“En cualquier caso, si el placer y la preferencia del lector parecen no tener mucho que ver, aparentemente, con el número de páginas, sí sospecho que el escritor con michelines sea el responsable de atraernos como luciérnagas a sus iluminados mares de carne golosa y neumática”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
04/12/19. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta nos habla en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de libros y autores gordos. “Estoy convencido de que los robustos escriben mejor que los flacos. En mi santuario de hermosos tengo a un repóker de ases, grandes y nobles: la rareza de Enrique de Villena (1384-1434), la fuerza de Emilia Pardo Bazán (1851-1921)...
...el humor de Edgar Neville (1899-1967), la poesía de José Lezama Lima (1910-1976) y los Méxicos de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983)”.
Elogio del libro gordo
Llamadme Gordo. Suele afirmarse que para que un libro pueda convertirse en un bestseller tiene que ser grasoso, rico en páginas, porque el libro abultado resulta más serio, más importantón, o sea, más vendible. El volumen voluminoso. También sabemos que, igual que existen los críticos de peso (Harold Bloom, R.I.P., pero mi favorito es Manuel Rodríguez Rivero), hay una literatura de gran tonelaje (medible en toneladas létricas). Personalmente, siento debilidad por determinados artistas regordetes. Por ejemplo, los cineastas, desde Oliver Hardy hasta Gérard Dépardieu (sobre todo cuando hace de Obélix) y Orson Welles, pasando por Peter Ustinov (¡qué Nerón!), Zero Mostel (genial protagonista del musical A Funny Thing Happened on the Way to the Forum, en España Golfus de Roma) y -el preferido de todos- Charles Laughton. Amo las voces y las medidas de Luciano Pavarotti y Montserrat Caballé. Y los ebúrneos cuerpos que salieron de las manos de Rubens y del colombiano Botero.
Aquí quiero recordarles una anécdota de un gran amante de las bibliotecas, Jean-Marie Goulemot, que contaba (L’amour des bibliothèques, p. 137) cómo durante una huelga de trabajadores de la Biblioteca Nacional de París, los lectores querían hacer valer sus derechos y acusaban a los huelguistas de analfabetos y rojos fachas, respondiendo estos contra los lectores con un “hatajo de vagos y de maricas privilegiados que queréis hacernos creer que la lectura es un trabajo”. Lejos de mí, pues, considerar que leer sea una tarea ominosa, sino -y siempre- un vicio placentero. El placer tiene sus límites, ponderando la literatura (y los libros) en quilates y no en kilotes, aunque muchas veces el libro grueso esconde muchos tesoros. Pienso ahora en, pongamos, veintiuna obras narrativas nada flacas: El Quijote de Cervantes, Moby-Dick de Herman Melville, Larva de Julián Ríos, Ulises de James Joyce, La casa de hojas de Mark Z. Danielewski, 2666 de Roberto Bolaño, El cuarteto de Alejandría de Lawrence Durrell, Adam Buenosayres de Leopoldo Marechal, Los novios de Alejandro Manzoni, Las benévolas de Jonathan Littell, Bajo el volcán de Malcolm Lowry, Bomarzo de Manuel Mújica Laínez, Tristram Shandy de Laurence Sterne, La Regenta de Clarín, Karnaval de Juan Francisco Ferré, La Habana para un infante difunto de Guillermo Cabrera Infante, En busca del tiempo perdido de Marcel Proust, Gógol en el Palacio de El Pardo de Antonio Pérez-Ramos, La guerra del fin del mundo de Mario Vargas-Llosa, La montaña mágica de Thomas Mann, El mar de la fertilidad de Yukio Mishima. Grosso modo, es un listado donde abunda el mamotreto de gran literatura, que me deparó horas y días de felicidad.
En unos minutos podría hacerles una lista paralela de otras veintiuna obras maestras, pero magras, de peso mosca, pero también de enorme enjundia y, sin duda, mucho más populares. El tomo ligero permite una lectura de vaivén, al aire libre o mientras se viaja; en cambio, el tomo mantecón exige un medio más reposado, más íntimo, más confortable. El libro entrado en kilos es más de jaula y biblioteca, no se deja sacar a la calle, donde sí pululan -bus, metro, tranvía, tren, avión, salas de espera- las delgadeces del libro de bolsillo (en mi mochila siempre llevo algo de esta literatura prêt-à-porter).
Si pasamos de la novela a otros géneros, quizá constatemos que el libro imponente ya no se edita tanto: los tomazos de obras completas, diccionarios y enciclopedias están a precio de saldo en las librerías de viejo. Echo un vistazo, armado con un metro, a mis anaqueles y me apercibo de un tomo bastante grueso (32x23x7’5), Historia regni Hungariae (1737), que en mi despedida de aquel país mis amigos me ofrecieron. Arrumbado en una mesita rinconera detecto otro ejemplar imposible, un Taschen (Diego Rivera. Obra mural completa) de 45x30x7 que apenas puedo levantar, que me hace rememorar la obra artística de ese otro gordote genial, regalo de los amigos chilangos cuando salí de México, donde dejé enterrado mi corazón. Esto me lleva a una confesión de perplejidad ante los enormes libros de Historia y, sobre todo, de Arte que, incomprensiblemente, en cada exposición los museos se empeñan en seguir ofertando a los visitantes, con bastante éxito de ventas. ¿Cómo es posible, en estos tiempos de redes on line, nubes virtuales y lectores electrónicos, cuando las casas -ya apartamentitos- tienen cada vez menos metros cuadrados?
En cualquier caso, si el placer y la preferencia del lector parecen no tener mucho que ver, aparentemente, con el número de páginas, sí sospecho que el escritor con michelines sea el responsable de atraernos como luciérnagas a sus iluminados mares de carne golosa y neumática. Ya confesé antes mi predilección por artistas y obras opulentas. Estoy convencido de que los robustos escriben mejor que los flacos. En mi santuario de hermosos tengo a un repóker de ases, grandes y nobles: la rareza de Enrique de Villena (1384-1434), la fuerza de Emilia Pardo Bazán (1851-1921), el humor de Edgar Neville (1899-1967), la poesía de José Lezama Lima (1910-1976) y los Méxicos de Jorge Ibargüengoitia (1928-1983). Este último, aunque no ciclópeo, ya era grande, pero murió en un accidente de avión y se truncó esa carrera hacia el mundo cetáceo (nivel que ya alcanzó otro formidable escritor mexicano, Jorge F. Hernández). Y en el Hades estará, supongo, ese antipático fumador de puros, el orondo Winston Churchill, al que la Academia sueca decidió otorgar el Nobel de Literatura (?) en 1953 (espero que ningún adipocrítico perciba el menor rasgo de gordofobia en mi deseo de destino infernal para el soberbio hijo de la pérfida Albión).
Decía el gran Giuseppe Tomasi di Lampedusa que “la única droga que embalsama por los siglos de los siglos la momia de las ideas es el estilo”. Según cuenta Francesco Orlando (Ricordo di Lampedusa, Milán, Scheiwiller, 1963), Lampedusa distinguía entre escritores magri (Stendhal, Racine, Laclos, Mallarmé, Gide…) y grassi (Dante, Shakespeare, Montaigne, Balzac, Mann...):
Los grassi expresan todos los aspectos y matices de lo que van diciendo; liberan al lector de la responsabilidad de deducir y comprender a partir de sus palabras, ya que todo lo deducen y explican ellos. Los magri, por el contrario, se leen asumiendo de buena gana esta atractiva responsabilidad; el sentido de sus sucintas páginas se revela sólo a partir de una complicidad secreta que exige la colaboración del lector; en estos, lo que no se dice es más jugoso que lo que se dice y no por ello es menos preciso, por cuanto un arte sabio y elusivo guía infaliblemente al lector perspicaz.
Puede leer aquí anteriores entregas de Miguel A. Moreta-Lara:
- 19/11/19 Tú a Reno (Nevada) y yo a New York
- 05/11/19 Quiero a una bollera de presidenta