Coordinador del Gabinete de Estudios de la Naturaleza de la Axarquía

OPINIÓN. El buen ciudadano. Por Rafael Yus Ramos
Coordinador
del Gabinete de Estudios de la
Naturaleza de la
Axarquía
26/05/10. Opinión. “El
gilismo es un fenómeno extendido. La imagen del desmonte del arco blanquiazul
marbellí, difundida periodísticamente como ‘la caída del símbolo del gilismo’,
parece querer indicar que, como sucediera con los símbolos franquistas, su
eliminación supone la desaparición de las ideas que lo han sustentado y lo
siguen sustentando. Nada más lejos de la realidad”, explica el coordinador de
GENA-Ecologistas en Acción, Rafael Yus en esta nueva colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com.
El gilismo como modalidad endémica de la corrupción municipal.
Bases para su caracterización
EN un reciente artículo, muy agudo,
titulado Un fantasma muy vivo (1),
inspirado a su vez en el relato La historia de un muerto contada por él
mismo de Alejandro Dumas, el periodista José Manuel Atencia criticaba el
afán de distanciarse los procesados en el caso ‘Minutas’, que está
desarrollándose actualmente en la Audiencia Provincial
de Málaga, de la identificación de los mismos con las prácticas del tristemente
famoso ex-alcalde de Marbella, ya fallecido, Jesús Gil, al que pretenden
“cargarle el muerto” de todas las fechorías de las que se les acusa. Este
artículo apareció cuando precisamente estaba sopesando la necesidad de
caracterizar bien el gilismo, frente a la idea que se intenta transmitir, desde
sectores de la defensa jurídica, cuando no de partidos políticos de diverso
signo, de que el gilismo es un fenómeno inherente y exclusivo de su supuesto
creador, Jesús Gil, y que todos los demás casos de corrupción no tienen nada
que ver con estas prácticas. Y esta necesidad cobra especial envergadura
cuando, como intento demostrar en este espacio, el gilismo es un fenómeno
muchísimo más extendido y que en modo alguno ha desaparecido. Gráficamente, la
imagen de Fomento desmontando el arco blanquiazul marbellí (que por cierto
costó la friolera de 720.000 euros de hace 18 años), difundido
periodísticamente como “la caída del símbolo del gilismo”, parece querer
indicar que, como sucediera con los símbolos franquistas, su eliminación supone
la desaparición de las ideas que lo han sustentado y lo siguen sustentando.
Nada más lejos de la realidad, como veremos.
NO
es la primera vez que se intenta caracterizar el gilismo. En su obra Mafia y Corrupción: el Gilismo que no muere. José Cosín (2),
ex-Secretario de Política Municipal del PP en Marbella, cuando la actual
alcaldesa estaba en la oposición, luego fundador del partido Causa Ciudadana de
Marbella, realiza una detallada descripción del proceso de nacimiento y
desarrollo del gilismo, una obra excesivamente apegada a las hemerotecas, pero
útil para adentrarse en este tema, aunque lamentablemente restringido al ámbito
marbellí, es decir el gilismo del propio Jesús Gil, a pesar de que con su
afirmación de que “el gilismo no muere”, deja entrever que el fenómeno puede repetirse más
allá de su creador, en otros lugares, incluidos otros
alcaldes de su propio partido. La cuestión es que si es cierto, como dice el
autor, en referencia a la tesis central de su libro, que “en Marbella había un
régimen corrupto sustentado por 50.000 ciudadanos que colaboraron con mayor o
menor intensidad en el sostenimiento del régimen”,
queda por explicar por qué estos ciudadanos ahora, desaparecido el GIL,
sostienen a un gobierno municipal de su
anterior partido, el PP. ¿Han cambiado estos ciudadanos de forma de pensar, o
en realidad consideran que el PP puede ser una fiable continuidad de aquellos
dorados tiempos? De hecho, el éxito de la legalización de 18.000 viviendas en
el recién aprobado PGOU ya es una garantía de que las inversiones creadas a la
sombra del GIL han quedado preservadas. La tesis que sostengo es que el
gilismo, en parte analizada en nuestra reciente obra (3) es un fenómeno más
extendido, ni tan siquiera creado por Jesús Gil, es un cáncer de la democracia,
un fenómeno ligado a la suma de diversos factores coadyuvantes entre los cuales
destacan la codicia, la opacidad y la autonomía municipal, con una fachada de
populismo benefactor. Por definición, este fenómeno puede darse en cualquier
ayuntamiento y ahí está la larga lista de ayuntamientos que, como punta de un
iceberg, revelan que el gilismo ha estado, y aún está, mucho más extendido.
HEMOS
tratado de resumir la caracterización del gilismo en el gráfico que acompaña
este texto. En el mismo se resalta como núcleo motor de este fenómeno la codicia,
un sentimiento humano, pero que desde la antigüedad ha sido condenado por los
códigos morales y espirituales de todas las culturas. La codicia es una forma
de avaricia, considerada como una inclinación o deseo desordenado de placeres y
de posesiones. La codicia vendría a ser el afán excesivo de riquezas. Para los
budistas, la codicia está relacionada con el “apego”, una equivocada relación
de la felicidad con lo material. En la religión cristiana este deseo es
considerado un pecado capital, que a menudo va aparejado a otros desórdenes no
menos maliciosos, como la deslealtad, la traición, soborno, estafa, robo e incluso
violencia, todo lo cual es calificado de simonía (del relato bíblico de
Simón el Mago), pecado de los propios dirigentes de la iglesia, caracterizado
por la tenencia y usufructo de valiosos bienes materiales que convertían a
obispos o abades adinerados señores a quienes ni tan siquiera les interesaban
sus responsabilidades espirituales. Todo ello no es un sentimiento
extraterrestre, es un sentimiento humano, que podemos tener todos, pero como
decían los antiguos filósofos, “al instinto humano hay que matarlo”,
canalizarlo adecuadamente, con el ejercicio de la virtud opuesta, que en este
caso sería la generosidad. Algunos codiciosos intentan equilibrar este
sentimiento con pinceladas de generosidad o de “supuesta generosidad”, pero
ello no es más que una manera de mantener viva la llama de este funesto
sentimiento.
EN el gilismo, pues, la codicia es el
motor de todas las almas que giran a su alrededor, empezando por el poder
político local o municipal, ostentado por un personaje que puede iniciar su
carrera política con un afán honesto de servicio y luego entrar en la escalada
de la corrupción, o bien ser incluso catapultado a ese poder por otros sectores
codiciosos que han sabido ver en la política municipal una vía para el
enriquecimiento fácil, como el crimen organizado o el sector inmobiliario. En
otros casos, como el de Jesús Gil, el personaje es un empresario del propio
sector inmobiliario el que se hace con el poder municipal.
EL crimen organizado
no siempre está presente en este proceso, pues afortunadamente las mafias se
instalan sólo en determinadas áreas. La Costa del Sol ha sido, y es aún, un lugar
apetecido para el crimen organizado, pues ha encontrado en este lugar
anonimato, opacidad, discreción y una forma segura de blanquear capitales
provenientes de actividades delictivas, como el tráfico de drogas, el tráfico
de mujeres, el tráfico de indocumentados, el tráfico de armas, el tráfico de
arte, la extorsión, etc. Para realizar estas operaciones de blanqueo nada mejor
que el sector inmobiliario en una zona donde el crecimiento no tiene límites y
donde un buen fajo de billetes cierra cualquier boca, y donde también pueden
disfrutar de los servicios de un ambiente de alta sociedad a la que aspiran
formar parte en calidad de desclasados. Pero el hecho cierto es que es un
sector codicioso que inyecta combustible financiero para todo tipo de
operaciones bajo el manto protector de ayuntamientos que no hacen preguntas
sobre el origen del dinero. Este fenómeno, aunque más restringido
geográficamente que otros, no es exclusivo de la Costa del Sol. Con la
fachada de “inversores” o incluso “promotores inmobiliarios”, el crimen
organizado ha llamado a la puerta de otros ayuntamientos de buena parte de
nuestra geografía, generalmente el litoral y el centro de España, donde la
actividad inmobiliaria es pujante. Son especialmente diestros en localizar
ayuntamientos ávidos de financiación extra, y en idear megaproyectos que
alientan la codicia de los poderes públicos. Hemos conocido algunos de estos
proyectos fantasmas que como vinieron se fueron cuando vieron la más mínima
dificultad.
PERO si el crimen
organizado no siempre está presente en este sistema gilista, un denominador
común a todas las formas de gilismo de toda nuestra geografía es la iniciativa
del sector inmobiliario, un sector que, como todos sabemos, ha sido el
motor de la economía española, andaluza y malagueña en especial, durante los
últimos lustros, para bien (a corto plazo) y para mal (a medio y largo plazo)
como tristemente hemos comprobado en esta profunda crisis económica que todos
estamos viviendo. Con la denominación de “sector inmobiliario” queremos hacer
referencia a toda una serie de actividades vinculadas directamente con la
construcción, dejando a un lado la enorme cantidad de pequeñas y medianas
empresas que se benefician indirectamente de esta actividad. El sector de la
construcción incluye a inmobiliarias, promotores, constructores, y sus
profesionales, desde arquitectos y peritos, ingenieros, técnicos electricistas,
fontaneros, carpinteros, ceramistas, canteristas, transportistas y, por
supuesto, albañiles. Tan amplio reparto del capital justifica, a pesar de la
enorme asimetría en las ganancias, el elevado precio que finalmente ostenta el
producto construido. Sin olvidar los gastos que exige el ayuntamiento, sea en
forma de “gratificaciones” personalizadas (alcalde, concejal de urbanismo) y/o
institucionales (fianzas, gastos de ferias y fiestas, etc.).
LA pujanza de este sector reside en la
capacidad de conseguir enormes cantidades de beneficios mediante la especulación
urbanística. Para que funcione la especulación es necesario que el precio
de base sea suficientemente bajo como para que se obtengan ganancias
sustanciales en toda la escala hasta obtener un producto inmobiliario (vivienda)
con un precio asumible por un comprador, el cual a su vez puede proseguir la
escalada especulativa por el negocio de compra-venta, hasta que encuentra un
tope inasumible por ningún comprador (tal vez sí por el crimen organizado, a
fin de blanquear capitales).
PARA lograr un precio de base
suficientemente bajo, el gilismo utiliza maneras diferentes según los
ayuntamientos. Así, en la Costa
del Sol y muchos otros lugares de nuestra geografía donde se disponía de alguna
forma de planeamiento (Normas Subsidiarias o PGOUs), la especulación se pone en
marcha mediante una adecuada alianza entre poder político y sector inmobiliario
en un proceso, legalmente admisible, de recalificación del suelo rústico
en urbanizable, algo que sólo se puede hacer autónomamente con un PGOU. Por
supuesto, el gilismo de Jesús Gil tenía su propio sector inmobiliario, pero
éste no es siempre el caso. En general, el representante del sector
inmobiliario, antes de proceder a la compra del suelo rústico, confabula con el
poder político una recalificación sobre la base de un proyecto que aliente la
codicia (económica y política) del alcalde o concejal de urbanismo. Con este
compromiso, sellado con algunos adelantos sustanciosos, los promotores proceden
a la compra del correspondiente suelo rústico a agricultores envejecidos o sin
reemplazo generacional, o en cualquier caso deslumbrados por las ofertas
supuestamente “generosas” para su exigua economía. Algunos de estos
propietarios luego se arrepentirían de haber vendido algo que, una vez
recalificado valdría veinte veces más. Pero el negocio está en marcha. El
alcalde suele “vender” (al tiempo que justifica) el proyecto como algo muy
positivo para su municipio y que traerá muchos puestos de trabajo. Con
frecuencia los promotores hacen estas primeras inversiones no con su propio
capital sino con préstamos bancarios. Como ahora estamos comprobando, sin estos
créditos, es imposible poner en marcha la maquinaria. Son préstamos que, en
plena efervescencia urbanística, siempre son devueltos tras la construcción y
venta de los inmuebles. El precio final que asume el comprador, incluye el
préstamo y los intereses bancarios y las “donaciones” al ayuntamiento o sus
representantes, pero la plusvalía de esta transacción es tan grande que los promotores
obtienen un escandaloso capital con esta operación.
FRENTE
a estas operaciones inmobiliarias de alta intensidad, que se han dado en casi
todos los municipios del litoral mediterráneo, no hay que olvidar las de baja
intensidad que se dan en municipios que no están dotados de figuras de
planeamiento o que admiten la autopromoción por pequeños propietarios y
empresas más modestas. En estos casos, no se puede realizar recalificaciones en
grandes superficies y se recurre a la construcción de viviendas unifamiliares
en suelo rústico, utilizando fraudulentamente la figura de Proyectos de
Actuación (prevista en la LOUA)
o simplemente dejándola operar sin ningún control. En estos casos, el nivel de
corrupción es más bajo en intensidad pero más alto en extensión, pues la unidad
operativa no se realiza siguiendo un plan urbanístico, sino una vivienda por
parcela, lo que finalmente produce un urbanismo difuso extendido a modo de sprawl (3).
Esta modalidad de gilismo de baja intensidad, pero no por ello menos preocupante
en cuanto a sus efectos ambientales, sociales y económicos, se da en comarca
donde el suelo rústico se ha devaluado enormemente por la caída de su
rendimiento agropecuario tradicional, y no hay perspectivas o iniciativas de
reemplazo generacional, entre otras cosas porque el propio sector de la
construcción absorbe, como un agujero negro, toda mano de obra existente en el
entorno. La operación urbanística se inicia con o sin el consentimiento del
ayuntamiento, puesto que ésta se negocia a priori o bien a posteriori,
con los hechos consumados, pero normalmente se pacta a priori.
DEJAMOS a un lado, no porque no sea preocupante, la autoconstrucción por parte de pequeños propietarios que buscan en el rentismo una alternativa o un complemento a su modo de vida. En estos casos puede haber transacción comercial con el ayuntamiento o los políticos locales, pero frecuentemente, el bajo poder adquisitivo de estos autopromotores les convierte en una fuente poco sustanciosa para las arcas. A pesar de ello se consiente porque, por un lado, los estos autopromotores son testigos de las malas prácticas del ayuntamiento y podrían ser una fuente de conflicto si a ellos se les niega lo que, con dinero, se le consiente a las inmobiliarias; por otro lado, a fin de cuentas estas personas y su entorno son potenciales votantes y reafirmadores del poder político municipal, por lo que es rentable (esta vez sólo políticamente) ser condescendientes con ellos. Es un elemento más de la socialización de la corrupción, como veremos más adelante.
PERO en estos municipios rurales sin PGOU también operan inmobiliarias. Éstas empiezan comprando parcelas de escasísimo valor, y luego pactan con el ayuntamiento un sistema de construcción parecido a una urbanización pero sin documento urbanístico, es decir, sin los requerimientos exigidos por la ley, con lo cual dispone de todas las ventajas y ninguno de los inconvenientes (cesiones, dotaciones, urbanización, etc) que tiene cualquier plan parcial. Al ayuntamiento corresponde ir aprobando tantos proyectos de actuación como parcelas de que consta el plan oculto de la inmobiliaria, que a menudo densifican la zona con procesos ilegales de subparcelación consentidos por el ayuntamiento correspondiente. El problema aquí es que un Proyecto de Actuación se justifica por su interés social y por su vinculación con la actividad agropecuaria, requisitos que no se cumplen en la mayoría de los casos, entre otras cosas porque en estos lugares la agricultura no tiene salida y los compradores son personas de mentalidad urbana, frecuentemente jubilados, que quieren vivir en el campo para mejorar su calidad de vida pero no para comprometerse en una actividad tan dura como la agricultura. Esto explica que municipios rurales como Canillas de Aceituno o Cómpeta, por poner sólo un par de ejemplos, aprobaran proyectos de actuación cuyos propietarios eran inmobiliarias, cuyo bien social y cuya vinculación a la agricultura están visiblemente a años luz de la realidad.
DE este modo, en los ayuntamientos gilistas muestran ser auténticas repúblicas bananeras regidas por un dictador populista que no duda en chulear a los poderes políticos e incluso judiciales. Recordemos al alcalde de Jerez criticando a la Justicia o al alcalde de Almuñécar chuleando a la Junta de Andalucía. Se valen de su condición de institución periférica, que la hace más incontrolable por el poder central, y del poder que le otorga el respaldo electoral que hay detrás de ello, que como veremos frecuentemente suponen también un respaldo a las malas prácticas urbanísticas. Se valen, así mismo, de la autonomía urbanística que supuestamente le concede la Administración (lo que es discutible, como ya hemos razonado en otro momento (4)). Algunos municipios llegan a crear ordenanzas para regir a su modo el régimen urbanístico, por encima de los mecanismos legalmente constituidos, como los PGOUs.
AYUDA mucho a este bananerismo la sensación de impunidad que provoca la falta de control por parte del poder central, especialmente cuando los alcaldes son del mismo signo político que el del poder central. Frecuentemente, tras los talantes prepotentes y caciquiles que ostentan los mandatarios, especialmente los alcaldes, se encuentra esta sensación de impunidad, a la que suelen reforzar con potentes equipos de abogados y asesores administrativos y mercantiles. El descontrol administrativo se puede ver reforzado por organizaciones supramunicipales controladas por los propios ayuntamientos, como son las Mancomunidades y la Diputación Provincial. En ocasiones, a la falta de control político se une, de manera demoledora, la falta de control judicial, especialmente antes de aparecer los grandes escándalos de corrupción en nuestro país. En algún caso aislado, la misma Justicia se ha visto involucrada en esta orgía y se ha inhibido o ha entorpecido denuncias de actos delictivos. Pero más frecuentemente ha sido la falta de una actualización del poder judicial frente a los nuevos delitos del Código Penal, entre los que figuran los delitos de corrupción y de ordenación del territorio, a los cuales, incluso hoy día, algunos jueces no les concede la categoría de “delitos”, siendo considerados como meras “faltas administrativas”.
ESTA
sensación de impunidad es el caldo de cultivo para la generación de múltiples
prácticas que rayan la legalidad, cuando no la sobrepasan, hasta alcanzar lo
que conocemos como corrupción, término que usamos para indicar prácticas
heterodoxas, ajenas al derecho y a menudo abusivas. Promovida por los políticos
es la corrupción política, que constituye el mal uso político del poder
para lograr una ventaja ilegítima. Para lograrlo, los ayuntamientos se hacen opacos,
es decir, inescrutables al control social, político y judicial. En el ranking
de instituciones poco o nada transparentes, publicado por Transparencia Internacional, se
sitúan algunos municipios españoles. La opacidad es la herramienta
básica para el flujo libre de las actividades que conforma la corrupción. Esta
opacidad alcanza al propio ayuntamiento, e incluso al mismo equipo de gobierno,
puesto que en el afán de enriquecimiento personal, a menudo lo que hace un
miembro no es conocido (al menos en detalle) por el resto de sus compañeros.
Esto explica que algunos alcaldes, o personal de confianza de los mismos, hagan
los trapicheos directamente con los promotores, sin que tenga conocimiento de
ello tan siquiera el propio concejal de urbanismo.
LA corrupción de los ayuntamientos consta de actividades bien conocidas, algunas ya aludidas anteriormente. Por un lado están las prácticas que benefician ilegítimamente a personas que al poder política interesa. A menudo se dice que los ayuntamientos son agencias de colocación, pero no se dice que esta colocación obedece a prácticas de enchufismo (empleo personalizado sin concurso público), nepotismo (cuando este enchufe se realiza a familiares o amigos), tráfico de influencias (ejercicio del poder para lograr resoluciones que benefician ilegítimamente a un tercero), así como las conocidas prácticas de prevaricación (decisiones políticas arbitrarias a sabiendas de que son injustas), cohecho (aceptación de dinero u otra forma de gratificación a modo de soborno), malversación (apropiación indebida de caudales públicos para usos propios o ajenos por parte de quien los custodia), etc. El árbol de la corrupción tiene muchas ramas y formas que ni tan siquiera el Código Penal recogía, lo que obliga a continuas actualizaciones. Hoy día, por ejemplo, a la prevaricación clásica (por acción) se le añade también la prevaricación omisiva, es decir, no tomar decisiones ante un hecho delictivo palmario. Por otra parte, planteamos que ciertas figuras como el cohecho, deberían ser aceptadas como tal cuando las decisiones políticas no se hacen por dinero o especie, sino para revalidar el cargo político, lo que es frecuente en alcaldes que dicen actuar “de buena fe” para sus ciudadanos.
ASÍ pues, los tres sectores (en ocasiones sólo dos) directamente vinculados a estas operaciones con denominador común en la codicia son los auténticos promotores del gilismo. El producto final del gilismo es el pelotazo, un término castizo por el que se hace referencia a la consecución de enormes márgenes de ganancia gracias a una operación rápida y sencilla. Nada que ver con el tradicional sistema de enriquecimiento progresivo con esfuerzo y tiempo de cualquier otro sector del capitalismo. El pelotazo sintoniza bien con el cortoplacismo de ese sector de la población que vive al día y que ansía alcanzar el estatus burgués, a costa de lo que sea. En un sentimiento legítimo y generalizado, que algunos buscan en el juego, la lotería y otras formas de enriquecimiento rápido. El pelotazo urbanístico es la fórmula del sector inmobiliario y sus lacayos.
PERO
lo más llamativo de todo este proceso es que no se queda en las puertas del
ayuntamiento, sino que lo transciende y alcanza a toda la sociedad. Es lo que
en otra parte hemos llamado socialización de la corrupción (3).
Para lograr este estado de corrupción, el gilismo se vale, en primer lugar, del
impulso de la actividad económica, lo que es real, aunque monopolísticamente en
el sector de la construcción. Los pelotazos urbanísticos son como grandes
banquetes cuyas migajas son ávidamente recogidas por toda la población
restante. Alrededor de las operaciones urbanísticas hay una importante
constelación de trabajadores y empresarios que se benefician directamente de la
operación, lo que estimula la creación de pequeñas y medianas empresas, que a
su vez generan empleo, alcanzándose un cenit de empleabilidad que incluso
demanda mano de obra de otros municipios (a menudo del interior, inmigrantes,
etc.). Gran parte de estas actividades son generadoras de economía sumergida,
alcanzando altos dividendos a costa de defraudar a Hacienda, dándose paradojas
de personas autodeclaradas insolventes que manejan enormes cantidades de dinero
y ostentan riqueza en coches, viviendas, etc. Hoy día sabemos por desgracia que
aquello era un espejismo, un cuento de hadas en una república bananera, pero
algunos todavía sostienen que “fue bueno mientras duró”, sin pararse a pensar
que hay daños irreversibles y que nuestra economía carece, por ello, de la
necesaria competitividad.
LO
relevante es que esta situación genera una sensación colectiva de bienestar
(aunque muy desigualmente distribuido, claro está), sólo puede tener una
respuesta positiva por una población que jamás conoció una prosperidad como la
que supuestamente existe ahora. Por ello no sorprenda que la sociedad calle u
oculte prácticas claramente delictivas que observan o intuyen en sus
mandatarios municipales. Es un silencio estomacal que instintivamente
lleva a no cortar la mano que le da de comer. Un silencio compartido no sólo
por los ciudadanos, sino también por los demás miembros del consistorio,
incluidos los partidos de la oposición, que frecuentemente se benefician, directa
o indirectamente, si no sus componentes sus familiares y amigos, de esta orgía.
Pero dado que, afortunadamente, las sociedades no suelen ser homogénas al cien
por cien, o incluso puede haber sectores claramente perjudicados por estas
prácticas, el ayuntamiento despliega prácticas caciqueles para doblegar
cualquier conato de insumisión, utilizando sistemas de control, cuando no de
clara extorsión hacia las personas y familiares, tomando decisiones
arbitrarias, injustas y claramente persecutorias para personas que se han
atrevido a cuestionar estas corruptelas.
PARA
ayudar a edulcorar estas prácticas, que algunos sectores de la población
podrían repudiar, el ayuntamiento, con su alcalde al frente, despliega una política
populista, resaltando los beneficios para el pueblo y a menudo tachando de
incompetentes e insolidarios a los políticos del poder central, distanciando
así la república bananera municipal de la administración de la que forma parte.
Finalmente el pueblo es agradecido, especialmente cuando sólo conoce la parte
buena que le corresponde y admite el discurso populista. Todos hemos sido
testigos de las manifestaciones de adhesión de los pueblos a los alcaldes
procesados por corrupción, a menudo rodeados de un halo de buenismo y
ostentando el síndrome de Robin Hood. Esta socialización de la
corrupción sólo puede tener una respuesta electoral: la revalidación
electoral del alcalde y partido que generó esta orgía gilista, y con ello
la perpetuación de sus prácticas.
COMO conclusión, el gilismo es un término que se inspira en la forma de actuar del partido GIL del fallecido alcalde de Marbella Jesús Gil, pero lejos de ser éste un fenómeno exclusivo a este municipio, o de los municipios de la Costa del Sol, está presente en multitud de municipios de toda nuestra geografía, especialmente los del litoral mediterráneo y el interior de nuestro país. Hay un gilismo de alta intensidad vinculado a las grandes recalificaciones y urbanizaciones, pero también hay un gilismo de baja intensidad (pero de gran extensión) vinculado a la construcción de viviendas en suelo rústico no urbanizable. En todos los casos, el gilismo se vale de la autonomía urbanística municipal que supuestamente le concede la Constitución, para crear un sistema autárquico, sin control administrativo y, hasta hace poco, sin control judicial, que ha propiciado la sensación de impunidad y el desarrollo de pautas caciquiles, convirtiendo los municipios, en perversión de la democracia, en repúblicas bananeras con leyes propias, sustentadas por una población que, beneficiada directa o indirectamente de la corrupción, o bien doblegada por los sistemas de extorsión, y todo ello almibarado con discursos populistas, acaban por general una socialización de la corrupción. Éste es, en definitiva, un cáncer para la política municipal que sólo podrá ser contenido y controlado con la denuncia ciudadana y la acción de la justicia. Sin estos ingredientes, el gilismo tendrá mucha vida por delante.
(1) Atencia, J.M. (2010), Un fantasma muy vivo. Diario El País-Andalucía,
nº 18 de mayo, p.2
(2) Cosín, J.(2008), Mafia y Corrupción: el Gilismo que no muere. Ed. Corazón de Andalucía, Marbella.
(3) Yus, R. y Torres, M.A. (2010), Urbanismo difuso en suelo rústico. GENA, Vélez-Málaga.
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