“En ese ejercicio de olvido que es la memoria desfilan otros personajes y acontecimientos que ilustran la mentira del amor vivido”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

23/06/21. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre Moisés Pascual Pozas y su última novela Carrusel de sombras : “Esta renacida novela, Carrusel de sombras, puesta a punto por un escritor experimentado que reordena su obra, parece preanunciar una retirada: el rigor poético de su escritura lo aboca...

...al silencio, un silencio que vaciará más la literatura en tecnicolor que nos provee el mercado. La España vaciada, cierto, pero también la lengua vaciada”.

Moisés Pascual Pozas: de la furia al compromiso (o de la literatura engagée/enragée)

“Somos memoria y cuando esta desaparece dejamos de ser. Se dijo que morimos del todo cuando ya no somos recordados. Poco valemos sin un ayer personal y colectivo […] Un pueblo que alimenta la desmemoria es un pueblo enfermo. Bien es cierto que a veces la memoria es selectiva porque no puede soportarse”.
Moisés Pascual Pozas

Moisés Pascual Pozas (Santibáñez de Zarzaguda, Burgos, 1947) estudió en las universidades de Salamanca y Barcelona y se doctoró en Filología Hispánica por la universidad de Estrasburgo. Estamos ante un escritor absolutamente excéntrico que ha pasado casi toda su vida profesional repartiéndose entre Inglaterra, Senegal, Italia, Francia, Estados Unidos, Marruecos, el Líbano y Hungría, además de residir largas temporadas en Ecuador, Canadá, República Dominicana, Bolivia y México. Sus ciudades habitadas por años han sido, entre otras, Southampton, Bristol, Dakar, Messina, Estrasburgo, Aviñón, Montpellier, Marraquech, Roma, Budapest, Beirut, París y otras diez más.

Nos conocimos en 1993 en Marruecos, cuando él vivía en Marraquech. Entonces estaba escribiendo, terminando o reescribiendo El carrusel de la plaza del reloj, una estupenda novela que obtendría al año siguiente el Premi de Narrativa en Castellà Juan Gil Albert de Valencia, aunque se publicó después (Ajuntament de Valencia, 1996). Era su tercera novela y exhibía huellas de su vida en Aviñón y Messina. Al final del texto el autor localiza explícitamente su escritura en Messina, Vivar del Cid, Marraquech, Roma. Es una novela que gustó mucho a los extranjeros -confiesa el autor- y lo achaca a su atmósfera durrelliana (alusión al Lawrence Durrell de El cuarteto de Alejandría). El personaje narrador de esta novela contempla, desde una colina, el estrecho de Messina mientras bebe cerveza y escucha tangos; a ratos escribe en un cuaderno la historia de Macario y Anabel, que es el espejo de la suya con Flavia, una joven siciliana con la que va a casarse. En ese ejercicio de olvido que es la memoria desfilan otros personajes y acontecimientos que ilustran la mentira del amor vivido. Este recurso al cuaderno o al diario es uno de los favoritos del escritor -que utilizará en muchas de sus obras-, así como la música y la circularidad del tiempo.


Pero ya antes había llegado a la literatura con el cuento Reencuentro, premio Pola de Lena (1978). Este relato -con otros cuatro- aparecería en versión bilingüe hispanoitaliana bajo el título Dulce como el amor/Dolce come l’amore (Armando Siciliano Editore, 1991). Posteriormente, aumentó la colección con dos textos más y se editó en francés y español como Dulce como el amor/Doux comme l’amour (Paris, 2006).

En el año 1980 obtiene el Premio Cáceres de Novela con su primera novela Los descendientes del musgo, editada por el Instituto Cultural El Brocense, pero que -siguiendo una maniera del autor- corregiría y publicaría más tarde (Izana, 2015). Quizá no esté de más señalar que el jurado de este prestigioso premio estaba compuesto ese año por José Arozena Paredes, Fernando Lázaro Carreter, José Manuel Rozas, Ricardo Senabre y Francisco Ynduráin: ¡lo que leyeron cada uno por sí y en conjunto este quinteto no está escrito! Esta novela inaugural la trazó en los años 1973-1975 cuando trabajaba en la universidad de Bristol, aunque -como hará con todas sus obras- la hará dormir por años antes de presentarla al concurso. El mundo narrativo de Moisés ya está entero en esta novela: le conviene perfectamente aquel lema que T. S. Elliot le robó a María Estuardo (o a Heráclito), “En mi principio está mi fin”. Por un lado, está el mundo rural que conoce de primera mano y que recupera desde paisajes, mundos y mentalidades alejados de la tierra castellana y, por otro -y simultáneamente- acomete la edificación de un artefacto literario con un lenguaje único que asombrará y apreciarán todos los lectores y críticos que se han acercado a su obra. El propio autor ha destacado la importancia de Delibes y Fernández Santos en su obra: no es raro que rápidamente los académicos lo hayan incluido (aunque esto ocurrió mucho más tarde, a partir de la publicación de Espejos de humo) en el grupo leonés (junto a Luis Mateo Díez, Juan Pedro Aparicio, Antonio Pereira y Julio Llamazares) y que, con la aparición de Intemperie (2013) de Jesús Carrasco se haya llegado a hablar de la moda neorruralista en la literatura española del siglo XXI, de cuya tendencia Moisés Pascual sería uno de sus más firmes valedores. Pero se olvida que en la novelística del burgalés hay -como ya he sugerido- un paisaje rural del que se apropia desde el momento iniciático de su expresión (oralidad, infancia, familia) y no a través de ningún autor o corriente literaria; y, más importante, en la escritura de Pascual Pozas son más profundas las trazas de los clásicos, tanto los grecolatinos como los contemporáneos (Dostoievski, Faulkner, Rulfo, Sciascia, Miller, Bukowsky, Kerouac, Durrell, Bassani, Cormac McCarthy, Hemingway, Borges…) y de la música popular, así como el tratamiento obsesivo de los temas del viaje, la venganza, la memoria, la alienación, la inaceptabilidad del orden occidental, el desamor, la incomunicación, la muerte, la denuncia de la corrupción, la circularidad del tiempo, la rebelión contra la tribu, etc., que universalizan la radical propuesta de su literatura. También lo diferencian de otros presuntos movimientos su dominio de los registros, su lenguaje límpido y la polifonía de las voces narrativas, por no referirnos a la cronología: el mundo rural, que ya aparece en su primera novela -escrita a mitad de los setenta y publicada en 1980-, es llevado a su más depurada expresión en Espejos de humo (2004), una obra maestra que quedó finalista del Premio Nacional de la Crítica. Esta novela escrita entre noviembre de 2001 y mayo de 2002, entre Budapest y Santo Domingo, se tradujo al francés (2008) y al italiano (2009) y de ella dejó dicho el llorado Ricardo Senabre: “Novela de extremada originalidad… repleta de hallazgos de magnífico escritor” (El Cultural).

Aunque sea un escritor de minorías lectoras, su novela más transitada será Espejos de humo, donde “todas las historias son inventadas y, sin embargo, las he vivido”. Podemos considerarla una cima, tanto de la narrativa de Pascual Pozas como de ese neorruralismo (si es que existe tal cosa). El microcosmos de la Castilla profunda que presenta es un cúmulo de historias y de vidas que, a ratos, nos recuerdan las vidas y retratos de la Antología de Spoon River o las historias de Juan Rulfo, por buscarles ecos o atmósferas, pero en la trayectoria novelística de su autor, según acertada confesión:

Espejos de humo quizá sea el final de un viaje, la Ítaca infantil abandonada por tanto alejamiento. Cuando finalicé la redacción, sentí que su pasado no moría, que yo era uno de los personajes cercados por la irreversibilidad del ayer y que ya no necesitaría escribir sobre ese mundo porque definitivamente formaba parte de mí para siempre.


La atención crítica que ha tenido la escasa producción novelística (ocho novelas en cuarenta años de escritura) ha sido realmente notable: entre estos lectores exigentes podemos mencionar a traductores, novelistas, críticos, estudiosos y profesores como Tino Barriuso, Ricardo Senabre, Santos Domínguez, Luis Mateo Díez, Donatella Ucchino, Juan Manuel Rozas, Agustín Cerezales, Domenico Antonio Cusato, Nicolás Miñambres, María Luisa Tobar, Susana del Hoyo, Oscar Bazán Rodríguez, Gaëlle Bervas…

Mientras estaba escribiendo Espejos de humo en un café de Budapest, la ciudad que habitaba por aquellos años, se publica su novela Las voces de Candama (Dossoles, 2002), que era -dijo Luis Mateo Díez- “un texto duro y comprometido, en el que se propone una reflexión sobre la realidad acuciante del tiempo en que vivimos, desde una mirada nada complaciente”. El pintor burgalés Juan Vallejo es el autor de la portada y de los magníficos dibujos, que se erigen en parte de la trama de esta potente novela de crítica social, que produjo ramalazos de inquietud en la ciudad donde se publicó. Sabido es que casi todas las capitales españolas de provincia son ciudades levíticas que, en lo tocante a la cultura, siempre evidencian su casposidad, además de un extremo celo en controlar las migajas del poder que caen en suelo urbanizable: “una tierra de cerebelos hisopados, corazones cainitas y bocazas escupidoras de necedades” (como dice cierto personaje en otra de sus novelas). Para su autor esta obra es “una novela palimpsesto, heredera de una tradición próxima, la de Sciascia, Aldecoa, Fernández Santos y Juan Goytisolo”.

En 2013 se edita la novela Vidas de tinta (Izana, 2013), obra en la que “con un admirable ritmo narrativo, se suceden la infancia y la madurez, el vacío y el recuerdo, los mundos rurales cerrados y los mundos abiertos del otro lado del mar, la búsqueda y la huida, el amor y la soledad… Y en todas sus páginas, la sostenida voluntad de estilo de un novelista dueño de una de las prosas más limpias y potentes de la narrativa española actual” (Santos Domínguez). Fue novela finalista del Premio de la Crítica de Castilla y León.

En 2017 han aparecido dos ediciones de Los papeles de J. C., que han sido desautorizadas por el autor. Aparecerá a finales de este 2021 en la editorial Tulús, que dirige el poeta y profesor Javier Pérez Bazo.


Y, tras tanto meandro por las obras de este novelista, llego al objeto de estas páginas: hablarles de su última publicación, Carrusel de sombras (Atticus, 2020). Pero, como es usual en nuestro escritor, esta obra tiene su mar de fondo, como paso a resumirles. Entre diciembre de 1983 y julio de 1984 Pascual Pozas escribió su segunda novela y la dejó dormir, según el modus operandi que recomendaba el novelista checo Bohumil Hrabal (1914-1997): una vez escrita tu novela “como cuando se hace un buen destilado o un queso, se coloca el texto cuidadosamente en un cajón y al cabo de un tiempo se saca”. La retomó, la redujo a la mitad y la volvió a dormir. En el año 1988 la presentó al Premio Andalucía de Novela, convocado por la editorial Espasa-Calpe, con el título El libro de las sombras y consiguió (¿lo adivinan?) ¡el segundo puesto! Decide entonces revisarla y modificarla para publicarla como El laberinto de los rostros (Armando Siciliano Editore, 1993). Traducida por Donatella Ucchino al italiano el mismo año, Il labirinto dei volti resultó finalista en el Premio Elio Vittorini. En su presentación en Roma, afirmó Román Gubern que Pascual Pozas era “un escritor intersticial, de difícil encaje en la novelística española al uso”. Todas esas versiones las ha utilizado Pascual Pozas como borradores para una reciente reescritura que se publica como texto definitivo: Carrusel de sombras, con la que ha vuelto a ser finalista en el Premio de la Crítica de Castilla y León. Y aquí tenemos de nuevo la novela de siempre, la historia de una venganza por desamor, la recuperación de la memoria del paisanaje castellano, Juan José Murúa contra la Europa pija, los bajos fondos, la maga de las hierbas alucinógenas, la circularidad del tiempo (viaje, carrusel, laberinto), el génesis y el apocalipsis, donde “la escritura es el reino de los facedores de patrañas y en ese territorio se mueven mis sueños y miserias”. Con memoria y palabra unidas, el lenguaje señero -poético y bien acordado- de Pascual Pozas funda la realidad humana y el universo, tal como apuntó Maurice Blanchot (“Mallarmé y el arte de novelar”):

Nombrar a los dioses, hacer que el universo devenga discurso, solo eso fundamenta el diálogo auténtico que es la realidad humana, formando la trama de ese mismo discurso, su brillante y misteriosa figura, su forma y su constelación, lejos de los vocablos y reglas en uso en la vida práctica.

Esta renacida novela, Carrusel de sombras, puesta a punto por un escritor experimentado que reordena su obra, parece preanunciar una retirada: el rigor poético de su escritura lo aboca al silencio, un silencio que vaciará más la literatura en tecnicolor que nos provee el mercado. La España vaciada, cierto, pero también la lengua vaciada.

Pero, antes de terminar, someto el libro a la prueba de abrirlo al azar y leer el primer párrafo:

En la ciudad laten soledades de ojos tristes y miradas erráticas, un perro hidrófobo alza la pata en una esquina, una puta baila el bolso y enseña la entrepierna y el bamboleo de las tetas, señuelo de retozantes cabalgadas previo pago del alquiler de la yegua, cotorras y urracas seccionan con cuchillas el clítoris de una niña que aúlla en un sótano de lumbre ahumada, en un confesionario empujan para dentro el ojete de un niño y lo escudriñan con el mango bendecido, el pitido de un tren taja el aire, y corren ruidos que salpican y luces lobunas, en un mirador una mujer desnuda contempla la luna y peina su cabellera, una mendiga monologa, discute y pelea con las ratas mientras remueve con dedos de largas uñas un basurero, corren y gritan sombras que no saben que corren y gritan e inicio el descenso al infierno de los bidonvilles miserables vies […].

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