OPINIÓN. Flâneur. Por Rogelio López Cuenca
Artista visual
21/11/13. Opinión. El reconocido artista visual Rogelio López Cuenca retoma su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com y lo hace volviendo la vista al pasado y hablando del “mal de archivo”. “Lo confieso, el periódico de ayer, la revista del mes pasado -o mejor, de hace un año, o de hace diez- me atrae de una manera irresistible. ¿Será grave?”.
Mal de archivo
EN 1994 Derrida pronunció su célebre conferencia “Mal de Archivo” (Mal d'Archive: Une Impression Freudienne). La charla comenzaba reflexionando acerca de cómo los desastres que marcaban el final del milenio podían ser en sí mismos contemplados como “archivos del mal”, y cómo habían sido y eran sistemáticamente objeto de manipulaciones, cómo son “disimulados o destruidos, prohibidos, desviados, reprimidos”: el control de los archivos es esencial para el poder político.
ESTA misma revista, EL OBSERVADOR, con frecuencia “tira de archivo”; esto es síntoma –como lo son también la creciente presencia de ese recurso, el archivo, en las prácticas artísticas contemporáneas, o el desbordamiento del territorio de lo antes privado (las fotografías que los particulares publican en la red) y hasta de lo secreto (Wikileaks)- por una parte, de una, antes inimaginable, facilidad de acceso a la información que el desarrollo tecnológico ha propiciado; y por otro, de la creciente desconfianza hacia el modelo de historia “patriótica”, ese autoritario embellecimiento que deforma los hechos y elabora, en torno a las hazañas de los héroes y de determinados acontecimientos “fuertes” cuidadosamente seleccionados, una primorosa narración enfilada a una culminación que, ¡ay!, nunca se consuma plenamente, pero que sirve de coartada infalible a los sacrificios que, siempre “temporalmente”, se nos exigen en aras de ese esplendoroso porvenir.
UNA de las más hermosas acuñaciones freudianas es la de “la novela familiar del neurótico”, que describe el proceso de fabulación que el desengaño y el despecho provocan en el niño –el sujeto “en construcción”- que, secretamente, alimenta la fantasía de que sus orígenes son más ilustres de lo que aparentan, que quienes parecen ser sus padres no los son realmente, que son otros que vendrán algún día en su rescate en su carroza dorada: ensoñaciones de grandiosidad como venganza del descubrimiento de que la realidad no es tan brillante como uno se creía. Estas idealizaciones afectan igualmente a las naciones y otras identidades colectivas, que se debaten atrapadas entre esa dicha prometida que nunca acaba de llegar –pues nuestros enemigos nos lo impiden- y aquella añorada edad de oro, primigenio paraíso perdido entre las sombras del pasado. Un pasado, por más que imaginario, del que emergen, entre escombros, vestigios inmortales de remotas glorias.
LAS relaciones entre el psicoanálisis y la arqueología no se limitan a que fuera Freud desde joven un ferviente aficionado y coleccionista de antigüedades. Él mismo explica cómo el analista se ve “obligado a destapar muchas capas de la psiquis de su paciente antes de poder encontrar el elemento más valioso, que se halla escondido en lo más profundo". Los dos, arqueología y psicoanálisis, son modos de recuperar aquello que a primera vista se hubiera dicho muerto y sepultado, de desenterrar aquello que parecía olvidado para siempre, concluido, agua pasada definitivamente; pero, y esto es importante, a ese sacar a la luz suman otro paso indispensable: articular lo que se ha rescatado de modo que se haga legible, comprensible; y plantear así cuestiones, no solamente acerca del pasado sino del modo en cómo éste determina nuestras vidas, tanto individuales como colectivas.
YA de chico, por lo que contaban otros niños, por las conversaciones con otros compañeros, en la escuela, o con vecinos, y por la propia experiencia, llegaba uno a la conclusión de que las madres se dividían en dos grandes grupos: las que lo tiraban todo y las que lo guardaban todo. Con el tiempo aprendimos que no era sólo cosa de madres; que esta taxonomía podía aplicarse –matizada por la oportuna gradación- a todo el mundo. Yo, me temo, tiendo más al grupo de los que nos estremecemos al reconocernos en una noticia que habla de una anciana que ha sido desalojada de una casa donde guardaba, yo qué sé, montones de cajas de cartón, bolsas de plástico, periódicos atrasados… La pesadilla parece una versión de “Farenheit 451”: bomberos entrando por las ventanas, obreros con mascarilla cargando con palas todo en camiones de basura, la policía que te arrastra esposado hasta el furgón…
LO confieso, el periódico de ayer, la revista del mes pasado -o mejor, de hace un año, o de hace diez- me atrae de una manera irresistible. ¿Será grave? Una parafilia, claro ¿una perversión quizá? ¿Próxima a la necrofilia, contigua a la escatofagia? Incluso argumentando que, además de placer, veo en esos desechos un objeto de análisis, un campo de trabajo, no se puede dejar de recordar el desdén con que Borges tachaba al psicoanálisis, y precisamente por rebuscar en los detritos, de cochinada, “la rama obscena de la ciencia ficción”.
POR fortuna, comparto con otros esta carroñera tendencia a la relectura, a la resistencia a desechar como obsoleto tan rápidamente todo. Hay artistas, escritores e investigadores con los que se encuentra uno en el vertedero. Por citar sólo uno, Muntadas -a quien un crítico calificó una vez como “media scavenger”, como un cartonero de los mass media, como un rebuscador en las basuras, incluida la e-basura- y su proyecto en proceso “Political Advertisement”, en el que, con Marshall Reese, recopila la propaganda televisiva de las elecciones presidenciales estadounidenses desde 1952 hasta hoy.
El artista como cartonero
O chatarrero, o recolector, excavador, pepenador -en México, del nauhatl “pepena”: recoger, escoger-, o espigador… existen en castellano multitud de términos para describir a los que trabajan con los restos, con los desperdicios; palabras que definen también esta actitud de los que nos negamos a obedecer la orden de tirar maquinalmente el periódico de ayer, de olvidar, por caducos, sus titulares, las noticias de campanudos anuncios, dignos de “Bienvenido Mr Marshall”, de alcaldes y presidentes, las promesas de los candidatos en campaña electoral…
WALTER Benjamin nunca completó su Libro de los Pasajes. El Libro, en un principio, iba a incluir el estudio, inconcluso también, Charles Baudelaire. Un poeta lírico en el apogeo del capitalismo. En él anota:
“HE aquí un hombre que ha de recoger la basura de una jornada de la capital. Todo lo que la gran ciudad desechó, todo lo que perdió, todo lo que despreció, todo lo que hizo pedazos, él lo registra y lo recoge. Coteja los anales del exceso, el Cafarnaún de los desechos. Clasifica las cosas, hace una selección acertada; se comporta como un avaro con su tesoro reuniendo las basuras que, entre las mandíbulas de la diosa industria, se convertirán en objetos útiles o agradables”. Esta descripción es una única y prolongada metáfora del proceder del poeta según el sentir de Baudelaire. Trapero o poeta, a ambos les conciernen los desechos.
EL trabajo de sacar del silencio esos despojos diarios, rescatarlos de su inexorable caducidad, tiene también en común con el psicoanálisis su interés por detenerse en lo aparentemente banal; por leer, interrogando a lo explícito, lo que no ha sido dicho tan evidentemente; atisbando, como en un jeroglífico, su condición de signo, de señal de otra cosa.
PERO para que este volver sobre lo prescrito no se reduzca a una actividad pasatista, nostálgica y estéril, se han de tejer sin cesar nuevos vínculos con lo contemporáneo. No basta recoger y almacenar, clasificar los datos. Hay que hacerlos visibles, accesibles e interpelarlos para reactivarlos.
EL modelo puede ser -y en este caso lo es- la lógica de “caja de zapatos” del Libro de los Pasajes: proponer constelaciones relacionales para esos infradocumentos, marginalia, para esas imágenes fugaces, para aquellas palabras condenadas a la interinidad de las noticias; rescatarlas de los que Benjamin llamaba “la calderilla de lo actual”, porque sólamente fuera del contexto de la velocidad de una circulación constante que las precipita en la futilidad más abosulta –y que es precisamente lo que emborrona la posibilidad de su interpretación-, sólo una vez desfuncionalizadas, pueden atreverse a revelar su condición más real: en el diario atrasado, el recorte de prensa amarillento, en el folleto ajado, todos paradigma de lo obsoleto, de lo sentenciado de antemano a la inutilidad, a ser olvido, es posible advertir la potencialidad de una historia “otra”.
“SI nos interesa el pasado”, escribe el historiador anarquista Miguel Amorós, “es porque su restablecimiento fidedigno resulta un acto contra el poder, ya que este extrae su fuerza del control de la verdad, la falsificación de los recuerdos y del olvido. Por suerte, la verdad es incontrolable”.
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