“Al querer rematar su perorata con un ejemplo práctico, ayudándose de la empuñadura de ébano de su bastón, golpeó secamente una verde y durísima chirimoya”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces25/11/20. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe un cuento sobre Alfonso XIII: “Todo en aquel hombre, de tez muy pálida, exhalaba una pulcritud extrema, desde el coqueto bigotito entrecano hasta el metálico charol del botín cubano con su hilera de botones nacarados. Despinzó una prenda, llevósela al...
...rostro y, a la vez que la ceñía sobre la hermosa nariz para aspirarla golosamente, achicó unos ojillos de rata”.
¿Quién mató a Alfonso XIII? (Parábola real)
Chapirón de la Reina,
chapirón del Rey.
Mozas de Toledo,
ya se parte el Rey:
quedaréis preñadas,
no sabréis de quién.
[1532, anónimo]
Yo, señor, me estaba a la puerta de nuestra morada viendo pasar siempre los cortejos de bodas y entierros, puesto que vivía por medio del camino que lleva de la iglesia al cementerio, cuando un caballero acicalado de negro, alto y flaco, portando un fino bastón de plata, detúvose ante la colada puesta a secar al sol en un tenderete que allí delante teníamos. Todo en aquel hombre, de tez muy pálida, exhalaba una pulcritud extrema, desde el coqueto bigotito entrecano hasta el metálico charol del botín cubano con su hilera de botones nacarados. Despinzó una prenda, llevósela al rostro y, a la vez que la ceñía sobre la hermosa nariz para aspirarla golosamente, achicó unos ojillos de rata. Como si recordara el rastro invisible de un aroma entrañable, asintió varias veces cabeceando con suavidad y, abriendo por fin los párpados, inquirió con achulada energía pero sin dejar de sonreír:
-¡Mozuela! ¿Cúyas son estas bragas?
Mi madrecita, a quien pertenecía la delicada tela rosicler, traspuso el zaguán y, al avistar a aquel vejete elegante y marchoso, aparentó unos ojuelos de pinche borrega enamorada, si es que los corderos llegan a experimentar tal calidad de sentimientos.
Más tarde, más relajado, más triste, el coitado visitante oteaba el paisaje, como en esas pinturas de románticos alemanes, observando embebecido el ocaso –rojo, amarillo y cárdeno- al filo del precipicio, apoyado garboso el brazo en la retorcida rama de un quejigo.
Apartado a espaldas del extático caballero, el duque don Jacobo, ilustre académico que fungía de carabina real en esas correrías de incógnito, en tanto duraba la muda contemplación de su señor, disertaba a los mochachos del barrio sobre el sport de moda. Al querer rematar su perorata con un ejemplo práctico, ayudándose de la empuñadura de ébano de su bastón, golpeó secamente una verde y durísima chirimoya, que corrió tan rauda cuan fulminante hasta estrellarse, ¡oh fatalidad!, contra el tacón izquierdo del ensimismado monarca. Este, desequilibrado, perdiendo pie, sombrero filipino y gracia, emulando la causa de su desconcierto, gambeteó y rodó -rodó y rodó, rodó y rodó- barranca abajo. Para no ser menos, el otro rey, digo el sol, de repente se abismó en su propio pozo, dejándonos a todos tan huérfanos como sumidos en la más negra de las oscuridades.
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