“Todos hemos redescubierto aspectos ocultos de nosotros mismos en esos días silenciosos del confinamiento; la escasísima circulación de vehículos hizo del silencio una de las señales de la gravedad de la situación, como un impasse, antes de que fuera a ocurrir algo que finalmente tampoco ocurría

OPINIÓN. Charlas con nadie

Por Manuel Camas
. Abogado

04/05/21.
Opinión. El conocido abogado Manuel Camas escribe en su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre libros, conocidos que ya no están y el confinamiento: “En su día para mí, para sus vecinos, para el entorno, eran parte indisoluble de la historia de esa calle, de ese edificio, de ese colectivo, de esa profesión; pero nos vamos y no pasa nada, todo sigue igual,...

...el curso de lo cotidiano no se detiene, no se altera sustancialmente; solamente los más allegados sufrimos, los añoramos, los recordamos, pero la vida sigue y el paisaje permanece, con los únicos cambios que el paso del tiempo genera en ellos que, en la ciudad no son tan intensos”.

Sigue igual

No es necesario acabar los libros, ese mensaje revelador cambió mis hábitos de lectura, me lo dijo un lector empedernido, una de las personas que más ha leído de las que conozco, madrugador empedernido iniciaba su jornada leyendo un par de horas, no sé si sigue haciéndolo, pero sí que, con el paso de los años, hastiado, se quedó en la lectura de novela negra casi exclusivamente.


Manolo, me advirtió, supongo que como respuesta a algún comentario mío de lo pesado que se me hacía lo que estuviese leyendo en aquel momento, no es necesario acabar los libros, por qué acabarlo si descubres que es malo, que te aburre, te deprime o no te gusta, lo dejas y coges otro, al fin y al cabo, leemos por el placer de leer.

Desde entonces nunca más me he quedado bloqueado en la lenta lectura de un libro que empezado no me ha gustado, superé la vieja idea tan extendida por lo que he ido viendo, de que los libros no pueden dejarse a medias. No sé de dónde proviene ese mandato, quizás tenga un origen parecido, llevado al plano de la lectura, a aquel otro de nuestra infancia de que no puede dejarse nada en el plato. Imagino ambos ocasionados por la escasez material e intelectual.

Lo cierto es que dejar a medias libros que no resultan interesantes o meramente no continuar cuando una interrupción prolongada en su lectura ha hecho desaparecer la curiosidad necesaria para continuarlo, resulta liberador. Especialmente ocurre con los ensayos, el último con el que me ha pasado es con <Ensayo sobre lo que no se ve>, probablemente porque esperaba otro planteamiento y estaba muy circunscrito al arte.

Sin embargo, la sensación no es la misma con las novelas, también las dejo a medias si llega un momento en el que la esencia del argumento y el ambiente lo he captado y ya el desarrollo final de la historia no me interesa demasiado o me aburre.

Pero en esos casos, aunque me libero, también me queda una extraña sensación de que he callado a los personajes, no los he dejado desarrollarse, los he abandonado.

Me genera un sentir parecido a cuando no he podido ver un partido de futbol de alguno de mis equipos favoritos y el resultado es malo, entonces no puedo evitar pensar que si lo hubiese visto el resultado habría sido otro, absurdamente creo que mi sola presencia tras la pantalla algo habría influido. Ideas infantiles que acompañan la vida.

Estos días no sé por qué motivo me he encontrado uniendo lugares por los que he pasado andando, en bicicleta o en coche, con personas cercanas, conocidas, que ya no están, ensimismando mis pensamientos.

En su día para mí, para sus vecinos, para el entorno, eran parte indisoluble de la historia de esa calle, de ese edificio, de ese colectivo, de esa profesión; pero nos vamos y no pasa nada, todo sigue igual, el curso de lo cotidiano no se detiene, no se altera sustancialmente; solamente los más allegados sufrimos, los añoramos, los recordamos, pero la vida sigue y el paisaje permanece, con los únicos cambios que el paso del tiempo genera en ellos que, en la ciudad no son tan intensos.

En una calle cualquiera el paisaje también lo conforman los vecinos que salen del portal, sus hábitos, sus horarios, sus saludos y las conversaciones cotidianas, educadas, casi siempre de frases hechas, las del ascensor. Sin embargo, son una parte importante de la comodidad de nuestras vidas.

Probablemente estos pensamientos en mi subconsciente estén impulsados por el recién pasado confinamiento, aún por los efectos del <toque de queda>, por las limitaciones de movilidad, de aforos, de horarios.

Todos hemos redescubierto aspectos ocultos de nosotros mismos en esos días silenciosos del confinamiento; la escasísima circulación de vehículos hizo del silencio una de las señales de la gravedad de la situación, como un impasse, antes de que fuera a ocurrir algo que finalmente tampoco ocurría.

Una salida a mediados de abril del pasado año me impresionó mucho, obligado profesionalmente a acudir a una notaría, no había salido en algo más de un mes, solo al paseo diario del perro.

Cuando salía de casa Mari Paz, cuidadosa conmigo, me dio una mascarilla que entonces no era obligatoria, pensé que no la usaría, era una salida breve, solo un momento.

Desplazarme al centro desde El Palo me resultó ya muy chocante, absolutamente nadie en las calles, solamente recuerdo empleados del Ayuntamiento limpiando o reparando mobiliario urbano, nada más.

Desde el aparcamiento a la notaría, ya andando, hasta calle Larios desde Carreterías, solamente me crucé con cuatro o cinco personas, creo que obreros de la construcción, todos con mascarillas. La soledad y el silencio eran verdaderamente impresionantes a media mañana, en pleno centro de la ciudad, siempre bullicioso hasta entonces.

En la notaría la puerta que habitualmente solo hay que empujar para entrar estaba cerrada, un cartel alarmante advertía que solamente podía entrarse con mascarilla, previa desinfección de manos y siempre que no hubiese otro cliente dentro.

Al regreso en busca del coche sí encontré algunas personas en la Plaza de la Constitución, donde una panadería permanecía abierta y como daban café para llevar, me acerqué a coger uno. Las precauciones igualmente extremas, se entraba por una puerta y se salía por otra, no había oportunidad de acercarse a nadie.

La empleada que me dio pan y café era amabilísima, le di las gracias, no solamente por el café, sino que expresamente le di las gracias por estar allí trabajando, en esas condiciones; se echó a llorar, me dio las gracias entre lágrimas diciéndome: yo también tengo familia, estar aquí me da miedo porque no sé si me contagiaré y al volver a casa, por muchos cuidados que ponga, puedo contagiarlos.

Ese sacrificio impagable, impagado, es el que celebramos también el 1 de mayo.

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