Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
26/01/11. Opinión. “¿Alguien piensa en serio que limitándonos a pelear por mantener salarios y empleos resolveremos los problemas principales que nos acosan? ¿Alguien considera que es de recibo un discurso sindical que hace muchos años dejó en el trastero las palabras ‘explotación’ y ‘alienación’?...
OPINIÓN. Colaboración. Por Carlos
Taibo
Profesor de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma
de Madrid (UAM)
26/01/11. Opinión.
“¿Alguien piensa en serio
que limitándonos a pelear por mantener salarios y empleos resolveremos los
problemas principales que nos acosan? ¿Alguien considera que es de recibo un
discurso sindical que hace muchos años dejó en el trastero las palabras
‘explotación’ y ‘alienación’? ¿Alguien cree de verdad que tiene pleno sentido
esa triste tarea a la que parecen entregados los economistas de la izquierda
oficial no neoliberalizada: la de subrayar que hay formas de acrecentar la
productividad que no pasan por reducir los salarios y congelar las pensiones,
sin discutir, entonces, lo principal, esto es, el propio sinsentido de esas
formidables estafas que son la mentada productividad y, con ella, la
competitividad y el crecimiento?”, se pregunta Carlos Taibo en esta nueva
colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com.
Dos diagnósticos sobre la crisis
EN el seno de la izquierda que quiere resistir se hacen valer dos visiones muy distintas en lo relativo a la condición de la crisis que nos atenaza por todas partes. Esas dos visiones difieren sustancialmente a la hora de evaluar el grado de corrosión del capitalismo y lo hacen también cuando llega el momento de atribuir o no un relieve decisivo a la dimensión ecológica de la crisis en cuestión. Como es fácil intuir, remiten, en fin, a percepciones dispares en lo que respecta a cuáles son las tareas principales que debemos acometer.
1. LA
primera de esas visiones -la que hago mía- parte de la certeza de que el
capitalismo, en un estado de corrosión terminal, ha perdido dramáticamente los
frenos de emergencia que en el pasado, y en diversas circunstancias, le
permitieron salvar la cara. No sólo eso: ha dejado de ser el sistema eficiente
-explotador, injusto y excluyente, sí, pero al tiempo eficiente- que fue en el
pasado. Y es que lo que ahora está en juego no es sólo la dimensión de
explotación históricamente vinculada con la lógica del capitalismo: a esa
dimensión se suman las secuelas de un sistema que, de siempre depredador y
despilfarrador, ha acabado por lesionar gravemente los derechos de las
generaciones venideras. Así las cosas, el crecimiento económico del que
nuestros patéticos gobernantes se reclaman se acompaña de retrocesos dramáticos
en materia de cohesión social, de agresiones medioambientales sin cuento, de
activos procesos de agotamiento de los recursos y de fórmulas inéditas de feroz
explotación de los países pobres. Todo lo anterior es fácil de percibir una vez
se le otorga un significado múltiple a la palabra ‘crisis’ y se elude la rápida
y mecánica identificación de ésta con lo 'financiero' para incorporar una
consideración seria de fenómenos tan lacerantes como el cambio climático, el
encarecimiento inevitable de los precios de la mayoría de las materias primas
energéticas que empleamos, el deterioro planetario de la condición de las
mujeres o la prosecución del expolio de los recursos humanos y materiales de
los países del Sur.
ASÍ las cosas, y si nada cambia, hay que prepararse para lo que antes o después -eludiré las precisiones, siempre delicadas, en cuanto al momento de manifestación del fenómeno- será una deriva autoritaria, y desesperada, en la forma de una suerte de darwinismo social militarizado. Sólo tienen cabida entonces, de nuestro lado, y dentro de este diagnóstico, dos respuestas. Si la primera señala que hay que pelear por salir cuanto antes del capitalismo como tal -y no sólo del capitalismo ‘desregulado’-, la segunda, más escéptica en lo que se refiere a nuestras posibilidades, se inclina por esperar que el colapso provoque una repentina iluminación entre una buena parte de los integrantes de la especie humana. Es fácil intuir, claro, que este último horizonte, con ese colapso de por medio, plantea perspectivas muy delicadas.
LAS
cosas como fueren, quienes abrazan esta primera visión consideran inexcusable
que cualquier programa de emancipación cuestione abiertamente el orden de la
propiedad capitalista, reivindique la autogestión generalizada, procure crear
nuevos espacios autónomos lejos del sistema dominante, apueste en los países
centrales por estrategias de decrecimiento y
propicie, en suma, la organización desde la base con franco recelo de lo
que infelizmente se cuece al amparo de la mayoría de los partidos y los
sindicatos, y al amparo de las elecciones y sus tramas.
20. LA segunda de las visiones -compartida por esa mayoría de partidos y sindicatos que acabo de mencionar- parece partir de un diagnóstico inclinado a apreciar alguna vitalidad, todavía, en el capitalismo de estas horas. Conforme a esta percepción, la corrosión de éste sería mucho menor, por lo que tendría sentido apostar por un retorno al estado de cosas previo a la crisis. Se trataría, en otras palabras, de reconstruir, en el mundo opulento, los muchos elementos de los Estados del bienestar objeto de agresiones en los últimos años/decenios. En tal sentido, y veamos las cosas como las veamos, parece difícil describir este proyecto sin vincularlo de manera expresa con lo que han sido de siempre las propuestas de la socialdemocracia consecuente. Y ello aunque prestemos, en un momento en el que el tiempo empieza a faltarnos, una atención tan educada como escéptica a la idea de que la reconstrucción de los Estados del bienestar no sería sino un primer paso camino de horizontes más ambiciosos.
MUCHO
me temo que -frente a las acusaciones de radicalidad sin sustento que recibe comúnmente
la primera de las visiones, ya glosada- esta segunda percepción, al margen de
tender un patético puente de plata al capitalismo para que éste recapacite y
rectifique, es un proyecto ilusorio que ignora la realidad del momento
presente. Y es que se asienta en significativos olvidos. Mientras el sistema
imperante, por un lado, no parece dispuesto a aceptar este regreso al pasado,
por el otro el Estado del bienestar es una fórmula inequívocamente vinculada
con el capitalismo e impensable, por ello, fuera de este último. ¿Habría que
apostar, en esas condiciones, por un proyecto tan patético como el que se
orientaría a crear capitalistas de nuevo cuño, repentinamente civilizados? No
está de más subrayar, por añadidura, que el Estado del bienestar es una
institución propia del Norte opulento y que, como tal, se antoja una fórmula
difícilmente sostenible en un escenario marcado por las reglas -pienso ahora
ante todo en las ecológicas- que ha abrazado históricamente un capitalismo
entregado a la tarea de ignorar de forma orgullosa los límites medioambientales
y de recursos del planeta.
ESTA segunda visión parece, por lo demás,
preocupantemente lastrada por sus perceptibles ramificaciones cortoplacistas y
electoralistas, y, en su caso, por su condición de mera respuesta, tan inercial
como moderada, a las agresiones. Se trataría, en otras palabras, de realizar la
tarea que han preferido esquivar, hundidos en el magma neoliberal, los partidos
socialistas que han ido abandonando sus primigenios programas socialdemócratas.
Acaso no es preciso agregar que, como quiera que la percepción que nos ocupa
asume todas las reglas del juego del sistema siempre y cuando reaparezca la
regulación perdida, arrastra un atávico desdén por todo aquello que huela, en
serio, a salir del capitalismo y, al tiempo, recela de los elementos
programáticos -cuestionamiento del orden de propiedad vigente, autogestión,
creación de espacios autónomos, decrecimiento, organización desde la base- que
vinculé unas líneas más arriba con la primera de las visiones. En la trastienda
lo que se barrunta es un olvido más: el de que existe un grave riesgo de que
todo se hunda mientras depositamos nuestra atención en los Estados del
bienestar e ignoramos el relieve ingente de la combinación de crisis ecológica
y exclusiones sociales.
3. ¿ALGUIEN piensa en serio que limitándonos a pelear por mantener salarios y empleos resolveremos los problemas principales que nos acosan? ¿Alguien considera que es de recibo un discurso sindical que hace muchos años dejó en el trastero las palabras ‘explotación’ y ‘alienación’? ¿Alguien cree de verdad que tiene pleno sentido esa triste tarea a la que parecen entregados los economistas de la izquierda oficial no neoliberalizada: la de subrayar que hay formas de acrecentar la productividad que no pasan por reducir los salarios y congelar las pensiones, sin discutir, entonces, lo principal, esto es, el propio sinsentido de esas formidables estafas que son la mentada productividad y, con ella, la competitividad y el crecimiento?
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