“Si dejamos al margen el tema literario y la compulsiva escritura perfeccionista del hombre-pluma (así se autodefinió), lo más destacable de este gran relato epistolar es el impresionante mujerío con el que se trató, amistó y a quien amó el escritor”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

09/06/21. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre El hilo del collar: Correspondencia, un epistolario de Gustave Flaubert seleccionado y traducido por Antonio Álvarez de la Rosa: “Ciertamente, el resultado perseguido por Álvarez de la Rosa -y sobradamente alcanzado- es el de una novela (como...

...tal se lee) de la vida febril de Flaubert, un relato de su lucha agónica (esa orgía perpetua) con su escritura y un escaparate de su apasionada relación con unos corresponsales extraordinarios”.

Flaubert: la novela de la correspondencia (El hilo del collar: Correspondencia)

“Fui batelero en el Nilo, alcahuete en Roma durante las guerras púnicas, retórico griego en Subura, devorado por las pulgas. Fallecí durante las cruzadas por haber comido demasiadas uvas en la playa de Siria. Fui pirata y monje, saltimbanqui y cochero, ¿quizá también emperador de Oriente?” [Gustave Flaubert, carta a George Sand, 29/09/1866]

El hilo del collar: Correspondencia (Madrid, Alianza, 2021), un epistolario de Gustave Flaubert (1821-1880) seleccionado y traducido por Antonio Álvarez de la Rosa, es una gran noticia y la mejor manera de celebrar el bicentenario del nacimiento de ese monstruo de la literatura universal. No solo los flaubertianos estamos de enhorabuena, sino los lectores en general: todo por obra del responsable de la edición que se ha sometido al espinoso reto de reducir a un par de centenas para este tomo de bolsillo 4.500 cartas, que son las que están disponibles en francés en la edición electrónica de la Universidad de Ruán y en la colección La Pléiade de Gallimard.


Aunque nos lamentemos, con el amigo traductor, de que no haya músculo editorial en España capaz de atreverse con una edición de todas las misivas, no hay que ahorrar encomio a esta de Alianza, que presenta un producto soberbio, manejero y elegante, a pesar de sus 670 páginas. En Álvarez de la Rosa ha primado la contención, el buen gusto y la procura de acercamiento al lector no especializado, para lo que ha optado por una división en nueve secciones cronológicas y una ajustada presentación a cada una de ellas, introducciones mínimas y necesarias que orientan al leyente, sin despistarle nunca.

Ciertamente, el resultado perseguido por Álvarez de la Rosa -y sobradamente alcanzado- es el de una novela (como tal se lee) de la vida febril de Flaubert, un relato de su lucha agónica (esa orgía perpetua) con su escritura y un escaparate de su apasionada relación con unos corresponsales extraordinarios. Eso, hay que reconocerlo, solo lo pudo acometer quien conoce -pero que rebién- la obra entera de Flaubert, así como las vidas, los tiempos y las cartas (de Flaubert y de sus muchos corresponsales). Hay aquí un compendio del Flaubert total: el artista, el amigo, el obseso sexual, el crítico literario, el antiburgués, el epiléptico, el neurótico, el lujurioso, el glotón, el intolerante, el fumador, el sedentario, el viajero, el sifilítico, el padre cuidadoso [de su sobrina], el hijo, el hermano, el cínico, el exhibicionista, el putero, el irascible, el lector omnívoro, el orientalista, el misógino, el islamófobo, el deslenguado, el fetichista, el genial, el enamorado, el histérico, el falócrata, el permanentemente soliviantado por la estupidez burguesa de su tiempo…

Flaubert recibiría muestras de admiración de las luminarias literarias de su tiempo a partir de la publicación de Madame Bovary (1856) y el consecuente proceso por “atentado a las buenas costumbres” que se le siguió en 1857, el mismo año en que el mismo fiscal acometió otra persecución judicial contra su amigo Charles Baudelaire por Las flores del mal (que sufriría recortes y no sería publicada completa hasta 1949). Además de Baudelaire, otros corresponsales con los que mantuvo amistad fueron Guy de Maupassant (al que quiso como a un hijo: quizá es que lo era, apuntó algún biógrafo), los Goncourt, Émile Zola, Théophile Gautier, Victor Hugo (el gran Cocodrilo), Leconte de Lisle, Hippolyte Taine, Ernest Renan, Stéphane Mallarmé, Sainte-Beuve, Jules Michelet, Joris-Karl Huysmans, Ernest Feydeau o Iván Turguénev (quien aseguró que Flaubert le disputaba el puesto de “primer escritor contemporáneo” a Tolstói). Perlas de todos ellos -y de muchas corresponsales de las que hablaré a continuación- hay en el lujoso collar que nos ha regalado Álvarez de la Rosa.


“El idiota de la familia” -como lo llamó el importuno Jean-Paul Sartre- también trató epistolarmente a su estirpe: a su hermano Achille (médico, como el padre), a su madre Anne-Justine Fleuriot, a su hermana Caroline (que murió a los 21 años) y a la hija de esta, su sobrina Caroline Franklin Grout (1846-1931), quien sería la responsable -a través de su primer marido- de la ruina económica de Flaubert en sus últimos años y también “la causante del destrozo de su correspondencia”, según informa Álvarez de la Rosa.

Si dejamos al margen el tema literario y la compulsiva escritura perfeccionista del hombre-pluma (así se autodefinió), lo más destacable de este gran relato epistolar es el impresionante mujerío con el que se trató, amistó y a quien amó el escritor. Su gran amor de juventud fue una mujer casada, Élisa Schlésinger (1810-1888), a la que conoció cuando él tenía quince años: se relacionó con ella durante toda su vida y sería la inspiradora de algunos de sus personajes femeninos. Cuando comenzó a ser conocido, Flaubert se decidió a frecuentar varios salones literarios, como el de Edma Roger des Genettes (1817-1891) [apodada “la Sílfide”, “la Diva” y “la Dama de Saint-Maur”], el de la cortesana Aglaé Sabatier (1822-1890) [conocida como “la Presidente” y “Apollonie”, amante y musa de Baudelaire] o el de la princesa Mathilde Bonaparte (1820-1904). Las salonnières eran unas cultísimas mujeres, muchas veces ellas mismas escritoras, que alcanzaron a reunir en sus casas a los artistas y personajes más interesantes del siglo.

Parece que tampoco escasearon en su vida relaciones fogosas -aunque fugaces-: además de las mencionadas Roger des Genettes y Aglaé Sabatier, las mantuvo con Louise d’Arcet (1814-1885), casada con el escultor James Pradier; con la regentadora del hotel Richelieu en Marsella, la criolla Éulalie Foucaud de Langlade (“Gustave, tu m’as enivrée d’un feu dévorant”, le escribe en una carta la marsellesa); la actriz y cantante Suzanne Lagier (1833-1893); la bella cortesana Marie-Anne Detourbey (1837-1908), alias Jeanne de Tourbey, que devendría por matrimonio condesa de Loynes y salonnière de postín. Cuando he calificado estas relaciones de fugaces, únicamente me refería a batallas de amor campos de pluma, porque Flaubert siempre conservó memoria duradera de casi todas las mujeres que conoció de una u otra manera. En este sentido, no sabemos si con una de sus últimas grandes amigas (a la que dirigió más de cien cartas), la joven viuda y periodista Léonie [Rivière] Brainne (1836-1883), hubo algo más que una “amitié amoureuse”. Lo mismo cabría pensar de Gertrude [Collier] Tennant (1819-1918), que tenía 22 años cuando conoció a Flaubert antes de regresar a Londres y casarse allí. Después de reencontrarse en París en 1876, el escritor le diría en una carta: “¿Sabes cómo te llamo, en el fondo de mí, cuando pienso en ti (lo que sucede a menudo)? Te llamo ma jeunesse”. También mantuvo un tierno idilio intelectual con su paisana la escritora feminista Amélie Bosquet (1815-1904).


Una de las liaisons más sugestivas fue la que lo ligó durante muchos años a Juliet Herbert (1829-1909), la institutriz inglesa de su sobrina, “quizá el único y gran amor de Flaubert”, según aventura Álvarez de la Rosa. Convivieron en Croisset y se vieron muchas veces en París y en Londres. Juntos tradujeron al francés The prisoner of Chillon de Lord Byron y Juliet traduciría al inglés Madame Bovary, aunque nunca se publicó en Inglaterra, sino mucho más tarde (1886) traducido por Eleanor Aveling [Jenny Marx], la hija de Karl Marx, que se suicidaría ingiriendo veneno, como Emma Bovary.

Una de las mujeres con más presencia en la literatura de Flaubert es la que conoció en su largo viaje por Oriente (1849-1851), la bailarina y cortesana Kuchuk Hanem de Esna (Egipto). Se lo contó, sin ahorrar los detalles escabrosos, a su amigo Louis Bouilhet en una carta del 13 de marzo de 1850, a bordo de nuestra falúa, que en esta edición es una misiva de 12 páginas que vale por toda una novela. Esta exótica almea era bien popular, ya que otros viajeros la visitaron para plasmarla encantados en sus páginas, como el escritor George William Curtis, que también la trató en el mismo año que Flaubert. Kuchuk Hanem le serviría de prototipo de mujer hipersexualizada para los personajes de Salomé, Salambó y la tentación carnal femenina en su San Antonio. Además, con este retrato Flaubert contribuyó a la edificación de la imagen de la mujer oriental que perduraría en la cultura europea hasta nuestros días, una identificación entre Oriente y Sexo, estudiada por Edward Saïd en su impagable Orientalismo. El joven Gustave se lo escribió a Colet en 1853: “La mujer es un producto del hombre. Dios creó a la hembra y el hombre hizo a la mujer”.

Finalmente, hay que referirse a las que, según muchos flaubertólogos, son las tres mujeres más importantes en esta correspondencia. En el aspecto sexual parece que el señor Flaubert, por propia confesión de la que dejó constancia en sus cartas, era un fiera y le gustaba presumir de su priapismo, aunque Louise Colet (1810-1876), su amante durante un decenio y una dama de carácter, hubiera deslizado entre sus amigos en una de sus rupturas que en el primer encuentro el jovenzuelo (ella era diez años mayor) Flaubert dio gatillazo. Fue una correspondencia con una mujer como le gustaban al escritor: mayores que él, más inteligentes y letradas. Cuando Flaubert aún no era nadie, Colet (“la Musa”) era repetidamente laureada por la Academia y disfrutaba de la admiración de autores como Víctor Hugo. Pero la posteridad no ha perdonado su obra.


Quizá sea Aurore Dupin, alias George Sand (1804-1876), la mujer que mayor fascinación suscitó en Flaubert y tenía razones para ello: la figura escandalosa, socialista, feminista y romántica de George Sand ya había encandilado a toda una asamblea masculina de artistas exquisitos (Mérimée, Musset, Chopin). Su correspondencia es la de dos seres fuertes, dos colegas que defendían lo que el otro publicaba y que se quisieron sinceramente. Sand, que en su monumental obra tocó todos los géneros, era tan grafómana como su discípulo (él la trataba de “maestro”): escribió más de 40.000 cartas. El flaubertiano Julian Barnes la define como “la segunda madre de Gustave”. La posteridad la ha convertido en un mito de la literatura romántica, pero se empeña en no leerla. En una carta a Flaubert expresaba en 1872 esa certeza acerca de lo perecedero de su obra: “Tú quieres escribir para cualquier tiempo. Yo pienso que, dentro de cincuenta años, estaré perfectamente olvidada y quizá duramente mal apreciada”.

La terna la completa Marie-Sophie Leroyer de Chantepie (1800-1888), una rica aristócrata, cristiana y cultivadora de las letras, que comenzó su relación epistolar escribiéndole para elogiarle su Madame Bovary y se carteó durante diecinueve años. Lo curioso de esta dama es que nunca llegó a verse con Flaubert. La distancia mental con esta piadosa corresponsal convierte la lectura de este intercambio en un delicioso y sagaz consultorio literario-sentimental.

Leyendo y disfrutando estas cartas, uno se anima a desempolvar de nuevo todos los Flaubert que duermen en los estantes, especialmente Salambó y sobreviene el recuerdo de aquella gozosa novela, El loro de Flaubert, con la que se consagró Julian Barnes en 1984. De ahí les copio esta ficha, con la que intentó enjaular al poliédrico Flaubert:

El ermitaño de Croisset. El primer novelista moderno. El padre del realismo. El verdugo del romanticismo. El puente que une a Balzac con Joyce. Precursor de Proust. El oso en su guarida. El burgués burguesófobo. En Egipto, “el padre del Bigote”, San Policarpo; Cruchard; Quarafon; le Vicaire-Général; el Alcalde; el viejo Seigneur; el Idiota de los Salones. Todos estos títulos fueron adquiridos por un hombre que se mostraba indiferente a los tratamientos honoríficos. “Los honores deshonran; el título degrada; el cargo embrutece”.

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Una postdata sobre centenarios. Estamos de celebración del 1921, en que coinciden en su nacimiento Augusto Monterroso, Luis Martín Santos, Friedrich Dürrenmatt, Leonardo Sciascia, Patricia Higsmith, Stanislaw Lem, Elena Quiroga y Carmen Laforet. En ese año fallecieron otros estupendos plumíferos como Piotr Kropotkin, Ramón López Velarde, Aleksandr Blok o la gran Emilia Pardo Bazán. En lo que llevamos de 2021, estamos lamentando la desaparición de, entre otros, Adam Zagajewski, Jorge Martínez Reverte, Nawal Al-Saadawi, Justo Jorge Padrón, Hans Küng, Franco Battiato, Elena Santiago, Joan Margarit, Caballero Bonald, Francisco Brines y Enrique Badosa. También festejamos el año 1821, bicentenario del nacimiento de Henri-Frédéric Amiel, Richard Francis Burton, Fiodor Dostoievski, Charles Baudelaire y Gustave Flaubert. Sin duda, una excelente cosecha para un año que despidió a gentes tan raras como John Keats, el Abate Marchena (que no era cura sino un ilustrado y un gran traductor) o John William Polidori. Si levantara la cabeza, Flaubert se asombraría (aunque se alegraría en el fondo) de que estemos celebrando su bicentenario y no el de su amigo escritor Ernest Feydeau (1821-1873), quien -al oler el escándalo que provocó Madame Bovary- publicó una novela de adúltera, Fanny, en 1858 y vendió 40.000 ejemplares, cuando Madame Bovary, durante los primeros cinco años, no consiguió vender más que 29.000 ejemplares. ¿Pero quién se acuerda hoy de Feydeau?

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