“La memoria de mi paraíso funciona como un cubo de Rubik, combinación de colores, historias y sentimientos. Un perfume azul, que se torna en rojo trágico y visceral de lugares arrancados y borrados de la realidad”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


06/03/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana comparte su “pequeña contribución al libro ‘Azules y Tierras. Barbastro y otros mundos’ (2022), en el que han colaborado cerca de dos centenares de escritores y artistas, editado por la Asociación Alzheimer Barbastro y Somontano. Juan Carlos Ferré Castán fue el coordinador...

...de un proyecto sobre la memoria y las geografías emocionales que se ha materializado en una exposición y en este superlibro”.

El mapa de un poema

Todos los lugares son imaginarios. El tiempo y la actividad desaforada de los humanos son los demiurgos de estos paraísos achicados, desvaídos, acaso muertos en el territorio de la geografía, pero relumbrantes y vivos en la memoria de quien los atesora.



La memoria de mi paraíso funciona como un cubo de Rubik, combinación de colores, historias y sentimientos. Un perfume azul, que se torna en rojo trágico y visceral de lugares arrancados y borrados de la realidad. La repetida cópula de los sueños que rebotan en el espejo del agua, amarillo de fantasma y pesadilla infantil. Mi vida con la ola y el mar, azul marinero. El don preclaro de los afectos, que son del color blanco de hada. El esplendor en la yerba, que es el verde del primer amor. Y el deslumbramiento de la arena, naranja untuoso como la primera vez que atisbé el desierto desde la ventanilla de un avión.


Pese a todo, el lugar existe y tiene una ubicación espacial precisa, incluso posee nombre, mejor dicho, dos nombres. Un militar colonial español, fiado en la política africanista de los Reyes Católicos, llamó a una factoría pesquera Villa Cisneros -rindiendo honor al poderoso cardenal que ordenó quemar todos los libros nazaríes- y edificó en 1885 un fuerte, una reliquia del patrimonio urbanístico saharaui que fue mandado derruir en 2004 por los nuevos amos. Los habitantes nómadas, los hombres azules, los hijos de la nube, que estaban allí desde mucho antes, sin embargo, ya tenían su nombre para aquel bellísimo enclave: Dajla, que en habla hassanía quiere decir algo así como “penetrante”. Allí transcurrieron mi infancia y adolescencia: en su instituto estudié aquel bachillerato de seis años, en una edificación muy moderna, otra exótica joya arquitectónica que la autoridad derribó en 2018. Quienes pretenden borrar la historia presumo que se equivocan, como en este plan de demoler edificios emblemáticos de la época colonial española: se hace daño al patrimonio saharaui y no aporta ningún beneficio a la vida presente. Cuando abandoné en 1969, aquel edén contaba con algo más de 2.000 almas y hoy me dice la Wikipedia que sobrepasan de 100.000 sus habitantes. Muchas veces, una punzada nostálgica me incita al viaje y al reencuentro, pero sé que volviendo a un lugar nunca regresas al tiempo del amor. Un funcionario esquivo y monstruoso no solo borró edificios, renombró calles, pavimentó secretas veredas y multiplicó nuevas gentes y nuevos negocios, sino que encaneció y arrugó el cuerpo del viajero. Pero fue impotente contra el guardián del tesoro: ese que permitió anidar en su memoria el tiempo de la ternura anudado a una geografía insólita, nítida, pura. Quizá por esa razón, reprimo mi nostalgia, acojo la ensoñación y escucho esa voz que me asegura que no volverás a hollar tu paraíso, el que llevas dentro, Dajla, la Interior, la que penetra y navega sobre el mar de tu memoria.


Dajla, la púrpura fenicia


El cielo no existe ya en Dajla.


El acantilado hacia el sur
hace cuevas: los grandes ojos
de la Ría de Oro. Hay médanos
de oro. Eres un niño asombrado
de sol y rebelde flequillo
húmedo. Sol de oro en las dunas:
tacto invidente tu sorpresa.

Eres niño sobre una roca,
con palito de escoba, miga
de pan, corcho y anzuelo: cebas
la morralla. La luz alienta
prisa de ciego ávido de agua,
de visión en tacto colmado.

Marea súbita en las charcas
habitadas por caracolas
de satinada rosa, peces
guitarra, lenguados que yacen
como huellas de pie humano.

Para el feliz fenicio múrice
falta aún la palabra. Un miedo

de algas trepa a tu espalda. Un pez
juega a ocultarse en la laguna
que irradia oro. Otra vez la luz.

Tus ojos no ven. Eres niño
y no sabes quién eres, ebrio
de agua y sal, de nácar y púrpura.

Dorada albura de oro y sol
-estrujado el tiempo- la luz
clavada a tus manos. Un niño
en el oro de la ría. Oro:
morir nomás, ahí y ahora.


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