Mares de España es un libro bien marinero que habla de quien ha luchado por la vida, contra el mar, al pairo de la niebla, ha sorteado tormentas, ha recorrido la costa de la muerte…”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

14/04/21. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el libro Mares de España de Joaquín Dicenta: “Mares de España es una muy entretenida recolección de semblanzas, artículos, recuerdos y crónicas presuntamente redactados a bordo del vapor Felisa y publicados en 1913 por Joaquín Dicenta...

...Benedicto (1863-1917), dramaturgo, periodista, letrista de zarzuelas, poeta y narrador, que hizo de la conciencia social una de las señas de identidad de todos sus escritos”.

Crónicas del marinero Joaquín Dicenta

Mares de España es una muy entretenida recolección de semblanzas, artículos, recuerdos y crónicas presuntamente redactados a bordo del vapor Felisa y publicados en 1913 por Joaquín Dicenta Benedicto (1863-1917), dramaturgo, periodista, letrista de zarzuelas, poeta y narrador, que hizo de la conciencia social una de las señas de identidad de todos sus escritos. Dicenta, nacido en Calatayud y bautizado en Vitoria, hijo de un teniente coronel, desde muy joven desarrolló un carácter tabernario y una propensión irremediable hacia la dipsomanía y el mujerío. Estudió el bachillerato en Alicante, ingresó en la Academia de Artillería de Segovia, de donde fue expulsado, para comenzar a estudiar Derecho y Medicina en Madrid, pero abandonó al poco tiempo, ganado ya para la mala vida, la golfemia y la literatura. Aunque se había casado en 1888 con María Purificación Orduña y Zarauz, convivió con la bailaora gitana Amparito de Triana, tuvo dos hijos (Joaquín y Fernando) con Resurrección Alonso -cantante del Real- y otro (Manuel) con la actriz Consuelo Badillo. Así pues, purificado, amparado, resucitado y consolado, querido y odiado por propios y ajenos, fue el líder indiscutible -junto a su amigo Alejandro Sawa- de la bohemia española en los alrededores del siglo XX. Y en eso estaba cuando le alcanzó el triunfo fulgurante con el estreno de su obra Juan José, el 29 de octubre de 1895, en el Teatro de la Comedia de Madrid, representándose sin interrupción durante 150 días: su éxito -solo superado por el Tenorio de Zorrilla- ya fue imparable cuando asociaciones, partidos y sindicatos la pusieron de moda, haciéndola representar cada 1 de mayo. La juventud radical la tomó como bandera y en torno a su persona y su actividad como periodista se aglutinó la autoproclamada Nueva Gente, ávida de reformas y de cambios más o menos revolucionarios.


Dicenta, un compulsivo colaborador periodístico, dirigió Democracia social (1895), ayudado por -entre otros- Ernesto Bark, Rafael Delorme, Manuel Paso, Miguel Sawa y Eduardo Zamacois. Después de dirigir El Radical, pasó a fundar y dirigir el semanario Germinal (1897), en cuya redacción le acompañaban, aparte de los antes mencionados, otros conocidos intelectuales: Nicolás Salmerón, Valle-Inclán, Benavente, Felipe Trigo, González Anaya, Rusiñol, Blasco Ibáñez… A partir de 1897, pasó a la dirección de El País, donde continuó con su prédica de reformas políticas y sociales.


Mares de España es, en realidad, la crónica de un viaje medicinal. Al comienzo de la primera parte (“Mares de estío”), confiesa el autor: “Quiero vivir unos meses en paz, lejos de conocidos, de mujeres, de familia, de todo”. También en el inicio de la segunda parte (“Mares de invierno”) descubre su “necesidad de vivir aislado, dando la espalda a los hombres. Estos baños de soledad son muy beneficiosos. Con ellos se limpia uno el alma de costras”. Aunque hay notables incursiones en las descripciones del espectáculo del mar tormentoso y de la naturaleza salvaje, el grueso de este volumen es de literatura portuaria, ya que las escalas de este singular crucero son los puertos de carga y descarga del vapor Felisa, de Bilbao a Barcelona (Santander, Gijón, Villagarcía, Marín, Vigo, Cádiz, Málaga, Motril, Torrevieja, Alicante, Valencia…), escalas que Dicenta aprovecha para describir los enclaves o adentrarse en tierra para visitar a sus amigos artistas y literatos.

En su escala en Santander, tras el elogio de la villa y un ácido comentario sobre el regalo de un palacio veraniego de la ciudad al rey Alfonso XIII, Dicenta gira visita a un conjunto de sugestivos personajes, entre ellos los artistas teatrales María Guerrero y Fernando Mendoza (abuelos del actor Fernando Fernán Gómez), para apuntar que después de ellos el Teatro Español de Madrid ha pasado de ser catedral del teatro a convertirse “en incubadora de presuntos, en puesto de cata, en ropavejería comedil”. Luego de entrevistarse con el “bravo republicano” Estrañi, director de El Cantábrico, acude a conversar con don Benito Pérez Galdós. Sin pelos en la pluma, Dicenta acaba el artículo con este párrafo:

Vamos al Felisa. Sería muy triste, tras comulgar con dos grandes actores, con un gran periodista y con un genio literario, tener que habérselas con actorcillos hueros, con periodistas mercenarios y con literatos sin médula.


El mundo de los niños siempre atrae la preocupación del escritor. En una de estas crónicas relata la visita al Sanatorio de la Pedrosa, en Santander, donde se reponen 200 niños pobres y enfermos, acogidos y educados bajo la supervisión del maestro nacional de la Institución Libre de Enseñanza Álvaro González Rivas, subdirector de la colonia. Al arribar el Felisa a Motril para cargar azúcar, el cronista, ante la visión del habla y del atuendo de los estibadores, evoca a los combativos moriscos alpujarreños; después, en charla con el grumete Victoriano, se rinde enternecido ante la terca pelea por la existencia del muchacho:


-Tus pretensiones, ¿cuáles son, Victoriano?
-¿Mis pretensiones, don Joaquín? Hacerme piloto y mandar un barco y andar por el agua, hasta que el agua se me trague o pueda retirarme con unos billetes del Banco en la cartera y una pipa de espuma de mar, con boquilla de ámbar, en la boca.
-Alto picas.
-Ello no me quita de picar la bomba a su punto. Lo que le dije. Hay tiempo para todo; los días son largos. En la mar pónese el sol más tarde que en la tierra.
-¿De manera que capitán?
-¡A ver! No siempre va a ser grumete un hombre. A mí el tesón no fáltame. Con un cabo que me echen, estoy en puerto, créalo.
-¡Ojalá -digo, golpeando afectuosamente el hombro del grumete- esas esperanzas se cumplan!
-¿Por qué no? -responde-. Seré capitán. Lo seré, porque quiero serlo.

Dicenta dedica a Málaga la bella dos crónicas. En la primera, tras hacer el elogio de los entonces muy leídos novelistas de la tierra, Arturo Reyes y González Anaya, el periodista se fija en los muelles de la ciudad: hay una huelga de los estibadores que piden jornales de 7’50 en lugar de las 6 pesetas que cobran ahora. También en el puerto malagueño se representa la amarga circunstancia de un vapor-correo que va a zarpar rumbo a América con 600 emigrantes, tristes y desharrapados:

Una música suena, entonando aires populares
[…]. No tendrán los emigrantes queja. La patria no les da pan, pero les da un concierto.


La segunda crónica recoge una visita de invierno, quizá a principios de febrero de 1912, a una Málaga lluviosa y con el Guadalmedina desbordado. La estancia es eminentemente literaria: asiste a una función de Hamlet protagonizada por Paco Fuentes (uno de los grandes actores del teatro clásico español, a pesar de su nada esbelta figura y su voz bronca), disfruta de una velada en la Academia de Díaz de Escovar, y pasa el día, la noche y la madrugada en casa de su amigo Arturo Reyes y su hijo Adolfo, leyéndose mutuamente sus últimos escritos. Dicenta venía escribiendo a bordo estas crónicas, y también rematando la novela Los bárbaros (1912), así como el drama Sobrevivirse (1913). Y Arturo Reyes acaba de publicar De mis parrales. Cuentos andaluces (1911), que -afirma Dicenta- “es un brillantísimo espejo donde Reyes refleja el alma del pueblo malagueño”.


“Gaditana” es el título de unas páginas que retratan a Dicenta por entero. El amor por la tierra andaluza lo expresa con la consabida retórica, así como el elogio de la bailarina gaditana, para terminar con una rápida y enaltecida semblanza de Fermín Salvochea, el apóstol de la anarquía. Pero unas páginas antes, a Dicenta, al evocar la juerga y el vino de Sanlúcar, le llega la hora de la confesión y el arrepentimiento:

¡Malditas embriagueces que gastaron mi cuerpo y enloquecieron mi razón, haciéndome esclavo del vicio, metiéndolo dentro de mí con tal fuerza y tan hondo, que hoy arrancarlo es bárbara tarea que realizo solitario, perdido, o a punto de perderse, afectos que pudieron ser base y felicidad de mi vida…!

Las mujeres no dejan de estar muy presentes en estos relatos de la mar y de los puertos. El procedimiento que utiliza siempre es el mismo: una subida al cielo de la descripción retórica e idealista, seguida de una bajada al suelo de la realidad. Así, el retrato de una bella batelera en Pasajes, “la aldehuela donostiarra”, de la que hace un muy modernista y praxitélico (el adjetivo es de Dicenta) dibujo: “Se unen al trazo pagano de la línea palideces enfermizas de misticismo, melancolías de virgen medieval”. Pero, a continuación, arremete contra las señoritas del Casino donostiarra y la hermosa, virginal y divina batelera de Pasajes “ahora rema de sol a sol para ganar su pan”. O la ya aludida bailaora gaditana, evocada como una sensual bailarina que tanta expectación levantaba en la Roma clásica: “pero la hembra gadexiana subsiste”. O el capítulo dedicado a la cadena de mujeres cargadoras de carbón, “del muelle a las bodegas y de las bodegas al muelle”, mujeres que parecen esclavas etíopes, pero proceden estas mujeres de la tierra cántabra: mocetonas robustas, chicuelas anémicas y viejas rugosas… Cadena de explotación y miseria, de envilecimiento y martirio, sostiene Dicenta.


Mares de España es un libro bien marinero que habla de quien ha luchado por la vida, contra el mar, al pairo de la niebla, ha sorteado tormentas, ha recorrido la costa de la muerte (denunciando el pésimo estado de las señalizaciones de esa costa asesina erizada de bajos frente al cabo Corrubedo, los Meixidos, Montelouro, Toviñana, La Muñiz, Lobeira Chica, los Mesos…), ha contemplado en la ría de Arousa una escuadra inglesa de 25 acorazados y cruceros (él denigra estos monstruos de hierro para enarbolar la bandera del Amor), ha atravesado el mar azul, un mar de progreso y de amor, que es el Mediterráneo, donde el alma griega se lanzó a civilizar el mundo (pero el escritor vuelve los ojos a la costa rifeña, “donde se hace correr sangre española en una guerra imbécil”) y un día, ante el espectáculo de un Atlántico gris y salvaje, se dice:

Más vale caer a golpe de ola y ser devorado por monstruos marinos, que ir acabando, poco a poco, roído por bichos de dos pies.

O por ratas de dos patas, que dijo Juanita la del Barrio.


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