los artistas que trabajan y viven aquí les vendría muchísimo mejor familiarizarse con un tipo de prácticas que se están ahora mismo desarrollando en otros países de África o en América Latina, trabajos que se caracterizan por su relectura de las culturas autóctonas y que si bien están fuertemente arraigados en las propias tradiciones no son por ello en absoluto nostálgicas ni pasatistas sino que, al contrario, hacen un uso radical y sorprendente de las tecnologías contemporáneas.
EN la actualidad, las producciones culturales y artísticas más interesantes que se están originando a lo largo de la orilla sur del Mediterráneo están relacionadas con la imagen en movimiento, con el vídeo, con el cine, con una manera de mirar respecto a la que la mayoría del pueblo saharaui no vive ajena. Las nuevas tecnologías de la comunicación no hay que importarlas, están ya aquí. Las antenas parabólicas erizan los tejados de los campamentos, los teléfonos móviles son un instrumento básico en la vida diaria, los jóvenes resistentes en el Sáhara ocupado documentan y cuelgan sus acciones en Internet…
LO que aquí no hay son galerías de arte, y probablemente no hagan falta. Por el contrario, se dan condiciones para desarrollar otro tipo de prácticas artísticas, existe un contexto riquísimo y propicio para poner en marcha otro tipo de proyectos. Los artistas con vocación de intervención política, en Europa, en América, en Occidente estamos luchando por salir fuera del museo, por romper sus límites -y no me refiero solamente a salir a la calle a exponer arte a la intemperie, sino a salir de esa lógica de producción del artista que se exhibe a sí mismo- y enfrentarnos a un tipo de práctica que tenga no solo como objetivo sino como sujeto a la colectividad, que no utilice lo político como una referencia, como un tema de repertorio.
EN ese sentido, no se puede dejar de observar cómo la mayoría de las intervenciones presentadas en este proyecto pertenecen de un modo inconfundible a una tradición cultural europea caracterizada por la objetualidad de la obra y la expresión individual del autor, y representan un modelo, por más que bienintencionado, a fin de cuentas pernicioso, que aterriza cargado de un pretendido prestigio en un contexto absolutamente extraño, a modo del culto cargo.
LO que desde luego parece evidente es que lo último que hace aquí falta es la existencia de un arte autónomo, separado, destinado a su contemplación, al modo de la tradición occidental, ya sea en espacios específicamente destinados a ello, como los museos, ya sea a la intemperie.
PARA próximas convocatorias habría que plantearse otros modos de hacer, un tipo de práctica que vaya más allá de la escenificación del compromiso personal del artista –la foto del famoso engagé que sirve como imagen propagandística, al modo del festival de cine que se realiza en Tinduf– que tenga más en cuenta el contexto tanto geográfico como temporal en que nos encontramos, que reconozca que todo esto circula a otra velocidad, tiene otra dimensión, tiene otra intención, y que no debemos intentar parecernos a lo que vemos en las ferias de arte y los grandes eventos culturales europeos, porque no tenemos esos medios y al final todo acaba pareciendo un quiero y no puedo y una copia cutre. En ese sentido, propondría la apertura de un proceso de investigación transdisciplinar, sin un objetivo excesivamente acotado en cuanto a su formalización, sin planearse de antemano la realización de una obra, y a partir del lugar al que esa investigación nos condujera, y atendiendo a las cualidades de los materiales recopilados, plantear el siguiente paso.
MÁS que en exhibir nuestro trabajo y exhibirnos en el majestuoso marco del desierto, deberíamos dirigir nuestros esfuerzos a la provisión de herramientas que permitan al pueblo saharaui la producción de modos de narrar y representar la propia identidad, su historia, su situación actual y su permanente evolución, su proyección hacia el futuro”.
DESDE entonces hasta ahora, las sucesivas ediciones de ARTifariti han evolucionado en el sentido de involucrar a artistas de prestigio y produciéndose obras de indudable interés, abriéndose a experiencias emparentadas con prácticas relacionales, lo que ha redundado en la ampliación de su proyección pública y su presencia en los medios, así como en el afianzamiento de apoyo institucional, lo que aseguraría su continuidad. Pero cabría preguntarse, de un lado, si el objetivo era ése y, de otro, si no se ha acabado asumiendo como inevitable la reducción del papel del artista al de celebrity que presta su imagen como reclamo para atraer los focos y las cámaras, mistificando y banalizando así, en última instancia, con una fórmula retórica y conformista que iguala a todas las víctimas -todas dignas de pietas-, la causa que motiva el gesto solidario.
Y lo que sigue quedando pendiente es la reflexión acerca de si el formato de este proyecto es capaz de desempeñar una función descolonizadora; o todo lo contrario; hasta qué punto desafía o refuerza la percepción de un Sur global pasivo, colonizado por el narcisismo compasional de las culturas dominantes; o si hace uso o no de formas propias de un neocolonialismo de terciopelo, a la renovación de cuyo arsenal estratégico contribuye mediante la cosificación de toda alteridad que amenace el edificio de nuestra pretendida superioridad -con sus dicotomías inexorables: Norte/Sur, centro/periferia-, sosteniendo la vana ilusión de un escenario que hace ya tiempo que se vino abajo, y que Iván de la Nuez ha descrito como un reparto de papeles que no es sino la reactivación de un sistema de relaciones estrictamente planificadas desde occidente y que en el ámbito de la cultura es heredero del orientalismo decimonónico y el primitivismo de las vanguardias: “las periferias, el sabor, y Occidente, el saber”.
IVÁN es cubano y sabe de la ingenuidad con que con demasiada frecuencia las buenas intenciones, los buenos corazones son presa de los cantos de sirena del metarrelato que las élites tercermundistas proyectan: hacia fuera el alegato libertario y hacia adentro su reducción a un universo unívoco y autocrático. Todo en nombre siempre de un porvenir radiante que nunca acaba de hacerse efectivo. Es frente a esto contra lo que se han rebelado los indignados jóvenes árabes, convirtiéndose en protagonistas de unos procesos revolucionarios que nadie preveía, en los cuales la presencia de las nuevas tecnologías han tenido el decisivo papel que se atisbaba ya en el uso que los jóvenes saharauis venían haciendo de ellas. La primavera árabe enarbola banderas nacionales pero reclama un tipo diferente de discurso identitario de aquel de las élites: la democracia, la toma de control sobre las decisiones que afectan a sus propias vidas… aquel objeto inmóvil, el icono viviente del sacrificio heroico y la epopeya –incómoda postura que ellos mismos nunca habían elegido- se desdobla como un sujeto agente y múltiple que repele la mirada “inocente” que lo quiere u-tópico y exótico, que lo necesita como destinatario de una piedad que actúa como parálisis. De unos y de otros.
LA construcción interesada de la imagen del excolonizado transformado en permanente víctima necesitada del intervencionismo de Occidente -antaño en nombre de la “civilización”, ahora bajo la bandera de los “derechos humanos”– estalla sin vuelta atrás cuando el subalterno ha tomado la palabra. En la Puerta el Sol, durante la acampada del 15M, un grupo de jóvenes mostraba una pancarta con el texto “Somos saharauis. Venimos apoyar el pueblo español”. Nunca estuvo más clara la radical indignidad de la pretensión de hablar por otros.
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