“El maravilloso sol invernal, que nos ha ido acompañando cada día, incita a nuevas excursiones. Decidimos dedicarle la jornada a Eisenach, empezando por el impresionante castillo de Wartburg”

OPINIÓN. El lector vago. Por 
Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces


24/04/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana comparte un pequeño viaje de invierno: “Marburg es la etapa más reveladora de nuestro pequeño viaje sentimental. Durante todo este vagabundeo alemán no he podido escapar a la ominosa y melancólica sensación de pasear por pueblos, ciudades y calles que resurgieron...

...de las ruinas”.

Pequeño viaje de invierno (y II)

Para Julia Moreta y Dominik Niemann

Marburg es la etapa más reveladora de nuestro pequeño viaje sentimental. Durante todo este vagabundeo alemán no he podido escapar a la ominosa y melancólica sensación de pasear por pueblos, ciudades y calles que resurgieron de las ruinas. Mi admirado Max Sebald dedicó un capital ensayo (Luftkrieg und Literatur [‘Guerra aérea y Literatura’], traducido al español como Sobre la historia natural de la destrucción) a ahondar en ese capítulo de la maldad humana sobre la destrucción de las ciudades alemanas -junto a sus moradores civiles- en los bombardeos aéreos de la segunda guerra mundial y la ley de silencio que acompañó al posterior “milagro alemán”[1].

En la mañana ascendemos por un sendero que deja a la derecha el bosque del violador hasta llegar al draculino y soberbio castillo de Marburg. La vista, desde allí, alcanza las siete colinas de la hermosa ciudad, la catedral, la universidad, el río y la torre Spiegelslust, donde hay una instalación luminosa en forma de corazón que se puede activar a través de una llamada telefónica de pago (arte pop de veras popular). Mientras bajamos a través de escaleras y cuestas para desembocar en la plaza del mercado nuestro amigo marburgués nos informa que a los hermanos Grimm, estudiantes en la universidad de Marburg, les desagradaban estas callejuelas y se mofaban de la existencia de casas a las que se accedía por el tejado.


La primera universidad protestante se fundó aquí en 1527. Siempre he sentido una fascinación académica por este centro universitario, sobre todo porque aquí enseñaron tres grandes filólogos romanistas del siglo XX que fueron muy importantes en la formación de los profesores de Letras de mi generación: Erich Auerbach (1892-1957), Enst-Robert Curtius (1886-1956) y Leo Spitzer (1887-1960), cuyos tratados aún conservo en mi biblioteca. Por esta universidad pasaron, como estudiantes o como profesores, no solo Jakob y Wilhelm Grimm, sino gente tan variopinta como el poeta Gottfried Benn, Boris Pasternak, Ortega y Gasset, el periodista Franz Borkenau (que estuvo en la guerra civil española y escribió sus impresiones tituladas El reñidero español), Ernst Cassirer, Hans-Georg Gadamer, Hannah Arendt (aquí inició sus estudios universitarios en 1924 y se enamoró de su profesor Martin Heidegger, aunque a comienzos de 1926 decidió poner tierra por medio y abandonar Marburg) o la revolucionaria Ulrike Meinhof (una líder del grupo terrorista alemán Fracción del Ejército Rojo -RAF, Rote Armee Fraktion-, bautizado por la prensa como Banda Baader-Meinhof, un grupo que una vez detenido fue suicidado en cárceles de máxima seguridad). Es el momento de tomarse una Bosch Braun y evitar una nota a pie de página sobre la justicia justiciera europea.

Para terminar esta nómina de universitarios en Marburg, no quiero olvidarme de un curioso personaje que descubrí en una de mis raras lecturas (La impiedad triunfante: Semblanzas del mundo revolucionario, de L. Ferri, Barcelona, 1909). La tesis central de este libro es que “la herejía condujo al romanticismo en el dominio literario, y en el dominio político, a las ideas y a los principios proclamados por la Revolución” (p. 187). En él encuentro al físico, médico e inventor Denis Papin (Blois, 1647), un hugonote que vivió gran parte de su vida exiliado en Inglaterra, Italia y Alemania y que recaló en Marburg en 1688 para trabajar como profesor de Matemáticas en su universidad. Papin, amigo de Boyle y de Leibniz, fue el inventor de la primera olla a presión (digestor) y de muchos otros inventos a los que aplicó la máquina de vapor, entre ellos un submarino. Este raro inventor desapareció hacia 1714, por lo que se desconoce la fecha exacta de su muerte.


Echamos un vistazo, en la airosa Elisabethkirche [Iglesia de Santa Isabel], a la tumba -una filigrana en mármol- de la princesa Isabel de Hungría, interesante mujer entregada al franciscanismo de los pobres, casada a los 13 años con el landgrave de Turingia, del que enviudó muy pronto, muerta a los 24 años y convertida en santa en 1236. En la cercana plaza del mercado, donde el brillo gris de los adoquines contrasta con las tablas coloreadas de los clásicos edificios, fotografiamos la estatua de la animosa y beligerante Sofía de Brabante y su hijo. Esta Sofía, orgullosa, recordaba siempre su ascendencia materna en sus escritos: “Nos, Sofía, duquesa de Brabante, hija de Santa Isabel”. Tras mercarnos unos bombones de unas artesanas chocolateras, nos santificamos el cuerpo con una jarra de la cerveza del lugar, una rubia Elisabeth.

En la historia de la beatificación de Elisabeth tuvo una parte esencial uno de los personajes más denostados y antipáticos de la historia de Marburg. Se trata de su confesor, Konrad von Marburg, un cura martillo de herejes, primer inquisidor papal en Alemania, predicador de la cruzada (o sea, de las masacres sangrientas) contra los albigenses y causante de llevar a la hoguera a multitud de presuntos herejes por el procedimiento más expedito, autorizado por el Papa. Konrad, afirman las fuentes, asceta y cruel, obligó a la joven viuda Elisabeth a entregar sus hijos en adopción y la disciplinó brutalmente. El proceso de canonización de Isabel lo inició enseguida este severo director espiritual a través de una epístola dirigida al Papa. Finalmente, Konrad, que gozaba de enorme prestigio y de seguidores adictos, cometió un error en su fervor herejicida al presentar acusaciones de herejía contra unos aristócratas, de resultas de lo cual murió asesinado.

En la tarde conocemos el negocio cafetero -transparente y ecológico- de nuestros amigos marburgueses, y ya en la noche, Frank y Sandra (pastora luterana de ideas ecuménicas y feministas) nos regalan una agradable velada familiar en la que no faltan una tarta espléndida y la cerveza Luther urtyp (dunkel).

El maravilloso sol invernal, que nos ha ido acompañando cada día, incita a nuevas excursiones. Decidimos dedicarle la jornada a Eisenach, empezando por el impresionante castillo de Wartburg, un lugar emblemático del nacionalismo alemán, donde se celebraba el concurso de los trovadores medievales, al que acudían los más importantes poetas (Minnesänger) alemanes de la época. También este castillo está vinculado al recuerdo de dos figuras que lo habitaron: santa Isabel y Lutero, quien se refugió allí en 1521, tras ser excomulgado, dejándose crecer la barba y haciéndose llamar el caballero Jörg. A la curiosidad del viajero se le muestran el pequeño habitáculo -donde tradujo el Nuevo Testamento al alemán- así como varios retratos del reformador y de su esposa, Catalina de Bora[2], pintados por el amigo común Lucas Cranach el Viejo.


Empezamos el almuerzo con una rubia del lugar, una Radeberger. Resolvimos hace un rato, en la puerta de la casa-museo de J. S. Bach, dejar la visita musical para un próximo viaje y recomponernos en el B-A-C-H Restaurant, situado enfrente del museo. Mientras saboreo una negra Köstritzer, el amigo marburgués nos cuenta que, durante un año, en el transcurso de una crisis creativa, el gran Goethe solo se alimentó de pan y de esta cerveza: una dieta que no me disgustaría aplicarme.

Antes de nuestra última cena, apunto los libros que me acompañaron en los ratos de lectura de este viaje: Panza de burro de Andrea Abreu, Teoría King Kong de Virginie Despentes, Tres mujeres de Robert Musil y Suite francesa de Irene Némirovsky. Tras una Schwarzer Esel, y ahora con una kellerbier Zwíck'l, brindaré por Martín Lutero recordando las últimas líneas que escribió de su puño y letra un frío 16 de febrero de 1546, en Eisleben, ciudad en la que expiró la madrugada del 18 de febrero:

Nadie puede entender las Bucólicas de Virgilio si no ha sido pastor durante cinco años. Nadie puede entender las Geórgicas de Virgilio si no ha sido cinco años labrador. Nadie puede entender las cartas de Cicerón si no se ha visto mezclado durante veinticinco años en los grandes quehaceres políticos. Que nadie crea haber gustado y comprendido la Sagrada Escritura si no ha estado cien años con los profetas Elías, Eliseo, Juan Bautista, Jesús y los apóstoles, conduciendo la Iglesia. No toques la divina Eneida: confórmate con adorarla de lejos. Nosotros somos unos mendigos, esta es la verdad.

Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara

[1] La segunda guerra mundial, que culminaría con el ataque a Hiroshima/Nagasaki y dejó arrasadas -entre cientos de ciudades y miles de pueblos- Tokio, Manila, Varsovia, Stalingrado, Belgrado, Rotterdam, Colonia, Hamburgo, Dresde, Maguncia, no dejó de utilizar la vieja práctica humana de aterrorizar a la población, como nos recuerdan los romanos -Cartago-, que habían aprendido de los griegos -Troya-, pero no los llamaron hipócritamente, como hacen ahora los señorones de la guerra, “bombardeos estratégicos”, cuando se trata de machacar a la población civil -no combatiente-, cuando es terrorismo puro y duro, cuando han seguido hasta hoy causando sus estratégicos estragos en Bagdad, Sarajevo, Beirut, Palestina, Afganistán, Ucrania…

[2] Frau Käthe, ‘señora Caty’: así la llamaba su marido, Martín Lutero, aunque otra tradición dice que en realidad se dirigía a ella con un Herr Käthe, ‘señor Caty’.