El escritor Siegfried Lenz “perteneció al Grupo 47, generación de periodistas y escritores alemanes, que desarrollarían su labor literaria y crítica durante la Guerra Fría”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


23/03/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana recomienda ‘El desertor’, de Siegfried Lenz: “El libro había sido escrito y contratado para su publicación en 1951 por la editorial Hoffmann und Campe, pero cuando leyeron el manuscrito rápidamente se echaron para atrás. Así que la políticamente correcta Alemania pudo obviar este...

...alegato antibelicista que dormiría en un cajón por más de seis décadas hasta salir a la luz en 2016, dos años después de la muerte de Lenz”.

Tanta, tanta guerra

“Quien hace de la guerra su oficio es un delincuente. Los que están allá arriba lo son”.
Siegfried Lenz, El desertor, p. 193.

Pues estaba yo antier pensando en que desde hace años solo leo los libros que me indican cuatro amigas, un puñadito de aliados y dos conocidos críticos, cuando mi amigo Pepe Proudhon -que me lee el pensamiento- me interpeló con este desaforado speech:

-Pos serán leyentes de verdad, de a pie y en papel, no como esos booktubers, influencers y críticos de chichinabo, alérgicos a más de diez líneas de texto, que escupen caramelitos a sus seguidores, guauguau, ¡pinches funcionarios terminales de editoriales, a las que habría que romperles la madre!

Anda mi cuate un tanto sulfurado con la invasión de Ucrania, los neonazismos, la geopolítica, el tema del gas y el asunto del Sahara, que parece que todo es lo mismo… Lo invito a proseguir su paseo y me pongo a leer la obra recomendada por Fernando Jiménez, El desertor (Impedimenta, 2017), una novela ambientada -de primera mano- en la segunda guerra mundial, una guerra que, como la civil española, ha provocado una producción artística, filmográfica y literaria ingente, inabarcable, infinita.

Su autor, Siegfried Lenz (1926-2014), nacido en la Prusia Oriental, publicó más de setenta libros, de los que vendió 25 millones de copias, y la filmografía basada en sus obras también es apabullante. Su popularidad fue respaldada por eminentes críticos que lo elogiaron, como su santidad Marcel Reich-Ranicki (1920-2013), quizá el más influyente de su tiempo. Lenz perteneció al Grupo 47, generación de periodistas y escritores alemanes, que desarrollarían su labor literaria y crítica durante la Guerra Fría. A ese grupo pertenecieron escritores como Martin Walser, Ingeborg Bachmann, Heinrich Böll, Günter Grass o Hans Magnus Enzesberger, entre otros muchos. Polemizaron contra la sociedad alemana que ya en la posguerra solo quería olvidar, hacer una santa transición y rehuir responsabilidades: todo había sido cuestión de unos locos hitlerianos y a mí que me registren. Pero también supieron disputar contra sí mismos y muchas veces otros autores se desentendieron, como los jóvenes Paul Celan y Peter Handke, el viejo Thomas Mann (tachó al Grupo 47 de vulgar y de “banda de sinvergüenzas”) o la más reciente Elfriede Jelinek (definió al Grupo 47 como “asociación sádica a la que no habría asistido ni siquiera bajo amenaza de muerte”). En cualquier caso, todos ellos resultaban incómodos en sus planteamientos críticos hacia un sistema que aún guardaba ciertos resabios ambiguos con el nazismo en el que habían crecido.


Lenz acudió a su experiencia personal bélica (en 1943 fue reclutado con solo 17 años) para armar El desertor, una narración descarnada que ahonda sobre aquella desoladora y traumática vivencia individual y colectiva. El libro había sido escrito y contratado para su publicación en 1951 por la editorial Hoffmann und Campe, pero cuando leyeron el manuscrito rápidamente se echaron para atrás. Así que la políticamente correcta Alemania pudo obviar este alegato antibelicista que dormiría en un cajón por más de seis décadas hasta salir a la luz en 2016, dos años después de la muerte de Lenz. Eso sí, apareció con el mismo sello editorial que la había ninguneado. Este avatar aparece contado pormenorizadamente en la edición española (Impedimenta, 2017) en una nota final, que más parece ensayo introductorio a la vida y obra del autor, lo que es de agradecer.

En esta narración, un pelotón de soldados alemanes, en la frontera oriental, pasan la guerra enfrentados a los partisanos de la zona y Proska, el protagonista, transitará el camino de la desesperanza, la deserción y otra vez la huida de los nuevos amos, los rusos. La originalidad de esta historia viene dada por la exhibición de una estampa sin edulcorar de la vida cotidiana en la guerra (cadáveres, miembros amputados, dolor, crueldad, parásitos, hambre, sangre). Aunque no se trata solo de autenticidad, ya que la reflexión matizada trasciende la realidad del momento resultando una novela del No a la Guerra, con enseñanzas muy claras para hoy mismo, en que sufrimos “el otoño de las opiniones y de la conciencia”:

El pacifismo sin hechos, pasivo, es un fantasma impotente. Aquellos que dicen “estoy en contra de la guerra” y con eso se dan por satisfechos, sin mover un solo dedo para extirpar la guerra de raíz, deberían estar expuestos en el museo del pacifismo. Es prioritario llegar a algún tipo de pacifismo activo, a una voluntad de actuación seria y rigurosa al respecto. Con los grandes esfuerzos intelectuales no se va a ningún sitio. Si queremos ganarnos una vida gloriosa y desahogada en el futuro, tenemos que llevar una vida activa desde hoy mismo (pp. 233-234).

La lectura de El desertor y las vicisitudes de su banda de soldados desencantados me desencadenó dos evocaciones. La primera fue La cruz de hierro (1977), el filme de Sam Peckinpah, uno de los directores más admirados por ser autor de media docena de grandes westerns crepusculares. Esta obra cinematográfica no es una obra maestra -como Grupo salvaje (1969)-, pero hasta las malas películas de Peckinpah son buenas. De ella Orson Welles dijo que era la mejor película antibelicista que había visto en su vida. La cruz de hierro está basada en una novela de Willi Heinrich (1920-2005), otro soldado alemán que, al terminar la guerra, se reconvirtió en escritor y relató su experiencia en el frente ruso a través de un pelotón de camaradas decepcionados.

La otra evocación tiene que ver con un exitoso novelista danés escondido bajo el seudónimo de Sven Hassel (1917-2012), que recaló en Barcelona en 1964 y residió allí hasta su muerte. Su nombre verdadero era Børge Willy Redsted Peders, un nazi colaborador de la Gestapo durante la ocupación de Dinamarca. Tenemos dos versiones de la vida de este traidor y refugiado exnazi Sven Hassel: una es la que cuenta un autor de libros contra los colaboracionistas pronazis, el polémico periodista Erik Haaest (vivió algunos años en Torremolinos y colaboraba en las emisiones de Radio Mercur dirigida a los daneses de la Costa del Sol), que presenta a Sven Hassel como un contumaz falsario, delincuente y embaucador, un plagiador ágrafo y ladrón de temas cuyas obras habrían sido escritas por su mujer, la traductora cinematográfica Laura Dorthea Guldbæk Jensen; y otra versión es la que revela el mismo Hassel y recrea en quince novelas (confieso no haber leído ninguna), que dijo haber escrito a partir de su experiencia bélica, donde se autobiografía como héroe acompañado de un pelotón de soldados nazis desencantados. El New York Times en su obituario calificó la literatura de Hassel como “ficción pulp” para un grupo de edad masculino de los años 60 y 70 que en 2012 se entretiene con videojuegos bélicos. Lo que no se puede negar es que vendiera 53 millones de sus libros en todo el mundo, que fuera leído en España por muchísimos miles de consumidores (en todas las librerías de viejo se encuentran a paladas aquellas ediciones de Reno de Plaza&Janés de hace cinco o seis décadas) y que aún se le reedite (la última, en este 2022).

Regreso a la calidad de El desertor de Lenz, cuyos modelos fueron -en lo vivido- una indudable experiencia de aquel desastre y -en lo literario- la escritura de Hemingway y Faulkner, aunque no faltó quien tachara su estilo de tradicionalista. A pesar de la crudeza de algunas realidades, es conmovedora la aparición en esta novela de una muchacha, la deliciosa Wanda, que representa lo vital y lo mejor del humano, el perdón. A ella le explica el protagonista la mecánica de quienes manejan la guerra, “esa camarilla”:

Cuando alguien es malo y se siente débil, se busca a otro malo. El mejor pacto del mundo es el que se establece entre los malos, porque el mal es inequívoco. Sobre la verdad, por otro lado, puede uno pelearse, Wanda, igual que sobre la muerte, pero el mal es siempre el mal, y no puede convertirse en otra cosa. Por eso se entienden tan bien los miembros de esa camarilla, por eso ninguno de ellos muestra compasión por los que van a morder el polvo (p. 257).

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Nota. Además de El desertor, los lectores de Lenz cuentan con otra docena de títulos en el mercado español: Lección de alemán (Caralt, 1973; Impedimenta, 2016), La pérdida (Debate, 1981), ¡Qué bello era Suleyken! (Caralt, 1982; Ediciones del Viento, 2010), Campo de maniobras (Tusquets, 1988), El usurpador (Tusquets, 1990), La prueba acústica (Tusquets, 1993), El legado de Arne (Akal, 2002), Duelo con la sombra (Akal, 2006), Objetos perdidos (Akal, 2008), Minuto de silencio (Maeva, 2010), El teatro de la vida (Maeva, 2011), El barco faro y otros relatos (Impedimenta, 2014).

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