Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
25/02/10. Opinión. “Pocas cuestiones reflejan mejor el sinsentido del mundo en que nos movemos que la relativa a unas energías renovables”, estima el profesor Carlos Taibo en esta colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com en la que reclama un debate sobre esta clase...
OPINIÓN. Colaboración. Por Carlos Taibo
Profesor
de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
25/02/10. Opinión. “Pocas cuestiones
reflejan mejor el sinsentido del mundo en que nos movemos que la relativa a
unas energías renovables”, estima el profesor Carlos Taibo en esta colaboración
con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com
en la que reclama un debate sobre
esta clase de energías que clarifique “cuál es el modelo de sociedad -despilfarradora
o austera, endilgada por la producción y el consumo o privilegiadora de otros
valores- al que aquéllas habrán de aplicarse”.
Ojo
con las renovables
POCAS cuestiones
reflejan mejor el sinsentido del mundo en que nos movemos que la relativa a
unas energías renovables que están en todos los labios. El sentido común más
elemental dice que, comoquiera que asistimos al agotamiento de la mayoría de
las materias primas energéticas que empleamos, es obligado escarbar en las
posibilidades que ofrecen fuentes energéticas de carácter renovable y
alternativo.
SI hasta aquí nada hay que oponer,
conviene prestar atención, con todo, a dos manifestaciones del debate de las
renovables que ilustran que no es oro todo lo que reluce. La primera nos dice
algo importante sobre el uso que nuestros gobernantes reservan a las energías
renovables.
RECUÉRDESE, si no, que en
el discurso del Gobierno español esas fuentes de energía se presentan siempre
como un lucrativo negocio. Una y otra vez se nos recuerda, en paralelo, que
España es un líder mundial en lo que a renovables se refiere, circunstancia que
por sí sola, y al parecer, debería permitir que en un terreno relevante la
competitividad de la economía ganase muchos enteros. Importa subrayar lo que
esa forma de argumentar arrastra como trastienda: ni siquiera cuando están de
por medio problemas gravísimos que afectan al planeta entero -así, el cambio
climático y el encarecimiento de las materias primas energéticas que empleamos-
deja de primar con descaro la lógica del negocio privado, que por definición
atiende a la satisfacción de objetivos e intereses particulares.
MAYOR relieve corresponde, aun así, a una
segunda circunstancia: la percepción dominante -con reflejo
palmario, de nuevo, en las miserias que abrazan nuestros gobernantes- parece
entender que el despliegue de las energías renovables debe verificarse al
servicio de la preservación del modo de vida hiperconsumista y despilfarrador
al que hoy nos entregamos. Lo de menos es que ese proyecto sea literalmente
irrealizable, toda vez que a duras penas puede imaginarse que esas fuentes de
energía permitan atender a una demanda completamente desbocada. Lo realmente
significativo es, antes bien, lo que se esconde, dramáticamente, por detrás de
semejante apuesta. Porque, y al cabo, lo que se quiere evitar en todo momento
es una reflexión previa sobre cuáles son nuestras necesidades y cuáles los
instrumentos llamados a satisfacerlas. El debate sobre las renovables reclama
antes, en otras palabras, una clarificación sobre cuál es el modelo de sociedad
-despilfarradora o austera, endilgada por la producción y el consumo o
privilegiadora de otros valores- al que aquéllas habrán de aplicarse.
SI hay que
proponer un ejemplo al respecto, ninguno mejor que el que aporta la incipiente
discusión sobre el coche eléctrico. Aunque es verdad que esa modalidad de
vehículo, menos contaminante, resulta moderamente preferible -sus partidarios
prefieren rehuir la discusión relativa a las exigencias que se derivan de un
oneroso proceso de fabricación- a los automóviles al uso, lo primero que
tenemos que preguntarnos, mal que le pese a gobernantes y empresarios, es si
realmente necesitamos tantos coches como gustan de hacernos creer.
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