“A pesar de ser un lector compulsivo y apasionado, para él un libro, una vez leído, perdía todo interés: dejó dicho que solo lo que registraba la memoria merecía la pena”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
23/01/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana habla sobre el granadino Ángel Ganivet: “Fue un solitario, un ácrata reaccionario, un misógino, un madrero, un solipcista, un misántropo, un solitario, un sociópata. En una carta al amigo Nicolás María López ya proponía una solución a su ennui: “cortar con la sociedad y...
...vivir entre cuatro paredes [...] un suicidio lento pero continuo””.
Las mujeres según Ganivet (I)
Uno de nuestros más egregios escritores, polígloto y cosmopolita, el granadino Ángel Ganivet (1865-1898), estudiante aplicado de lenguas, músicas y lecturas, escribió deprisa, vivió deprisa y pensó deprisa. Había nacido señalado para una muerte temprana, de agua negra, como su paisano Federico, domador de sombrías mariposas, con un padre y un hermano suicidas. Su literatura está hecha de momentos y de páginas, más que de libros: cada artículo que publicó era el gajo de una apretada y jugosa naranja. A pesar de ser un lector compulsivo y apasionado, para él un libro, una vez leído, perdía todo interés: dejó dicho que solo lo que registraba la memoria merecía la pena. Así, jamás acumuló libros en su intenso viaje por la vida y los países recorridos. Fue un solitario, un ácrata reaccionario, un misógino, un madrero, un solipcista, un misántropo, un solitario, un sociópata. En una carta al amigo Nicolás María López ya proponía una solución a su ennui: “cortar con la sociedad y vivir entre cuatro paredes [...] un suicidio lento pero continuo”. Ese permanente sentimiento de soledad y extranjería, ese estado de irritación nerviosa, me recuerdan a la escritura de su coetáneo Joseph Conrad. Pero la literatura de Ganivet sabe a migas hechas con pan de Alfacar y esto se nota en muchas de sus páginas, donde te sorprende a menudo un apunte que tira, que suena, que sabe a greguería, por ejemplo: “el cielo gris, triste como el rostro de un mudo”.
Dicen que a la Pardo Bazán le gustaron mucho las Cartas finlandesas, pero uno de los más grande intelectuales de la edad de plata, el presidente Manuel Azaña, deconstruiría tan profunda como inmisericordemente el Idearium español (quizá su libro más leído y debatido). Por su parte, el filósofo Ortega y Gasset se aprestó a homenajearlo, una vez ya muerto, leyendo en el Ateneo un fragmento de Granada la bella, la obra que comenzó a publicar en 1895 y luego imprimió al año siguiente en Helsingfors. Desde las ciudades europeas que habitó, desde su manejo de lenguas, desde sus pequeños libros -Ganivet afirmó que no le gustaban los grandes- abrió ventanas al mundo, más que ninguno de sus contemporáneos del 98 y continuó haciéndolo con obras mínimas y puntillosas, como Hombres del norte (1898) y El porvenir de España (1898):
Ver, oír, oler, gustar y aun palpar, esto es, vivir, es mi exclusivo procedimiento; después esas sensaciones se arreglan entre sí ellas solas, y de ellas salen las ideas; luego con esas ideas compongo un libro pequeño, que sin gran molestia puedan leer una docena de amigos [Granada la bella].
Hay dos años decisivos en Ganivet. Uno fue 1892, cuando gana unas oposiciones al cuerpo consular y es nombrado vicecónsul en Amberes, ciudad en la que residiría por cuatro años. En agosto de ese año publica su primer artículo en el periódico de su ciudad El Defensor de Granada, echando a andar su carrera literaria. También en el carnaval de 1892 ha conocido a la bella Amelia Roldán Llanos, la mujer de su corta vida. El otro año es el de 1898, cuando se traslada del consulado de Helsingfors (donde ha sido bastante feliz durante los últimos dos años y medio) al de Riga. Es el año en que publica Los trabajos de Pío Cid (“una de las mejores novelas que en nuestro idioma existen”, al decir de Ortega), Cartas finlandesas y Hombres del Norte (dos “grandes libros europeos”, Ortega otra vez), y ha dejado inédita El escultor de su alma, una obra dramática, entre otros escritos. Tiene idea de renunciar a su puesto diplomático y dedicarse a escribir. Pero en noviembre de ese año, dos semanas antes de cumplir treintaitrés años, se arroja al río Dwina. El crítico y filósofo Sánchez Vázquez afirmó que a Ganivet lo mató la España -zaragatera y triste- de entonces y uno se lo cree a pie juntillas si recordamos cuánto les dolía España a los pensadores en ese fin del siglo XIX. En una de sus cartas -Ganivet fue un frondoso epistológrafo- escribe, desde su destino diplomático en Bélgica, a propósito del periódico El Defensor de Granada que acogía sus colaboraciones:
Después de leer los buenos periódicos, como se publican por aquí, resulta El Defensor asqueroso y todo lo que por ahí pasa más asqueroso todavía… En los periódicos españoles y más en los de provincias no se encuentra nada más que ordinariez; parecen hechos por jornaleros que manejan la pluma como un escardador el almocafre, para ganar el pan y nada más.
Según sus biógrafos, Ganivet fue vegetariano y abstemio, aunque fumaba con fruición dos docenas de habanos diariamente y en algunas etapas de su vida (particularmente en Madrid, París y Amberes) frecuentó ambientes en los que contrajo el mal francés. A la figura de este literato le han llovido adjetivos a mansalva: misterioso, iluminado, excéntrico, provinciano, polifacético, curioso, mujeriego, extraño, atrabiliario, desconcertante, malogrado, incomprendido, escéptico, huraño, bilioso… Él mismo, en una carta a Navarro Ledesma confiesa que se siente “triste, endemoniado, aburrido, hastiado, malhumorado, melancólico, abrumado, entontecido”. Una amiga lectora, que me acompaña por el camino del Avellano en una mañana luminosa del enero granadino, aficionada a la psicología del mal de amores, me susurra que “lo del Ganivet es un caso cantado de eyaculatio précox”. Quién sabe: las íntimas cartas que dirigió a la cubana (Amalia Roldán Llanos) -que hubieran podido darnos alguna pista- fueron quemadas por esa mujer (vulgar, según las hermanas de Ganivet, que tan mal la querían) con la que tuvo dos hijos y medio.
En una de sus Cartas finlandesas compara, con cierta displicencia -más provinciana que machista-, a dos grandes autoras feministas del momento, a nuestra Pardo Bazán con la escritora noruega Amalie Skram (1846-1905), cuya problemática relación con los hombres la mantuvo recluida en psiquiátricos largas temporadas:
En este grupo [novelistas noruegos del Realismo], la personalidad más notable es la de Amelia Skram, novelista y dramaturga de tendencias revoltosas, a cuyo lado la señora Pardo Bazán es, en punto a radicalismo literario, una niña de teta.
El asunto de la mujer informa toda la obra de Ganivet, particularmente las Cartas finlandesas, escritas desde Helsingfors, donde el granadino no se cansó de confrontar el atrasado ambiente provinciano de donde venía con la sociedad europea y abierta que se mostraba en esa ciudad: “la mujer casada es experimentada e instruida como el hombre y está unida con él, no sólo por el afecto o por los intereses domésticos, sino por la comunidad intelectual”. Pero él, en ocasiones, prefiere la pierna quebrada (citaré solo tres perlas):
-Si [la mujer] ha de instruirse con miras emancipadoras o revolucionarias preferible es que no salga de la cocina.
-Una mujer deformada por el exceso de maternidad es más bella que un marimacho, del mismo modo que un hombre inteligente, envejecido prematuramente por el exceso de trabajo mental, es más bello que un barbilindo.
-Una hembra con pantalones no es un varón, es un adefesio.
Ganivet ya se había expresado por extenso sobre la mujer en su primer libro, Granada la bella: en el último capítulo, titulado “Lo eterno femenino”, hace confesión de un particular feminismo, defendiendo la idea de que la vida en las ciudades es más bella si en ella circulan, libres, las mujeres, que bullan y contribuyan a la vida íntegramente, “tan diferente de la vida de cuartel, para hombres solos, que nosotros sin percibirlo arrastramos”. Sin duda, más bella y menos bellaca.
[Continuará]
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