“‘Artista proleta, maricón y pobre’ -como le gustaba definirse-, ha quedado como una luminaria de la literatura homosexual y como un activista brioso en la lucha por los derechos de la diversidad sexual”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
14/12/22. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre el escritor chileno Pedro Lemebel: “El activismo de Lemebel, que duró lo que su vida, tuvo sin embargo picos de brillantez como las performances que desarrolló bajo el nombre de “Las Yeguas del Apocalipsis”, junto al joven artista Pancho Casas, en...
...los años 1987-1993, los años de la transición chilena (“democracia tutelada” le decían), bajo la sombra del dictador Augusto Pinochet, que tanto se parecía -en lo sangriento y en lo corrupto- a su maestro Francisco Franco, otro que tal”.
El gay saber de Lemebel
“La dictadura queda para siempre en la impune ausencia de nuestros muertos”
Pedro Lemebel
El chileno Pedro Lemebel (1952-2015), “artista proleta, maricón y pobre” -como le gustaba definirse-, ha quedado como una luminaria de la literatura homosexual y como un activista brioso en la lucha por los derechos de la diversidad sexual. Pero cuando uno lee sus deslenguadas y asombrosas crónicas, recogidas y seleccionadas por Ignacio Echevarría en Poco hombre (2022), no tarda en llegar a la misma conclusión que su compatriota Roberto Bolaño: “Lemebel no necesita escribir poesía para ser el mejor poeta de mi generación. Nadie llega más hondo que Lemebel”.
Estos textos fueron escogidos por Echevarría de los siete libros de crónicas que publicó en vida y que citaré aquí, porque ya la sola mención de sus títulos apunta a la excitación de la escritura de Lemebel: La esquina es mi corazón. Crónica urbana (1995), Loco afán. Crónicas de sidario (1996), De perlas y cicatrices. Crónicas radiales (1998), Zanjón de la Aguada (2003), Adiós mariquita linda (2004), Serenata cafiola (2008), Háblame de amores (2021).
El activismo de Lemebel, que duró lo que su vida, tuvo sin embargo picos de brillantez como las performances que desarrolló bajo el nombre de “Las Yeguas del Apocalipsis”, junto al joven artista Pancho Casas, en los años 1987-1993, los años de la transición chilena (“democracia tutelada” le decían), bajo la sombra del dictador Augusto Pinochet, que tanto se parecía -en lo sangriento y en lo corrupto- a su maestro Francisco Franco, otro que tal.
Si para los críticos del día Lemebel es uno de los grandes exponentes de la literatura gay, como iba diciendo, la atenta lectura de sus textos nos lleva a conceptuarlo más bien como faro de la anarcoliteratura, de la contracultura y de la movida ochentera (muchos de los personajes que pululan por las páginas de sus crónicas no han dejado de recordarme a otros como la Anarcoma del sevillano Nazario). Lemebel no duda en lanzar cuchillos contra la cultura gay: “Lo gay se suma al poder, no lo confronta, no lo transgrede […], lo gay acuña su emancipación a la sombra del capitalismo victorioso […], acomoda su trasero lacio en los espacios coquetos que le acomoda el sistema”. Y sobre la izquierda chilena tampoco se queda manco, como se afanó por dejarlo escrito en la crónica titulada “El exilio fru-fru (había una fonda en Montparnasse)”, en donde contrapone el exilio interior (“Los días negros que pasábamos los compatriotas en Chile con la mierda milica hasta el cuello y las balas limpiándonos el poto”) al de quienes pudieron escapar fuera (“Los tiraron donde cayeran, México, Argentina, Cuba o la lejana Escandinavia, donde eran cucarachas de carbón en el cielo albino de los vikingos”), una crónica que acaba con estas amargas palabras: “En fin, el término del siglo pasado desbarató el naipe ético de la whisquierda, que ve agonizar el milenio con mucho hielo en el alma y un marrón glacé en la nariz para repeler el tufo mortuorio del pasado”. En una entrevista, Lemebel citó a su amigo mexicano Carlos Monsiváis, quien remarcaba que más que literatura homosexual habría que hablar “de una subjetividad castigada, de una sensibilidad ignorada”.
La prosa golosamente libidinosa de Lemebel no oculta los temas importantes que aborda con violenta nitidez. El autor es capaz -y no es una contradicción- de la máxima ternura, como en “El beso de Joan Manuel (tu boca me sabe a hierba)”, o en el cordial epicedio que dedicó a una travesti muerta de sida en “La muerte de Madonna”, pero tampoco le incomoda la risa macabra, como en “El último beso de Loba Lámar”. El humor, una de las más sabias herramientas de la cultura mariposa, lo esgrime como nadie Lemebel, siempre desaforado pero vitalista, como el que exhibe en esa poética del apodo gay (“Los mil nombres de María Camaleón”) y en una increíble crónica fenomenológica sobre las peluquerías (“Tarántulas en el pelo”). En la crítica política siempre resulta demoledor, como en el “Bienvenido, Tutankamón (o el regreso de la pesadilla)”, cuando las autoridades británicas se esmeraron en torear al juez Baltasar Garzón para posibilitar que Augusto Nerón fuera recibido en Chile al son de la canción Erika, la favorita de Hitler. El general chileno también fue personaje estelar en la única novela que publicó Lemebel, Tengo miedo torero (2001), un granito que aportó a la larga saga de novelas de dictador.
Lemebel consideró siempre que la lucha por los derechos de las mujeres era también su lucha y lo expresó con creces, en sus actos y en sus textos. En esta antología hay varios trabajos sobre mujeres muy señaladas. Entre las más detestables, retrata a Lucía Pinochet Hiriart, la primogénita del dictador, en quien “arte, mercado y fascismo se dan la mano” (“El encuentro con Lucía Sombra”), aunque la palma de mujer abominable se la lleva Mariana Callejas, la escritora, terrorista y agente de la DINA (la policía secreta de la dictadura), que organizaba en su chalet de Santiago veladas literarias, mientras en el sótano se estaba torturando a detenidos políticos. Pero es a las mujeres luchadoras y víctimas del orden pinochetiano a quienes consagra textos muy potentes: “Mi amiga Gladys” recoge la trayectoria de Gladys Marín, secretaria general del Partido Comunista de Chile, a la que después ofrendaría un libro de crónicas del mismo título publicado póstumamente en 2016; “Carmen Gloria Quintana” está dedicada a esta activista que, apresada con su compañero durante una marcha de protesta en 1986, fueron quemados vivos por una patrulla militar, aunque ella sobrevivió; “La payita”, quizá la pieza más conmovedora, reivindica la noble figura de Miria Contreras, secretaria personal y amante del presidente Allende, una mujer que el orden posterior al golpe militar se empeñó en enturbiar y prostituir, ya que no pudo desaparecerla antes de que se exiliara.
Las crónicas de Lemebel convocan permanentemente a un festín de palabras: cada página suya está erizada del placer de la escritura, de una exuberancia erotizante, de un contagioso regodeo por los neologismos. En definitiva, un lenguaje tan brillante y sabroso como barroco, que de seguro envidiarían Severo Sarduy, Lezama Lima o don Francisco Quevedo; este último, con el mirar esquinado de obras como Gracias y desgracias del ojo del culo o el subrepticio soneto “Érase un hombre a una nariz pegado”, una poesía anal, como ya interpretó incisivamente María Grazia Profeti. Para terminar, les invito a leer un ejemplo del sucu-suculento español de Lemebel, un fragmento de su crónica titulada “Las amapolas también tienen espinas”:
Pónemelo un ratito, la puntita no más. ¿Querís? Y sin esperar respuesta se baja los pantalones y se lo enchufa sola, moviéndose, sudando en el ardor del empalme que gime: Ay, que duele, no tan fuerte, es muy grande, despacito. Que te gusta, que te parto, cómetelo todo, que ya viene, que me voy, no te movái, que me fui. Así, así calentito, el chico derrama su leche en el torniquete trasero, hasta la última gota espermea el quejido. […] Con los pantalones a medias, canilla, ofrece su magnolia terciopela en el recuajo que la florece nocturna. Partido en dos su cielo rajo, calado y espeluznante, que venga el burro urgente a deshojar su margarita. Que vuelva a regar su flor homófaga goteando blondas en el aprieta y suelta pétalos babosos, su gineceo de trasnoche incuba semillas adolescentes. Las germina el ardor fecal de su trompa caníbal. Su amapola erizo que puja a tajo abierta aún descontenta. Vaciada por el saque, un espacio estelar la pena por dentro. La pena por el pene que arrugado se retira a guardarse en su forro. Como una avispa que ha succionado miel de esas mucosas y abandona la corola retornando el músculo a su fetidez de vaciadero. Pasado el festín, su cáliz vacío la rehueca postparto. Iluminado por ausencia, el esfínter marchito es una pupila ciega que parpadea entre las nalgas. Así fuera un desperdicio, una concha tuerta, una cuenca marisca, un molusco concheperla que perdió su joya en mitad de la fiesta. Y sólo le queda la huella de la perla, como un boquerón que irradia la memoria del nácar sobre la basura. […]
*Para Pilukova Ramosovich, por los préstamos librescos
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