“El lugar de la memoria que me fue dado evocar contagiado por la lectura del artículo de Conrad fue, contrariamente al doloroso episodio rememorado de la muerte del padre, una serie de deliciosos flashes que iluminaron un periodo de vida infantil en un lugar muy preciso, en territorio saharaui”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces

03/11/21. 
Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana habla sobre la memoria: “Ciertos textos -quizá la literatura en general- tienen la facultad de contagiarnos emociones profundas, acaso despierten sensaciones enterradas, invisibilizadas: sentires que estaban guardados como un valioso paño en el arca del alma. Algo parecido...

...me aconteció en la lectura de esta página del escritor polaco: me retrotrajo al lugar de la memoria de hacía medio siglo”.

El lugar de la memoria

El extranjero arribó a la ciudad ya en la noche. Ha cenado y no puede dormir aún. Pasea silencioso del brazo de su hijo por una calle desierta: de improviso, le alcanza la sensación de estar revisitando “antiguos fulgores de viejas lunas”. Aunque fue hace cuarenta años cuando pisó por última vez estos adoquines, la inmensa soledad de la plaza hace surgir en su mente la idea de la inmutabilidad de las cosas, ¡quizá el tiempo no pueda con estos adoquines! La luna, la fosforescencia de las torres de la basílica, el lago azulado de la gran plaza, le predisponen a navegar y, de repente, divisa en lontananza -ya endereza el rumbo al mar de los recuerdos- la Puerta San Florián. Ahora tiene once años, es invierno de 1868 y después de la escuela preparatoria regresa a casa donde una monja silente y una anciana ama de llaves ambientan una atmósfera que le encoge el corazón:

No sé qué habría sido de mí de no ser por mi afición a la lectura. ¡Leí! ¡Qué no llegué a leer!

Al anochecer, al niño a veces le permiten pasar al dormitorio de su padre enfermo para darle las buenas noches. Después, los sollozos lo adormecen. Conjeturo que una luna invernal derrama su luz a través de una ventana de tejado y que el niño alienta vagos terrores, confusas pesadillas de hielo y árboles doblados por la ventisca. Cuando, unos meses más tarde, llegó lo inevitable, ya no le quedaban lágrimas. Ahora el viajero contempla al muchacho que fue siguiendo el cortejo fúnebre. Lo imagino viéndose a sí mismo, metido en un sueño, como el Isak Borg del famoso filme Fresas salvajes (Ingmar Bergman, 1957). En ese momento, la amargura y “aquel aire de tumba” agobian al paseante, que huye de esas sombras y, como Isak Borg despierta del sueño, él abandona, sale, borra el recuerdo: “Regresemos al hotel, hijo mío. Se hace tarde”.


Posiblemente hayan adivinado la ciudad (Cracovia), el año (1914) y el viajero (Joseph Conrad). El escritor polaco tenía un auténtico terror al deshabillé y siempre evitó mostrarse en pantoufles, pero estas pocas páginas, dentro de un ensayo sobre su amada Polonia, son una excepción a la renuencia a desvelar su intimidad. El efecto magdalena de Proust debió de traicionarlo: el paseo nocturno por la vieja ciudad, el brillo de la luna, la visión de esa calle y esos edificios, quizá algún olor (no lo dice), desataron el clic que lo catapultó a una infancia dolorosa. Son seis largas páginas llenas de detalles, concreciones, pormenores, que diseccionan recovecos del ánimo dolorido del niño Józef Teodor Conrad Nalecz Korzeniowski.

Ciertos textos -quizá la literatura en general- tienen la facultad de contagiarnos emociones profundas, acaso despierten sensaciones enterradas, invisibilizadas: sentires que estaban guardados como un valioso paño en el arca del alma. Algo parecido me aconteció en la lectura de esta página del escritor polaco: me retrotrajo al lugar de la memoria de hacía medio siglo, que evocaré después del inciso del siguiente párrafo.


Los muertos, nuestros muertos -¡una punzante carga!-, que alimentan vidas y amores ya perdidos, por más que los sintamos gravitar físicamente sobre nuestras espaldas, esos muertos queridos -pero también los despreciados- son puro humo, invisibles e ingrávidos, igual que el amor y el desamor, igual que los sueños y los recuerdos. Y, sin embargo, su pesadez es tan real como el pasado, como la tristeza, como el plomizo cielo de invierno. Vivos, esos seres no nos cargaban: existían fuera de nosotros, en la cobertura de sus cuerpos, pero ahora son caballeros inexistentes, recubiertos -como el Agilulfo de la novela de Italo Calvino- de una perfecta armadura (brillante y onerosa en nuestra alma imaginativa). La historia de la felicidad es una historia del ascenso hacia la invisibilidad, hacia una especie de sexto sentido de lo invisible. Un sentido que se ceba en los lenguajes impresos en el almario: la memoria, el pasado, el recuerdo y el olvido, toda esa telaraña invisible que, como los caminos en el conocido poema de Antonio Machado, no son “sino estelas en la mar”, huellas de espuma, brindis al sol. La literatura está hecha de molinos y gigantes que habitan más allá de lo real. Incluso el fetiche máximo de la realidad, el dios Dinero, ya no huele (como quería Vespasiano), ya no se toca, es virtual y tan invisible como los mensajes que se escriben en agua. El destino de la materia es ceniza y sombra y nada. Pero nos gusta bailar y llorar sobre la leche derramada.

El lugar de la memoria que me fue dado evocar contagiado por la lectura del artículo de Conrad fue, contrariamente al doloroso episodio rememorado de la muerte del padre, una serie de deliciosos flashes que iluminaron un periodo de vida infantil en un lugar muy preciso, en territorio saharaui. Apunté rápidamente esa ristra de recuerdos, de escenas, de viñetas, en un intento de atrapar las visiones intangibles del paraíso. Al encerrarlo en la cárcel de unas palabras escritas, lo incorpóreo se encarna, se materializa -negro sobre blanco-, y así poder regresar a la vívida visibilidad de la evocación: el calabozo de la página regala libertad de remembranza a la mano de nieve de cualquier lector o lectriz. Mis fantasmas los aprisioné en estos octosílabos:


El lugar de la memoria

Un faro con una placa
donde el trópico de Cáncer
tintó en verdiazul la Sarga.
El berrido del camello
entre el zoco y la mezquita.
El maní del cine Lumen.
La música de aquel wéstern
(¿era El rostro impenetrable?).
El rubio sabor de un Rothmans.
El té y el pilón de azúcar.
El perfume del anafe.

La amniótica transparencia
de aguavivas en naufragio.
La alfombra de posidonias
en la playita del muelle.

Los cangrejos violinistas
sobre el césped de Butalha.
El sulfuroso milagro
del año sesentaitrés.
Dulce manantial hirviente.
Luna de boda en la jaima.
Las albórbolas de Lala
con pandero, guembri y crótalos.
Palmas como mariposas
alheñadas en el aire
de incienso, pachulí y ámbar.

La pirática gabarra
de la aventura infantil.

El aullido del chacal
en la noche sin estrellas.
La escritura lagartija
sobre el satén de la duna.
Las damas sobre la arena.

Siroco con legionarios
-desertores y suicidas-
tras los hijos de la nube.
El guateque con Adamo,
Otis, chatka y seven-up.

La tirantez de la sal
en escamas deshojándose
por pétalos palpitantes
en tu piel después del baño.

Todo ata, cela o recrea
el escenario lejano
de una felicidad cierta.
Crea, descubre o rescata
un lugar de la memoria
y de la melancolía
infinita de su pérdida.


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