Alégrate por haber nacido en una ciudad privilegiada, por haberla vendido al de fuera con la connivencia de los que mandan, y por perder unas señas de identidad que no sabías que tenías hasta que te las quitaron

OPINIÓN. Boquerón en vinagre. Por Francisco Palacios Chaves
Programador informático


09/05/24. Opinión. El programador informático Francisco Palacios escribe en su colaboración para EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com sobre la pérdida de la ciudad: “Está bien que la ciudad se haya postrado a los pies del turista. Ya no les hacemos falta a los hosteleros que, entre lágrimas, nos llamaban para rescatarlos en tiempos de pandemia. Hemos dejado de ser necesarios, para ser contingentes,...

...aves de paso, parte del escenario, mano de obra prescindible. No hace falta ni que bajemos al centro, no vayamos a molestar al visitante”.

El que no se alegra es porque no quiere

No hay por lo que preocuparse. No hay motivo de alarma ni razón por la que andar cabreado con nuestro nunca bien ponderado ayuntamiento ni con su excelso alcalde. Todo no son más que lloriqueos de niños chicos, berrinches de ciudadanos malcriados y flojeras.


No nos estamos dando cuenta de que la labor que está llevando a cabo la más importante de las instituciones malagueñas es, como poco, impagable. No hay día que nuestra ciudad no aparezca en algún medio, nacional o internacional, gratis o pagando, para bien o para mal. Debemos tener siempre presente que es bueno que hablen de uno, aunque sea malamente.

Ahora, resulta que los malagueños estamos por encima de la media a la hora de practicar sexo. Ojo, ahí no metemos el tiempo en el que nos joden los demás, que eso no se considera práctica sexual aunque acabes escocido. Pues sí, amigos y vecinos, el malagueño supera la media española de revolcones. ¿Y a quién hay que agradecerle semejante hazaña orgásmica? No, no es culpa de la alimentación, ni del calor, ni de la belleza sin par de las y los lugareños. Es gracias a este magnífico ayuntamiento que, tras denodado esfuerzo, está consiguiendo que el malagueño viva en pisos cada vez más pequeños, del tamaño de un cuarto de baño de bar de copas. Y, quiera usted o no, si vive en pareja, el roce hace el cariño, y el simple gesto de agacharse a recoger una pelusa puede convertirse, casi sin querer, en la espoleta de una explosión sexual sin par. Y eso, sin ganas. Que, ya con ganas, ni les cuento.


Que todo son ventajas, hombre, y no nos queremos dar cuenta. Venga quejarnos de los pisos pequeños, porque los grandes, llamando grande a un piso en el que el baño no pertenece al salón, y en el que puedes freír patatas sin que las sábanas te huelan a freidora, no están a nuestro alcance. No por nada, sino porque hemos sido unas balas perdidas en nuestra juventud, y adolecemos de los conocimientos necesarios para optar a un puesto de trabajo que nos permita esos estipendios. Que somos unos tiesos por nuestras malas cabezas.

Está bien que la ciudad se haya postrado a los pies del turista. Ya no les hacemos falta a los hosteleros que, entre lágrimas, nos llamaban para rescatarlos en tiempos de pandemia. Hemos dejado de ser necesarios, para ser contingentes, aves de paso, parte del escenario, mano de obra prescindible. No hace falta ni que bajemos al centro, no vayamos a molestar al visitante, impidiendo que pueda moverse a sus anchas, vestido de bailarina o mareado, víctima del síndrome de Stendhal, embriagado por las curvilíneas formas de una botella de vino de los Montes. Trabajo que nos quitan; podemos quedarnos en nuestros barrios, siempre pendientes de que los candados de los alquileres vacacionales estén siempre en perfecto estado, no vaya a ser que la gallina de los huevos de oro se nos quede clueca.

Qué bien vamos a pasar el verano sin tener que pisar las playas, cediendo nuestras plazas para que el vikingo o el hijo de la pérfida Albión pueda tomar el color de un bogavante cocido. Les dejaremos a ellos disfrutar de esa nata tan característica de nuestras aguas, de la falta de depuradoras. Tú y yo, mientras tanto, como no tenemos campo de golf en la terraza ni somos dueños de un hotel con piscina, miraremos con ojos melancólicos a las nubes pasar, esperando que se deshagan de su acuosa mercancía. Pero no veas esto con malos ojos. Piensa que no vas a tener que preocuparte de las medusas, del kilo de arena que llevas pegado en los pies y que dejas luego en el coche, o en pasearte por la orilla metiendo la barriga para dentro.

En resumen, boquerón mío, que no te quejes. Alégrate por haber nacido en una ciudad privilegiada, por haberla vendido al de fuera con la connivencia de los que mandan, y por perder unas señas de identidad que no sabías que tenías hasta que te las quitaron.

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