“Como se podrá comprobar por las citas señaladas, las alusiones olfativas suelen ir acompañadas de otras relativas a sensaciones cromáticas, táctiles o sonoras, incluso gustativas”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
09/02/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe su tercer artículo sobre Carmen Laforet: “Los matices, los recovecos, los detalles de la escritura laforetiana guardan tesoros y sorpresas renovadas. Recuerdo haberle leído en alguna parte al hispanista Jean Cassou su definición del libro Visión de Anáhuac de...
...Alfonso Reyes como “minucioso, sutil, oloroso”: tres adjetivos que le convienen a la literatura de Carmen Laforet”.
Relectura de Carmen Laforet en su centenario (3)
Pequeño tratado de perfumería laforetiana (I)1
Para Marta, Rocío, Maribel, Javier y Sergio,
en recuerdo de unas jornadas tangerinas.
Los matices, los recovecos, los detalles de la escritura laforetiana guardan tesoros y sorpresas renovadas. Recuerdo haberle leído en alguna parte al hispanista Jean Cassou su definición del libro Visión de Anáhuac de Alfonso Reyes como “minucioso, sutil, oloroso”: tres adjetivos que le convienen a la literatura de Carmen Laforet.
En Nada, su novela de 1945, en una escena de fiebre, el sueño y la realidad se combinan en una expresión donde el olfato es parte decisiva -quizá detonante- de esa ensoñación: “Una vez recuerdo que vino a verme Antonia con su peculiar olor a ropa negra y su cara se mezcló a mis sueños afilando un largo cuchillo” (p. 59). En la página siguiente, Román “se sentó al piano y tocó algo alegre, contra su costumbre. Tocó algo parecido al resurgir de la vida en primavera, con notas roncas y agudas como un aroma que se extiende y embriaga” (p. 60). Esos apuntes sensitivos y otros parecidos sugieren que el campo olfativo constituye uno de los estilemas más delicados y característicos de la escritura laforetiana. Les daré más ejemplos.
La diferenciación social a través del olor también lo emplea a menudo la narradora: “Tuve uno de esos momentos de desaliento y vergüenza tan frecuentes en la juventud, al sentirme yo misma mal vestida, trascendiendo a lejía y áspero jabón de cocina junto al bien cortado traje de Ena y al suave perfume de su cabello” (p. 66). Como en los ejemplos anteriores referidos a Antonia, Andrea o Ena, la escritora caracteriza con lo odorífero -física, social y psicológicamante- a muchos otros personajes, ámbitos y situaciones: “[…] todo el cuarto [de Angustias] estaba impregnado de olor a naftalina e incienso que su dueña despedía” (p. 82); [En el estudio de Guíxols] “el aire cerrado tenía aún un olor tenue a barniz” (p. 242); “Al entrar en mi cuarto, encontré un olor caliente de ventana cerrada, y de lágrimas” (p. 242); [En la casa de Aribau] “un espeso y maloliente calor lo envolvió todo, y yo empecé a perder el sentido del tiempo” (pp. 246-247); “Y me dolió el pecho de hambre y de deseos inconfesables, al respirar. Era como si estuviese oliendo un aroma de muerte y me parecía bueno por primera vez, después de haberme causado terror…” (p. 254). La alcoba de Andrea también participa de la decadente gama aromática: “[…] me sorprendió el olor a aire enmohecido y a polvo” (p. 94). Necesita escapar del aire viciado: “[…] yo me marché a la calle a respirar su aire frío, cargado de olor de las tiendas” (p. 119).
Al principio del capítulo XII Ena expresa su deseo “de ver pinos (no estos plátanos de la ciudad que huelen a tristes y a podridos desde una legua)” (p. 125). Más adelante, al salir de Barcelona, Andrea tendrá la misma emoción sensitiva: “Enseguida nos envolvieron los pinos con su cálido olor” (p. 170). Igual ocurre más adelante: “Ena se detuvo en medio de la calle para mirarme. Los faroles acababan de encenderse y rebrillaban en el suelo negro. Los árboles lavados daban su olor a verde” (p. 239). En el capítulo XII, la sensación de felicidad es táctil, olorosa y sonora: “Ena nadaba con el deleite de quien abraza a un ser amado. Yo gozaba una dicha concedida a pocos seres humanos: la de sentirme arrastrada en ese halo casi palpable que irradia una pareja de enamorados jóvenes y que hace que el mundo vibre más, huela y resuene con más palpitaciones y sea más infinito y profundo” (p. 129).
En la espectacular, angustiosa y cinematográfica persecución en la que Andrea sigue a Juan por un muy preciso trazado urbano del centro histórico de Barcelona (capítulo XV), el recorrido se siembra de señales olfativas: “De un almacén cerrado vino olor a paja y a fruta. Sobre una tapia aparecía la luna. Toda mi sangre corría conmigo […]” (p. 157); “Olía indefinidamente a fruta podrida, a restos de carne y pescado” (p. 158); “[…] me rozaba el ruido y el olor a vino” (p. 159); “[…] callejuelas oscuras y fétidas que abren allí sus bocas” (p. 159).
Recuérdese también el comienzo del capítulo XVIII, donde lo olfativo se trasciende a una entidad sensitiva, emocional y poética superior: “Me viene ahora el recuerdo de las noches en la calle de Aribau, aquellas noches que corrían como un río negro, bajo los puentes de los días y en las que los olores estancados despedían un vaho de fantasmas” (p. 191); “Dulces y espesas noches mediterráneas sobre Barcelona, con su decorado zumo de luna, con su húmedo olor de nereidas que peinasen cabellos de agua sobre las blancas espaldas, sobre la escamosa cola de oro. En alguna de esas noches calurosas, el hambre, la tristeza y la fuerza de mi juventud me llevaron a un delirio de sentimiento, a una necesidad física de ternura, ávida y polvorienta como la tierra quemada presintiendo la tempestad” (p.191).
Lo mismo ocurrirá con las sensaciones marinas: “Y aquel día yo había sentido como un presentimiento de otros horizontes. Algo de la ansiedad terrible que a veces me coge en la estación al oír el silbido del tren que arranca o cuando paseo por el puerto y me viene en una bocanada el olor a barcos” (p. 192-193); “[…] el olor a brea, a cuerdas, penetraba hondamente en mí” (p. 226). Una descripción del puerto se remata con una finísima sensación olfativa: “En las dársenas salían a la superficie los esqueletos oxidados de los buques hundidos en la guerra. A la derecha yo adivinaba los cipreses del Cementerio del Sudoeste y casi el olor de melancolía frente al horizonte abierto del mar” (p. 133).
Asombrosamente irónica es la mención “Del olor a señora con demasiadas joyas […]” (p. 196).
Los olores de la calle definen la íntima relación de los personajes con la urbe y la memoria: un jardín es “tan ciudadano que las flores olían a cera y cemento” (p. 195); “Mil olores, tristezas, historias, subían desde el empedrado, se asomaban a los balcones o a los portales de la calle de Aribau” (p. 202). La madre de Ena rememora: “Había pasado un año entero sin oír el nombre de Román y entonces cada árbol, cada gota de luz -de esa barroca, inconfundible luz de Barcelona- me traía su olor, hasta dilatarme las narices presintiéndolo…” (p. 210); “Aquel cielo tormentoso me entraba en los pulmones y me cegaba de tristeza. Desfilaban rápidamente, entre la neblina congojosa que me envolvía, los olores de la calle de Aribau. Olor de perfumería, de farmacia, de tiendas de comestibles. Olor de calle sobre la que una polvareda gravita en el vientre de un cielo sofocantemente oscuro” (p. 230); “Del asfalto vino un olor a polvo mojado” (p. 232).
Como se podrá comprobar por las citas señaladas, las alusiones olfativas suelen ir acompañadas de otras relativas a sensaciones cromáticas, táctiles o sonoras, incluso gustativas. La joven Carmen Laforet había puesto como lema para abrir su primera novela un fragmento del romance “Nada” de Juan Ramón Jiménez, con el que pareciera querer anunciar ya el juego de la realidad y lo sensitivo en su escritura:
A veces un gusto amargo,
Un olor malo, una rara
Luz, un tono desacorde,
Un contacto que desgana,
Como realidades fijas
Nuestros sentidos alcanzan
Y nos parece que son
La verdad no sospechada…
Quizá el personaje más conspicuo de La isla y los demonios (1952) sea el medio natural. El paisaje aparece humanizado: su descripción y metaforización es de raigambre netamente surrealista y del 27. “Luego, la tarde se puso amarilla y extraña y llena de ardor”. “El jardín se volvió misterioso, con un pedazo de luna verde y el rebullir de unas alas negras”.
Esta poética humanización de la naturaleza es, como ya dije, una seña de identidad de Carmen Laforet. Desde la primera novela de Nada no es raro encontrar frases como esta que cierra el capítulo XIX: “Ya de madrugada, un cortejo de nubarrones oscuros como larguísimos dedos empezaron a flotar en el cielo. Al fin, ahogaron la luna” (p. 216). Pero en La isla y los demonios este procedimiento inunda toda la novela, como el final del cap. V: “Allí, en la oscuridad, no escuchaba ni sentía más que un hondo y lejano rumor de sangre”. “Una luna agria salía por detrás de las montañas, siguiendo el último suspiro del crepúsculo y se encendía un barco lejos […] Aquel colorido marino parecía invadir enteramente la habitación pequeña, anodina, y llenarla de una turbadora atmósfera emocional” (p. 441). [Marta] “sintió lo que deben sentir los árboles en primavera, solo una fuerza divina, una dicha sin pensamiento de florecer” (p. 458). Uno de los personajes que fascina a Marta es Pablo, que expresa una teoría freudiana del arte: “El arte salva del infierno de esta vida. Todos los demonios que están dentro de uno se vuelven ángeles por el arte” (p. 455).
Los estilemas olfativos en esta segunda novela continúan, aunque ahora han sufrido una importante evolución, ya que muchos de ellos anotan sensaciones de libertad, naturaleza viva y paraíso. Es curioso, porque, a pesar de esto, la opresión del recuerdo de la guerra civil es aún más viva y explícita en La isla y los demonios que en Nada: así ocurre en escenas como la del borracho que insulta a Pablo (“[…] y le lanzó a la cara unas palabras como jugo de ortigas, brutales, sucias, inesperadas. -¡Cabrón! ¡Cornudo! ¡Emboscado!”, p. 471).
La casa de la zahorina Mariquita que visita Vicenta es descrita desde esta visión aromática: “Olía casi sofocantemente a limpio sahumerio. Un olor de casa pobre pero cuidada amorosamente. Olor bueno para los sentidos de Vicenta, como era bueno el café y el cigarro encendido y chupado avaramente” (p. 438). La protagonista siempre percibe una ciudad fuertemente olorosa: “Marta se sentía envuelta en tufaradas de olor a fruta, a pescado, a café. Eran espesos olores que la mañana exacerbaba y que repentinamente barría una ráfaga salina venida del mar” (p. 461). En el vagabundeo de Marta por el centro de Las Palmas (comparable al de Andrea persiguiendo a Juan en Nada) en el capítulo VIII de La isla y los demonios la escritora atrapa, a través de los sonidos y de los olores, toda la vida y el ambiente de esas calles: “Olía a vino, a fritos, a mugre, a moscas, a vida. […] le producía todo aquello una sensación de encanto casi perverso” (pp. 460-463). El capítulo acaba con la noticia: “¡Ha caído Barcelona en poder de los nacionales!”.
Se podrían aducir numerosísimos ejemplos relativos a los aromas bonancibles y naturales: “Olía a paja, a brea, a polvo y a yodo marino”; “Él dilató la nariz al olor de la tierra, que después de varios días de navegación dejaba sentir su perfume”; “[…] pareció hacerse más intenso el perfume de los macizos de rosas”; “Sus olores [heliotropos, madreselvas, buganvillas] se mezclaban ardorosamente”; “[…] olor de las viñas y las higueras”; “Traía la gabardina un olor a eucaliptos”; “Olía a café, a tila, al gofio que aparecía en recipientes de cristal, y también a mañana primaveral, a flores”. Aunque también aparecen los “otros” olores, los malsanos: “[una casa] daba olor a dinero”; “[…] respirando el olor de sus afeites mañaneros”.
Al margen, no está de más hacer notar que La isla y los demonios, una de las obras laforetianas más admirables, quizá sea, por otra parte, la gran novela canaria. Y esto es evidente en el paisajismo, la geografía humana, la historia reciente e, incluso, en los canarismos léxicos que aparecen: tratamientos (ustedeo, mi niño, mi hijo, cristiano), tollo, rebotallo, pisco, pizquito, guagua, tunera, talla, tabaiba, estar alumbrado, tarajal, peninsular, machango, cardón, locero, taifa, enralo, cambullón, asocar, enroñarse, etc.
[Continuará]
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