“Todo en Hamnet se me antoja minúsculo, como si fuera una labor de taracea o bordado, y todo lo que ocurre, sucede ante los ojos lectores, nada hay en la trastienda”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


01/06/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre las novelas Hamnet, de Maggie O’Farrell, y El callejón de las almas perdidas, de William Lindsay Gresham: “Si antes dejé entrever que la textura (casi de horror vacui) de la novela de Maggie O’Farrell no dejaba casi nada a la imaginación lectora y la acercaba...

...mucho al tempo lento y al detallismo de la pintura, la de Gresham es todo lo contrario: el autor engancha al leyente con variadas técnicas de gran modernidad y muy cinematográficas, a través de cortes, saltos y elipsis”.

Dos novelas

Para Katy Villagrá, porque todo en la vida es cine, o sea, puro teatro.

En el mes de mayo leí dos buenas novelas una detrás de la otra, lo que me llevó a compararlas (sí, es odioso y no lo recomiendo). La primera fue Hamnet (Libros del Asteroide, 2021) de la británica, nacida en Irlanda del Norte, Maggie O’Farrell (1972), una ficción que rinde cumplido homenaje al gran Shakespeare, pero que en esta novela es un pequeño y atribulado William por la muerte de un hijo. Todo en Hamnet se me antoja minúsculo, como si fuera una labor de taracea o bordado, y todo lo que ocurre, sucede ante los ojos lectores, nada hay en la trastienda. No diré que no sean páginas sugerentes, pero la vida, la granja, los campos de Stratford no están descritos, sino pintados con mimosa meticulosidad y todo el libro resulta una espléndida miniatura de la época y de la vida familiar del gran dramaturgo.


Mencionaré un fragmento como muestra de este estilo puntilloso de la prosa de O’Farrell. Cuando Agnes, el personaje en torno al cual se construye todo el libro, arriba a Londres:

De camino a Holborn, por calles más estrechas y oscuras, Agnes no da crédito a tanto ruido y tanta pestilencia. Por todas partes hay tiendas, corrales, tabernas, zaguanes llenos de gente. Se les acercan vendedores para enseñarles sus productos: patatas, tartas, duras manzanas silvestres, un cuenco de castañas. La gente grita y se da voces, de un lado a otro de la calle; ve, está segura, a un hombre y una mujer copulando en un espacio estrecho entre dos casas. Más allá, un hombre se alivia en una zanja; le ve el apéndice, arrugado y pálido, antes de desviar la mirada. Hay jóvenes, aprendices, supone, fuera de las tiendas, que invitan a entrar a los transeúntes, y niños que todavía tienen los dientes de leche empujando carretillas por la calle, anunciando lo que llevan, y viejos y viejas sentados entre zanahorias retorcidas, frutos secos, pan (p. 324).

El tema de la muerte -tan definitiva y emocionadamente inserta en toda la narración-, solo podría haberlo tratado una mujer, como es el caso de O’Farrell, que ya dejó otra profunda muestra de lo concernida que se siente con la muerte -personal y familiarmente- en su único libro de no ficción, unas memorias tituladas I Am, I Am, I Am: Seventeen Brushes with Death (en español Sigo aquí). Por otro lado, el personaje de Agnes -una dama bruja, yerbera y visionaria- es una de las mejores consecuciones de Hamnet, libro que recibió el Women’s Prize for Fiction y el National Book Critics Circle Award, además de ser considerada por los reputados New York Times y Washington Post como uno de los mejores libros del año 2020.

Hamnet está dedicada a Will[iam Sutcliffe], un interesante escritor, con el que está casada O’Farrell y autor, entre otras novelas, de The Wall (2013), una historia sobre el muro de hormigón construido por Israel, que es el doble de alto y cuatro veces más largo que el de Berlín… Dejo para otra ocasión el sangrante asunto de los muros que nos llevaría a los límites de la furia y el dolor.

La segunda novela a la que me referí al comienzo es la que lleva por título Nightmare Alley (1946), traducida al español como El callejón de las almas perdidas (Sajalín Editores, 2011) de William Lindsay Gresham (1909-1962). W. L. Gresham es un auténtico clásico de la literatura underground usamericana, su novela gozó de un éxito inmediato y fue llevada rápidamente al cine en 1947 dirigida por Edmund Goulding e interpretada por Tyrone Power. Recientemente (2021) Guillermo del Toro estrenó su remake.


Como dice mi amigo Fernando Jiménez, la novela de Gresham esconde varias novelas: “una social, otra negra, otra fantástica, otra de formación, y hasta una gráfica. Por lo menos”. Su protagonista, un predicador falsario y asesino, recuerda a muchos otros de la novelística sureña de los USA. La trama se teje en torno a un contexto tan problemático como violento y no puede entenderse cabalmente sin acudir a los tiempos que le tocó vivir al autor: el momento de las depresiones económicas y sociales anteriores y posteriores a las dos guerras mundiales. Realmente, Gresham tuvo una existencia, si no interesante, muy movida: ejerció de taquígrafo, reportero, cantante, bohemio, topógrafo, socorrista, vendedor, mago, redactor, editor, novelista, alcohólico y, finalmente, suicida.

El idealista Gresham, afiliado al partido comunista, formó parte de la Brigada Abraham Lincoln, con la que acudió a luchar en la guerra civil española en 1937 a favor de los republicanos. Allí parece que un compatriota le contó la historia que desencadenó la escritura de El callejón de las almas perdidas. Una nota importante que informa su literatura es la temprana y permanente fascinación por el mundo del circo y de los monstruos, así como su irresistible atracción hacia el mundo del espiritismo, el psicoanálisis, el ocultismo, el tarot, el zen, el yoga y el I Ching. De todo ello la lectora encontrará huellas y pistas en su obra maestra, estructurada en 22 capítulos, iniciados cada uno de ellos por una carta del tarot.

Si antes dejé entrever que la textura (casi de horror vacui) de la novela de Maggie O’Farrell no dejaba casi nada a la imaginación lectora y la acercaba mucho al tempo lento y al detallismo de la pintura, la de Gresham es todo lo contrario: el autor engancha al leyente con variadas técnicas de gran modernidad y muy cinematográficas, a través de cortes, saltos y elipsis. Combina, además, este estilo con la bruma de muchos extremos que quedan en el limbo, comprometiendo al lector en la decisión de interpretar determinadas escenas: ¿de verdad fueron así o son irreales, soñadas, imaginadas por los personajes?

El callejón de las almas perdidas está dedicada a la poetisa neoyorquina Joy Davidman (1915-1960), la segunda mujer con la que matrimonió y que le abandonaría para irse a Inglaterra, donde acabó casada con el académico oxoniense C. S. Lewis (autor de Las crónicas de Narnia), amigo de J. R. R. Tolkien (el de El señor de los anillos). La historia de los amores crepusculares de Joy Gresham (antes Davidman) con C. S. Lewis fue contada en una romántica película por Richard Attenborough (Tierras de penumbra, 1993), interpretada por Anthony Hopkins y Debra Winger.

El siempre mujeriego Gresham incurrió en el matrimonio por tercera vez, rizando el rizo de su infatigable infidelidad, rozando un vil vodevil (que le hubiera encantado a don Pedro Almodóvar): Renée Rodríguez, una prima de Joy pidió asilo en casa de los Grisham, huyendo de un marido maltratador. Poco después, Joy conocería -por confesión de Gresham- que su prima Renée y él se habían convertido en amantes. Gresham y Renée acabaron casándose. Antes de su suicidio, el escritor le reveló a un amigo:

I sometimes think that if I have any real talent it is not literary but is a sheer talent for survival. I have survived three busted marriages, losing my boys, war, tuberculosis, Marxism, alcoholism, neurosis and years of freelance writing.
[A veces pienso que, de tener realmente algún talento, no es literario sino mero talento para la supervivencia. He sobrevivido a tres matrimonios fracasados -perdiendo a mis hijos-, a la guerra, a la tuberculosis, al marxismo, al alcoholismo, a la neurosis y a años de escribir por cuenta propia].

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara