Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)

OPINIÓN. Colaboración. Por Carlos Taibo
Profesor
de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
22/06/10. Opinión. “¿Cómo
es posible que al tiempo que se dice apostar por la sostenibilidad se perfile
un programa de ayudas públicas llamadas a facilitar la adquisición de
automóviles privados, esto es, la promoción de uno de los elementos centrales
que dan cuenta de la insostenibilidad energética y medioambiental de nuestras
sociedades?”, plantea el profesor Taibo en esta colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com, en la que reflexiona sobre el delicado horizonte energético
en el que se dan cita por igual
“un acelerado proceso de agotamiento de recursos -con el encarecimiento
consiguiente de estos últimos- y una demanda general consolidada por el
crecimiento de las llamadas economías emergentes”.
Crisis energética, intereses privados, decrecimiento
A nadie se le escapa que nos enfrentamos a un horizonte
energético muy delicado, en el que se dan cita por igual un acelerado proceso
de agotamiento de recursos -con el encarecimiento consiguiente de estos
últimos- y una demanda general consolidada por el crecimiento de las llamadas
economías emergentes. A duras penas sorprenderá que ante semejante escenario
hayan proliferado los intentos de perfilar soluciones. Acojámonos a uno de
ellos que -parece- retrata el círculo vicioso en que se hallan inmersos la
mayoría de los dirigentes políticos e ilustra en su caso, también, la sumisión
que éstos muestran ante los intereses de poderosas empresas privadas.
HACE unos días, en una entrevista que concedió a un canal de
televisión, Felipe González, el ex presidente del Gobierno español, se refirió
a la cuestión que nos ocupa e identificó tres grandes medidas que -cabe
entender- debían acometerse simultáneamente. Si la primera era el progresivo
despliegue de energías renovables, la segunda aconsejaba diversificar las
fuentes de suministro y la tercera sugería reabrir, en fin, el debate relativo
a la energía nuclear.
NADA hay que oponer, por lógica, al despliegue de energías renovables,
en el buen entendido de que éstas no deben servir -como se adivina en muchos de
los discursos oficiales al uso- para preservar el estilo de vida depredador y
despilfarrador que se ha impuesto entre nosotros. La propia lógica de esas
fuentes de energía reclama una actitud, individual y colectiva, estrechamente
vinculada con la sencillez y la sobriedad voluntaria, o, lo que es lo mismo,
orgullosamente alejada de las exigencias del mercado y de su permanente y
artificial creación de necesidades.
TAMPOCO hay nada sustancioso que oponer a la sugerencia de que hay
que diversificar las fuentes de suministro, y ello por mucho que la propuesta
beba casi siempre de la política más convencional. Subrayemos al respecto que
la sugerencia de González puede ser interpretada en al menos dos sentidos
diferentes. Mientras el primero apunta que debemos diversificar las fuentes de
energía, sin más, el segundo interpreta que tenemos que procurar un abanico más
amplio de abastecedores -empresas o Estados- a efectos de no contraer
dependencias abusivas con ninguno de ellos. No está de más subrayar, eso sí,
que acaso la mejor manera de sortear esas dependencias es la que pasa por
reducir, una vez más, nuestros a menudo hilarantes niveles de consumo,
perspectiva que -como enseguida me veré obligado a subrayar- está
dramáticamente ausente de las agendas oficiales.
MUCHO menos estimulante es la tercera de las propuestas vertidas
por González. Hablo, claro, de la que se refiere a una energía, la nuclear, que
me temo es pan para hoy y hambre para mañana. Quienes desean convertir esa
modalidad de energía en la tabla de salvación para nuestras economías señalan
comúnmente que será preciso multiplicar por tres el número de centrales
atómicas existentes en el planeta. Habida cuenta de que las estimaciones
concluyen que hoy tenemos uranio para un escaso medio siglo, el cálculo se
antoja sencillo: de verificarse la multiplicación referida, nos quedará uranio
para tres lustros. Aunque no sólo se trata de eso: sabido es que, mientras los
residuos generados por las centrales configuran un dramático regalo para las
generaciones venideras, la construcción de aquéllas es muy lesiva en términos
de cambio climático, la energía que producen resulta siempre costosa y, por
dejarlo ahí, las condiciones de seguridad dejan mucho que desear.
Circunstancias como las mencionadas aconsejan concluir que la energía nuclear
no es esa cómoda e higiénica panacea que algunos, a menudo interesadamente,
aprecian.
VAYAMOS, sin embargo, a lo principal e identifiquemos la carencia
mayor, muy significativa, que arrastran las declaraciones de Felipe González.
Es sorprendente que, cuando el ex presidente del Gobierno español asume la
tarea de buscar respuestas a una crisis energética que es ya una realidad
palpable, olvide la principal: la que reclama reducciones notables en nuestros
niveles de producción y de consumo y, más allá de ellas, una reorganización de
nuestras sociedades sobre la base de principios diferentes (entre ellos la
primacía de la vida social frente a la lógica de la productividad y de la
competitividad, el reparto del trabajo, una renta básica de ciudadanía, la
necesaria reducción de las dimensiones de muchas infraestructuras productivas,
administrativas y de transporte, o, en fin, la recuperación de lo local frente
a la locura de la globalización desbocada).
SI
alguien me pregunta por qué Felipe González -y con él tantos otros- prefiere
esquivar un horizonte tan razonable y hacedero como ése, responderé sin margen
para la duda: porque ese horizonte implica cuestionar la lógica sagrada del
mercado y, con ella, los intereses de poderosas empresas empeñadas en
conducirnos camino del abismo. ¿Cómo es posible que al tiempo que se dice
apostar por la sostenibilidad se perfile un programa de ayudas públicas llamadas
a facilitar la adquisición de automóviles privados, esto es, la promoción de
uno de los elementos centrales que dan cuenta de la insostenibilidad energética
y medioambiental de nuestras sociedades? Que estamos obligados a introducir
energías limpias y renovables resulta evidente. Casi tanto como que, al tiempo,
debemos apostar con rotundidad, en el Norte opulento, por significativas
reducciones en los niveles de producción y de consumo que dan alas a un orden
de cosas en el que salgan adelante, con no menor rotundidad, la atención de las
necesidades sociales insatisfechas y el respeto puntilloso del medio natural.
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