Coordinador del Gabinete de Estudios de la Naturaleza de la Axarquía

OPINIÓN. El buen ciudadano. Por Rafael Yus
Ramos
Coordinador del Gabinete de Estudios de
la Naturaleza
de la Axarquía
26/05/09. Opinión. Las argumentaciones alrededor de los derechos de los
animales han emergido con fuerza en los últimos años, en el entorno de una
preocupación generalizada, y que se manifiesta en distintas formas según cada
país y sus tradiciones. En España, la frontera del debate la marca, a mucha
distancia de cualquier otro factor de influencia, el fenómeno único de las
corridas de toros, que Rafael Yus describe como “todo un
espectáculo de crueldad y sangre al estilo del circo romano, que alienta los
sentimientos de violencia en unos espectadores ávidos de emociones fuertes”. EL OBSERVADOR /
www.revistaelobservador.com
publica en esta
segunda colaboración de su autor en la sección El buen ciudadano, una reflexión amplia y bien documentada sobre la
que está convencido que es la razón correcta para rechazar todo sufrimiento
animal: el derecho a la vida.
Una
nueva perspectiva para la teoría de los derechos de los animales: el derecho a
la vida
la
postura dominante de la filosofía moral ha sido siempre la de considerar que
los entes racionales (con capacidad de razonar) son los únicos agentes
morales, es decir, los que tienen capacidad de elaborar principios morales
y elegir composturas respecto a ellos y en relación con otros agentes morales.
Esta premisa de racionalidad excluye a los niños, disminuidos psíquicos y
animales, a los cuales se les ha venido considerando como pacientes morales,
es decir, receptores de la acción moral de los agentes morales. Según esto, los
agentes morales (el hombre adulto) no tienen ningún deber moral con los
animales, pues éstos no son agentes morales, admitiéndose tan sólo un deber
moral en cuanto a las consecuencias de nuestra acción sobre ellos (por ejemplo,
despertar sentimientos a otros agentes morales por el maltrato a los animales).
Así pues, desde esta filosofía, los animales no tienen derechos y por tanto el
hombre no tiene ningún deber hacia ellos.
frente
a esta postura, en los años ochenta surge una nueva concepción moral: la Ética
de los Sujetos Conscientes, que conduce a la Teoría de los Derechos de los Animales. El punto
de partida de esta teoría es que el bien moral intrínseco no consiste en ser
‘racional’ sino en ser ‘consciente’, es decir, tener capacidades tales como la
percepción, la memoria, sentimientos de placer y de dolor, etc., y que, por
tanto, puede preocuparse por su bienestar. Este principio sí es aplicable a los
infantes, a los disminuidos psíquicos y a los animales superiores (al menos los
mamíferos), pues todos ellos tienen consciencia. Desde esta nueva perspectiva,
los humanos, como agentes morales, tenemos un deber moral con todo tipo de sujetos conscientes, sean
agentes morales (personas) o simples pacientes morales (por ejemplo, animales).
Cualquier sujeto consciente (sea racional o irracional) tiene por tanto derecho a no ser perjudicado por
intereses no generalizables a todos los sujetos conscientes, como puede ser
ciertas actividades lúdicas (por ejemplo, corridas de toros, caza, peleas,
etc.). Tan sólo una inevitable situación de conflicto (por ejemplo, hambre,
amenaza) puede ser resuelta a favor del individuo que menos pérdida suponga su
sacrificio. En conclusión, según esta nueva teoría, los pacientes morales, que
son sujetos conscientes, entre los cuales se encuentran los animales, tienen
derechos, pero, al contrario de los agentes morales, no tienen ningún tipo de
deber hacia los demás sujetos conscientes, ya que carecen de capacidad de
raciocinio. Los animales tienen derechos respecto de los agentes morales, pero
no deberes hacia éstos, mientras que el hombre, como agente moral, sí tiene
deberes hacia cualquier sujeto consciente, como son los animales: tiene que
respetar sus derechos y atenderlos como pacientes morales, especialmente cuando
adquieren responsabilidad de su cuidado.
por
supuesto, los derechos de los animales se refieren a sus necesidades como tales
animales. El hombre posee derechos (derecho a la libertad de expresión, derecho
al voto, etc.) que no tienen sentido en los animales, pues son derechos que
sólo pueden disfrutar los sujetos racionales. Pero otro tipo de derechos más
primarios, como el de manutención, la integridad física, la libertad de
movimiento, el del buen trato y el del bienestar en general, que comparten con
el hombre, sí son derechos que han de ser respetados en los animales. Así pues,
es preciso aceptar una práctica coherente en la que, aún tratando desigualmente
a los animales en aquello que les diferencia de los seres humanos, les tratemos
de la misma forma que a los humanos en lo que tienen de igual.
las
consecuencias de la Teoría
de los Derechos de los Animales son más que evidentes para una cultura, como la
nuestra, esencialmente antropocéntrica, que desde tiempos inmemoriales ha
tenido una visión utilitarista del animal. Inicialmente aparecería la caza, por
una supuesta necesidad de alimentación y vestido, seguida luego de la actividad
ganadera, para continuar como objeto de sacrificios religiosos, como fuerza de
trabajo (en ocasiones castrándolos o hibridándolos), como herramienta para la
experimentación biomédica, como animal de compañía, como elemento lúdico, como
objeto decorativo, etc. En todos estos casos aparece un utilitarismo
antropocéntrico, violándose sistemáticamente los derechos de los animales.
entre
las ‘utilizaciones’ que se ha venido haciendo de los animales por parte del
hombre, figura la función lúdica
o de recreo. Esta es una función que se ha desempeñado desde tiempos
inmemoriales, centrándose en la actividad que se obliga a hacer a un animal en
solitario (piruetas y juegos de delfines, loros, cabra, etc.), o bien en
compañía de otro animal (peleas de gallos, de perros, etc., carreras de galgos
y de otros animales) o entre un animal y el hombre (corridas de toros). Muchas
de estas actividades están fuertemente arraigadas en la tradición de algunos
pueblos, hecho que dificulta su cuestionamiento. Otras están ligadas a sectores
productivos detrás de los cuales hay puestos de trabajo e intereses económicos
creados en torno a los mismos (corridas de toros, caza y pesca). Pero la
sensibilidad actual hacia el sufrimiento animal está provocando un retroceso en
este tipo de actividades, debido a lo cual ya van apareciendo leyes que
prohíben o regulan la crueldad en algunas de ellas, como sucede con las peleas
de gallos o de perros. Sin embargo, es paradójico que todavía no se haya
arbitrado ninguna medida en torno a la corrida de toros, la mal llamada fiesta nacional, un escenario de
crueldad hacia los animales muy cuestionada fuera y dentro de nuestro país,
pero difícil de erradicar por los intereses que ha aglutinado en su alrededor a
lo largo de siglos de tradición. La sinrazón política de no cuestionar la fiesta nacional es inversamente
proporcional al cuestionamiento creciente de la población española, como
demuestran los últimos sondeos de Investiga (antes Gallup). Si se mantiene es
por cobardía, por miedo a enfrentarse con el lobby taurino y hacerse
impopular, no porque haya más de un 20% de la población española que sea
protaurina. A los hechos me remito: Cristina Narbona fue la primera ministra en
mostrar su rechazo y ya está retirada de circulación.
el
debate en torno a las corridas de toros es emblemático de la estupidez humana a
la hora de defender lo indefendible y puede ser representativo de los debates
en torno a otras actividades lúdicas con animales. Por ello, nos parece de
interés resumir la discusión sobre los argumentos de su defensa.
no hay crueldad. Es totalmente falso.
La corrida de toros no se limita a matar al animal, sino que se hace pasar a
éste por una larga tortura en la que hay crueldad y ensañamiento. Se empieza
por la preparación del toro (para
disminuir su bravura) a pesar de su prohibición (untar con vaselina los ojos,
meterle estopas en las fosas nasales, darle golpes en los riñones con sacos
terreros, afeitarle los cuernos, etc.). Luego, para que salga a la plaza se le
clava la divisa; a continuación viene
el capoteo (por cierto la parte más artística y menos lesiva para el animal,
que estaríamos dispuestos a admitir como única forma de mantener las corridas).
Luego viene el tercio de varas
mediante el cual el picador trata de romper los músculos del cuello barrenándolos
hasta 40 cm;
luego viene el tercio de banderillas
con los que se clavan arpones para desangrar al animal; finalmente llega el
momento de matar mediante un largo
sable y, dado que frecuentemente se hace mal, se termina matando al animal a
base de puntillazos en la nuca. Todo un espectáculo de crueldad y sangre al
estilo del circo romano, que alienta los sentimientos de violencia en unos
espectadores ávidos de emociones fuertes.
hay otras salvajadas. Es un argumento
inconsistente pues equivale a aceptar el mal porque existen otros males. Una
salvajada no se justifica porque existan otras salvajadas igualmente
repudiables. Lo que es irracional es que la legislación andaluza prohíba las
peleas de gallos o de perros y no las peleas entre hombres y toros.
es tradicional. Curiosamente, defendido
por algunos antropólogos posmodernos y políticos y artistas metidos a
antropólogos amateurs, que quieren
ver en la corrida de otros un rito de la tribu española, introduciendo así la
idea relativista de que ‘lo que es cruel para una cultura no lo es para otra’,
como si las tradiciones fueran inamovibles y no evolucionaran con la cultura.
Recuérdese que en nuestra propia cultura, más del 85 % de la población está en
contra de las corridas de toros.
el toro no sufre. Se afirma que el
sufrimiento es cosa de los humanos. Nada más lejos de la realidad, al menos en
animales superiores, dotados de las estructuras nerviosas responsables del
dolor. Sus reacciones ante la agresión no dejan lugar a dudas. Es verdad que no
sabemos mucho sobre ‘sentimientos’ en otros animales, pero el dolor es un
mecanismo biológico general para alertar al organismo sobre una amenaza o
agresión.
el toro disfruta. Es una vuelta de
tornillo al argumento anterior pues se afirma que el toro vive como un rey en
la dehesa. Suponiendo que sea así, esto no justifica que luego se le castigue
con el sufrimiento. Esto recuerda al mimo que los romanos daban a los
gladiadores.
se protege
a la especie. Es posible que sea cierto que las corridas han favorecido
los cuidados para preservar la especie del toro ibérico (y la vaca, no lo
olvidemos), pero esto no quiere decir que actualmente no se pueda mantener las
dehesas y los toros como parques naturales, con una protección equivalente a la
de otros animales.
dan carne para comer. Es un argumento
absurdo, pues es ridícula la alimentación que pueden dar seis toros al año en
una ciudad. Además, hay alimentos alternativos y tampoco hay por qué matarlos
con la crueldad que caracteriza a las corridas. Los mataderos disponen de
sistemas menos crueles.
dan prosperidad. Este es el típico
chantaje economicista (parecido a otros debates, como el de los pescados
inmaduros), como si se nos hubiese secado la fuente de imaginación para crear
actividades recreativas para el turismo. También el narcotráfico, la
prostitución, el secuestro, la corrupción urbanística, etc. dan dinero y no por
ello los aplaudimos.
es una honra para el toro. Es
increíble, pero lo dicen a menudo. Se afirma que ‘el destino más grandioso del
toro es morir en la plaza’ y que por tanto, ‘el toro que no llega a la plaza
muere de tristeza’. Es un error infantil antropocentrista, por el que a un
animal irracional se le atribuyen sentimientos y valores exclusivamente
humanos. Cualquier animal se aferra a la vida y esto es ley para todos los
seres vivos.
así
pues, la defensa del espectáculo con animales, del que la corrida de toros es
paradigmática, no tiene la más mínima defensa desde cualquier punto de vista.
Se puede admitir la necesidad de diversión de la gente, se puede admitir la
necesidad de ofrecer actividades para el tiempo libre y el turismo, pero, por
favor, que no sea a costa del sufrimiento de los animales.
pero,
hete aquí que hace poco se publicó un artículo titulado ‘Por qué el toro no
sufre’, el cual creó un revuelo fenomenal. En este artículo el autor
entrevistaba al profesor Juan Carlos Illera, del Departamento de Fisiología
Animal de la Facultad
de Veterinaria de la
Universidad de Córdoba. Al parecer, sus estudios
endocrinológicos concluían que el toro encuentra alivio en la tortura de la
plaza, que sufre más por el estrés del traslado (algo que ya se sabía), pero
que en la plaza, al contrario de lo que se cree, el toro ‘busca’ la tortura
porque ello le hace producir betaendorfinas, unas hormonas que bloquean los
mecanismos del dolor. Todo aparentemente muy científico y correcto, con sus
gráficas y explicaciones.
‘Ya
está’, no importa que el asunto sea discutible incluso en el terreno de la
ciencia. Los tauricidas, cazadores y especistas respiran con alivio. Se quitan
un peso (moral) de encima, pues aunque no lo dijeran, vivían con esa morbosa
contradicción de repudiar el sufrimiento y amar la visión de la sangre y el
peligro. Y ante todo, ‘ya se pueden callar todos los antitaurinos, los ecologistas,
los animalistas, los veganos, los...’ Ya no hay argumentos. Todos gritábamos ‘la
fiesta nacional no es cultura, es tortura’. Si el animal encuentra placer, no
hay tortura, se dirán ahora más que satisfechos los tauricidas. Le da la razón
a los que decían que el toro encuentra placer muriendo en la plaza, y
mitologías parecidas.
de
hecho, toda la tradición de los derechos de los animales se ha apoyado
fuertemente en el argumento de la crueldad (del torturador) y el sufrimiento
(del animal). La clásica y renombrada obra de Peter Singer, autor de Liberación
Animal, se basa en la noción de sufrimiento, que atribuye únicamente a los
‘animales sintientes’. Esta condición reduce mucho el abanico de especies
potencialmente sufridoras, los llamados vertebrados superiores (aves,
mamíferos), pues ello implica un desarrollo del sistema nervioso que no está
presente en los vertebrados más primitivos y aún menos en los invertebrados. Y
no es que sea un mal argumento desde el punto de vista moral, pero sí es un
argumento susceptible de ser discutido en el terreno de la ciencia: ¿hasta qué
punto sabemos qué sienten los demás animales, sean sintientes o no?
la
radicalidad de estos planteamientos anti-especistas conducen a la filosofía
vegana, que llega a negar la coartada de nuestra condición biológica omnívora,
para reivindicar una dieta estrictamente vegetariana, no incluyendo ni tan
siquiera los productos renovables y no cruentos de los animales como los huevos
o la leche. Llegados a este punto planteamos una cuestión: ¿por qué es
moralmente reprobable matar a los animales para nutrirnos y no a los vegetales?
¿No hay en esta posición un excesivo zoocentrismo, al reconocer únicamente el
derecho a la vida a los animales superiores?
si
el asunto del sufrimiento y el dolor es discutible conforme bajamos en la
escala zoológica, y de todos modos es inevitable que tengamos que matar (sea
animal, vegetal o ambos a la vez) para poder nutrirnos (una ley biológica
insoslayable), el argumento que nos queda y que nos une a todos los que
reprochamos la muerte gratuita en cualquiera de sus manifestaciones es el derecho a la vida. Esto no quiere
decir que el asunto del sufrimiento deje de tener sentido, al contrario,
debemos tenerlo presente en el manejo de los animales y al respecto se van
dictando normas para disminuir este problema (menos la intocable fiesta
nacional, claro). Pero ¿acaso es moralmente admisible matar a un animal o
vegetal por puro placer o diversión, simplemente porque ‘no sufre’? El derecho
a la vida es más potente pues según ello, todo ser que esté dotado de ‘vida’
tiene derecho a ser respetado, al menos en su atributo más valioso: su propia
vida. Es la postura que han venido transmitiendo determinadas creencias y
culturas, como las de tipo hinduista o budista. Por supuesto, como en toda
norma, tendrían que darse algunas excepciones bien fundamentadas, de tal suerte
que tenemos que matar por necesidad de alimentación, de defensa o de mal menor,
y aún en estos casos, la muerte no debe ir precedida de sufrimiento. Nótese que
en esta norma queda excluida, pues de ningún modo se puede tolerar como
necesidad básica, la muerte por simple diversión, como sucede con la caza o con
las corridas de toros y otras manifestaciones culturales primitivas.
creo
que todos los que defendemos los derechos de los animales hemos caído en la
trampa de sobrecargar nuestros principios morales con argumentos científicos y
hemos descuidado nuestro principal argumento, que no es otro que el moral. La
ciencia tiene sus procedimientos y lo que hoy puede ser un argumento a favor de
nuestros principios morales, mañana pueden perder su peso. La investigación del
profesor Illeras tampoco es definitiva, pero ahora mismo, a ojos de los amantes
de la mal llamada fiesta nacional,
resta valor a la tesis del sufrimiento animal; ¿es necesario que un animal
sufra para que nos opongamos al espectáculo de la tortura y muerte por razones
de cultura o diversión? Alguien podría contestar que el argumento moral es
endeble, porque los valores son interiorizaciones personales. Pero esto sería
un relativismo que no encaja con el valor universal de la vida. Un valor por el
que nos tenemos que preguntar: ¿puedo moralmente admitir que se siegue o se
torture una vida, sea animal o vegetal, de forma arbitraria, caprichosa o
lúdica? Una reflexión de este tipo nos conduciría, por ejemplo, a rechazar el
concepto mismo de ‘mascota’: ¿qué derecho tenemos de obligar a un animal a
adaptarse (frecuentemente a base de premio y castigo) a las condiciones de
hábitat y costumbres de nuestra especie, sólo para lograr un poco de compañía?
también
hemos caído inconscientemente en una trampa antropocéntrica al compadecer más
al animal que siente que al que no siente, y por la misma línea argumental, al
animal que al vegetal, lo que no deja de ser una versión sutil de especismo, aunque
en su versión positiva: ‘como nosotros somos animales, nos compadecemos de los
animales’, entendidos además en el sentido anglosajón: animales superiores,
principalmente mascotas. La máxima expresión de este principio la exhiben los
partidarios del Proyecto Gran Simio, ya que su principal argumento, aparte de
su posible extinción, es que son seres muy parecidos al hombre: ¿quiere decir
esto que los animales que no son parecidos al hombre no tienen los mismos
derechos? Con ello no quiero decir que los defensores de los animales sean
insensibles a barbaridades como la tala de árboles o la destrucción de un
hormiguero, por poner un par de ejemplos atípicos. Me consta que estas personas
también responden contrariadas a este tipo de acciones. Pero entonces, ¿por qué
no incluir a todos los seres vivos (vegetales, animales no sintientes) como
objeto de nuestra defensa, es decir como pacientes morales, en lugar de
quedarnos en la versión reducida de los animales sintientes y los cuasi-humanos
simios?
por
estos motivos, propongo humildemente que cambiemos la ética del movimiento de
defensa de los derechos de los animales por la más amplia e inclusiva de la ‘defensa
del derecho a la vida’ en todas sus manifestaciones, obviamente con todas las
excepciones que ineludiblemente, por tratarse de necesidades básicas, impliquen
el sacrificio de otro ser vivo, no de forma gratuita ni arbitraria. Una postura
más radical, como la de negar estas excepciones, nos conduciría inevitablemente
a la inanición y por tanto sería incompatible con nuestra propia vida. Dicho
sea todo esto desde el más profundo y constructivo respeto hacia un movimiento
tan humano como el de la defensa de los derechos de los animales.
(1) Ramón, J.L., 6 Toros 6, nº 656, p.9-13 (23-I-2007)
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