OPINIÓN. La ciudad de nuestros pecados. Por Salvador Moreno Peralta
Arquitecto

moreno_peralta.jpg08/03/11. Opinión. “Dámaso Ruano siempre nos explicó con enorme simplicidad algo que parecía inextricable: que la abstracción, en arte como en todo, se nutre de lo concreto. El círculo del sol, la línea del horizonte, la verticalidad de una palmera, el tornasol de un crepúsculo, los menhires, las...

OPINIÓN. La ciudad de nuestros pecados. Por Salvador Moreno Peralta
Arquitecto

moreno_peralta.jpg08/03/11. Opinión. “Dámaso Ruano siempre nos explicó con enorme simplicidad algo que parecía inextricable: que la abstracción, en arte como en todo, se nutre de lo concreto. El círculo del sol, la línea del horizonte, la verticalidad de una palmera, el tornasol de un crepúsculo, los menhires, las columnatas de ciudades construidas por los dioses… son abstracciones concretas que sobrecogen el ánimo del minúsculo ser humano que se defiende de ello con la religión, con el arte, y a veces con las dos cosas”, escribe el colaborador de EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com Salvador Moreno Peralta en esta artículo en el que rinde homenaje al artista paleño Dámaso Ruano.

La aritmética de los sentidos

QUIERO
a Dámaso Ruano: le quiero por él, por lo que hace, por Pilar, por haber sembrado la simiente del Arte en mis hijos, y porque en mi mundo doméstico se respira la atmósfera estimulante que emana de sus muchos cuadros que me rodean. Quiero a Dámaso y a pesar de ello siempre me resultó muy difícil escribir sobre su pintura por un problema que una vez explicó certeramente el profesor García Berrio: para disfrutar de la música necesitamos del oído; para disfrutar de la pintura, de la vista. Pero si queremos hablar de la música o de la pintura, si queremos inculcar a otros nuestra pasión por ellas, necesitamos de la palabra, del préstamo de la literatura, de ahí que la expresión plástica del artista ha de transformarse, obligadamente, en expresión verbal en el comentario, y de ahí también que toda crítica de la pintura- como ocurre con la misma crítica literaria- acabe siendo una “paráfrasis” de las imágenes visuales. Con los cuadros de Dámaso he llegado a un punto en que me pueden extasiar tanto que prefiero no decir nada de ellos, convencido de que, si lo hiciera, se desvanecería su magia y, en el peor de los casos, cometería la traición del traductor. Pero ahora que a Dámaso nos lo han transmutado en calle coincidiendo con la exposición “Paréntesis (1994-2004)” en la Galería Taller Gravura, ante estos magníficos acrílicos sobre papel en técnica mixta, saco del archivo unas notas que me sentí obligado a escribir tras su última y colosal exposición, hace ahora tres años, en el Museo Municipal. Aunque fuera desde la osadía de la subjetividad y el intrusismo en el terreno de los verdaderos expertos en arte, uno se sentía obligado a decir algo ante la enorme belleza de lo que estábamos viendo en aquellas salas de La Coracha.

CON aquella obra nos encontrábamos con el Dámaso de siempre pero iniciando, en el colmo de su madurez, el despegue hacia destinos inesperados, con el atrevimiento de quien puede empezar a ponerse el mundo por montera. Ya sabíamos del Dámaso de las composiciones ortogonales, de los encuadres en trampantojo que encuadraban otros encuadres, y otros, y damaso_ruano1otros, sin saber al final donde estaba el primero, pero siempre captando y deteniendo uno de esos instantes mágicos en los que la  naturaleza, la realidad, se nos muestra pitagórica y euclídea. Dámaso siempre nos explicó con enorme simplicidad algo que parecía inextricable: que la abstracción, en arte como en todo, se nutre de lo concreto. El círculo del sol, la línea del horizonte, la verticalidad de una palmera, el tornasol de un crepúsculo, los menhires, las columnatas de ciudades construidas por los dioses…son abstracciones concretas que sobrecogen el ánimo del minúsculo ser humano que se defiende de ello con la religión, con el arte, y a veces con las dos cosas. Daba  en el clavo Mario Virgilio Montañez cuando decía  que Dámaso no es un místico aunque pueda parecerlo, sino un neoclásico en el sentido pitagórico del término. Dámaso manifiesta, en efecto, una voluntad pitagórica, pero lo pitagórico es una abstracción y Dámaso- aunque pueda parecer un místico abstracto- pinta una realidad en la que imperan las leyes de lo concreto, de lo natural, de la pasión y del error. ¡Si ya el mismísimo Partenón tenía que modificar el intercolumnio de sus pilares extremos! Dámaso parece abstracto pero pinta la naturaleza, y la naturaleza no comete errores: el único error es ser perfecto.

ESTA dualidad de Dámaso-Pitágoras pasado por el filtro de la pasión y la vida- se muestra en su última obra con registros nuevos. Sigue encuadrando realidades misteriosas desde “ventanas” misteriosas, pero esta vez nos sorprendió con la incorporación de trasfondos diagonales, a poner el punto de fuga fuera del encuadre, a expandir su mirada reflexiva fuera del marco; ha distorsionado sus tótems con las geometrías imposibles de Enscher, forzó la realidad con trasfondos de paisajes a lo Max Ernst, en alguna ocasión rendía un homenaje a De Chirico… y siempre haciéndonos partícipe de un juego que nos descoloca y nos estimula: bellísimos relieves de cartón en los que lo apolíneo y lo dionisíaco se entrecruzan, lo orgánico y lo racional, la línea y la materia, todo ello en una síntesis lograda con un sentido inigualable de la composición y el color. Dámaso siempre ha estado resonando a su mundo. Dámaso es una planta que al abrirse emite esporas de Tetuán, de Málaga, del mar, de las calles de El Palo, de los paisajes mediterráneos, de las miradas que le precedieron… La materia de un artista se nutre de las infinitas miradas que le precedieron, pues el mundo ES en tanto que fue visto por una pléyade inmemorial de artistas que supieron mirarlo antes que nosotros, y por siempre percibiremos el mundo bajo el prisma de sus descubrimientos.

PERO no nos pongamos serios y circunspectos ante los cuadros de Dámaso. Dejemos que su pintura  nos lleve de viaje y ejerza en nosotros, sin esfuerzo, una pedagogía de la mirada. Al cabo de un rato veremos cómo, sin movernos de nuestro sitio, nos habrá llevado por lugares insospechados, aunque muy probablemente tengamos la sensación de que ya habíamos estado allí… como en su calle de El Palo, que, a poco que se sepa elegir bien el encuadre, comprobaremos que estaba llena de dámasos. Porque en el centro del mundo está el número pitagórico, sí, pero la tarea del verdadero artista consiste en ser capaz de descubrirlo desde una aritmética de los sentidos.

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