OPINIÓN. Colaboración. Por Carlos Taibo
Profesor
de Ciencias Políticas de la Universidad Autónoma de Madrid (UAM)
22/05/12. Opinión “Si la economía española era 100 en 2007, antes del estallido
de la crisis financiera, hoy se emplaza en un 97. Con estas dos cifras en la
mano, no parece que el deterioro sea tan notable como se nos sugiere. Lo que
debiera preocuparnos no es el retroceso de tres puntos en la riqueza general,
sino, antes bien, la distribución, cada vez más desigual, de esa riqueza”,
apunta Carlos Taibo en esta nueva colaboración con EL OBSERVADOR /
www.revistaelobservador.com.
Recortes, crecimiento,
Syriza
COMO a menudo
sucede, la lógica argumental del sistema nos obliga a elegir entre dos opciones
que no pueden ser las nuestras. Si la primera -hablo del principal debate que
se revela hoy en los países que tienen el euro como moneda- señala que no queda
más remedio que asumir recortes dramáticos del gasto público, la segunda
entiende que lo anterior es un error y que esos recortes deben limarse para
permitir que las economías recuperen la senda del crecimiento. Mientras la
señora Merkel abrazaría la primera posición, el recién elegido presidente
francés, Hollande, postularía la segunda. Entrampados como estamos entre esas
dos opciones, pareciera como si no hubiese ningún horizonte diferente.
ESTÁ claro por qué hay que rechazar la
primera de las perspectivas anotadas. Los recortes mencionados obedecen al
evidente propósito de hacer que paguen justos por pecadores. Y es que en la
esencia del juego de hoy lo que se asoma es una formidable estafa: quienes, a través
de prácticas lamentables, han provocado un engordamiento espectacular de la
deuda privada han recibido sumas ingentes de recursos públicos para sanear sus
instituciones financieras. El efecto ha sido doble: mientras, por un lado, con
el dinero de todos -y de la mano de un engrosamiento notable, de resultas, de
la deuda pública- se han saneado inmorales empresas privadas, por el otro estas
últimas, gracias a los recursos recibidos, han impuesto reglas del juego de
obligado cumplimiento, traducidas en retrocesos significativos en el gasto
público en sanidad, educación y pensiones.
ACASO no es tan evidente, en cambio, por
qué hay que poner mala cara ante la segunda opción que nos ocupa. Nadie negará
que parte de una premisa fundamentada: la política de recortes, sobre el papel
encaminada a permitir que la crisis quede atrás, traba poderosamente cualquier
recuperación económica y, como tal, prima con descaro los intereses privados y
nos emplaza ante una recesión prolongada. No faltan, sin embargo, los problemas
en esta segunda opción. Si así se quiere, son fundamentalmente tres. El primero
es que la perspectiva que nos ocupa, aberrantemente cortoplacista, sólo parece
interesarse por la crisis financiera y deja en el olvido las otras crisis que
están en la trastienda. En ese sentido prefiere esquivar la conclusión de que
el crecimiento económico no es esa panacea resolutora de todos los males que
retrata el discurso oficial: poco o nada tiene que ver con la cohesión social,
mantiene una nebulosa relación con la creación de empleo, propicia el
despliegue de formidables agresiones medioambientales, facilita el agotamiento
de recursos escasos, se asienta a menudo en el expolio de la riqueza humana y
material de los países del Sur, y, en suma, apuntala un genuino modo de vida
esclavo que nos invita a confundir sin más consumo y bienestar.
HORA es ésta de mencionar un segundo
problema en la percepción que hace de la recuperación del crecimiento el
objetivo fundamental. Da por supuesto que si el PIB vuelve a crecer se
resolverán mágicamente la mayoría de los ingentes problemas sociales en los que
estamos inmersos. Nos topamos aquí con una superstición más. Si la economía
española era 100 en 2007, antes del estallido de la crisis financiera, hoy se
emplaza en un 97. Con estas dos cifras en la mano, no parece que el deterioro
sea tan notable como se nos sugiere. Lo que debiera preocuparnos no es el
retroceso de tres puntos en la riqueza general, sino, antes bien, la
distribución, cada vez más desigual, de esa riqueza. Y, sin embargo, esta
dimensión queda en un segundo plano, absorbida por la intuición de que los
problemas de los de abajo se diluirán en la nada si el crecimiento económico
reaparece. Nada más lejos de la realidad. Hay que afirmar con rotundidad, antes
bien, que en un escenario en el que en el Norte opulento hemos dejado muy atrás
las posibilidades medioambientales y de recursos que la Tierra nos ofrece, podremos
vivir mejor con 80 -no con 120, con 100 o con 97- si somos capaces de
reorganizar nuestras sociedades y de redistribuir la riqueza. Salir del
capitalismo se impone al respecto, claro, como urgencia.
DEJEMOS constancia, en fin, del tercer
problema que acosa a la propuesta que parece abrazar el nuevo presidente
francés y, con él, el conjunto de la socialdemocracia, declarada o encubierta.
Me refiero a la ilusión óptica de que podemos, sin más, regresar a la aparente
bonanza anterior a 2007. Esta pretensión ignora palmariamente que lo que hoy
arrastramos no es sino una consecuencia lineal de lo que teníamos entonces. Se
nutre, por lo demás, de la conclusión de que el papel de la izquierda
progresista debe estribar en obligar al capital a reconstruir la regulación
que ha ido tirando por la borda en los últimos decenios. En tal sentido sigue sin
concebir otro horizonte que el del capitalismo y defiende sin cautelas una
institución, los Estados del bienestar, que, junto a sus innegables virtudes,
se muestra inseparable de la lógica de fondo de aquél, se asienta de siempre en
fraudulentos pactos sociales, reclama por necesidad la lógica seudodemocrática
de la representación, ratifica una economía de cuidados que castiga
indeleblemente a las mujeres, ninguna solidaridad preconiza en lo que se
refiere a los países del Sur y, en fin, parece difícilmente sostenible en el
terreno ecológico. Qué llamativo es que en el discurso de la izquierda
progresista, obsesionada en estas horas con el crecimiento y desentendida
de la distribución -véase, si no, la patética propuesta cotidiana de Alfredo
Pérez Rubalcaba- falten siempre las palabras autogestión y socialización,
no se aprecie ningún guiño encaminado a la creación de espacios de autonomía
con respecto a la lógica del capital y la contestación del orden de la
propiedad existente brille, en suma, por su ausencia. En semejantes
condiciones, la apuesta consiguiente apunta a resolver algunos problemas de
corto plazo a costa de agudizar de forma preocupante todos los demás.
LA afirmación de que hemos vivido por
encima de nuestras posibilidades, tan común en los últimos tiempos, tiene un
significado diferente si antes se ha enunciado una crítica cabal de la miseria
en la que estamos inmersos o si, por el contrario, semejante crítica no se ha
abierto camino. Mientras en el primer caso remite a una realidad reconocible
-es verdad que en el Norte opulento hemos vivido por encima de lo que el planeta
y la equidad nos permiten- en el segundo se traduce en una genuina estafa
moral: quien ha vivido por encima de sus posibilidades es el señor Botín. La
disputa correspondiente tiene algún eco en otra que se refiere a la idoneidad
del término austeridad para describir nuestras opciones. Una cosa es que
rechacemos -no puede ser de otra manera- las políticas de austeridad que
se nos imponen al servicio de los intereses del capital, y otra que no nos
percatemos de la necesidad de asumir, quienes podamos, en nuestra vida
cotidiana y en nuestras respuestas colectivas, fórmulas de sobriedad y de
sencillez voluntarias.
BUENO sería que de todo lo anterior tomasen nota los amigos de Syriza en Grecia. No deseo ignorar en modo alguno que la coalición de izquierda radical griega ha hecho suyas propuestas programáticas muy sugerentes. Mucho me temo, sin embargo, que si, además de seguir blandiendo el fetiche del euro, Syriza asume de buen grado la perspectiva hollandiana de encaramiento de la crisis, la del crecimiento, la conclusión estará servida: bien podemos hallarnos ante el enésimo retoño de una miseria, la socialdemócrata, que se niega a abandonarnos.
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