“En sus Memorias de España 1937, escritas y publicadas en 1992, comenta y desacraliza a sus amigos intelectuales a medida que va quejándose de las cotidianas chinches y otras circunstancias molestosas”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
22/05/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre las memorias de Elena Garro: “Viene a reflejarse en una narradora cuasi lolita para sus calculadas descalificaciones, inocentes solo en apariencia, porque doña Elena escribe años después del regreso de Troya: en algún momento debió de pensar que...
...la venganza se sirve, además de fría, con veneno de adultez”.
Elena se fue a la guerra (1)
De los libros valen los escritos con sangre, los escritos con bilis y los escritos con luz.
Carlos Díaz Dufoo Jr
Tras mi entrega anterior, dedicada a una cosecha de los maldicientes exabruptos del señor Baroja, pensando en un posible escaparate de malevos, me puse a recordar libros y memorias donde se explayaban sus autores a gusto. Evoqué entonces una serie de fragmentos de memorias[1] leídos en revistas en mi época estudiantil que me descubrieron las memorias de Elena Garro (1916-1998), una de las figuras imprescindibles de la literatura americana. Pero si las ocurrencias de Baroja pudieran ser consideradas los desplantes de un cavernoso y malhumorado anciano, Elena Garro viene a reflejarse en una narradora cuasi lolita para sus calculadas descalificaciones, inocentes solo en apariencia, porque doña Elena escribe años después del regreso de Troya: en algún momento debió de pensar que la venganza se sirve, además de fría, con veneno de adultez.
Elena Garro tenía 21 años cuando fue al II Congreso de Intelectuales Antifascistas (1937), en España, con su marido dos años mayor que ella, el poeta Octavio Paz, y allí los dos jóvenes mexicanos tuvieron su pedacito de guerra. La comitiva mexicana la componían, además de la pareja Garro/Paz, Carlos Pellicer, José Mancisidor, Silvestre Revueltas, Juan de la Cabada, Fernando Gamboa, Susana Steel, José Chávez y María Luisa Vera. En sus Memorias de España 1937, escritas y publicadas en 1992, comenta y desacraliza a sus amigos intelectuales a medida que va quejándose de las cotidianas chinches y otras circunstancias molestosas, mientras su marido la moteja de cobarde y burguesita, extremos que a esta joven mujer le insufla una especie de rabiosa energía. Elena, que incluso ya en la vejez no dejaba de jugar a ser una niña fresita (aunque fuera una de los mejores escritores de América y de su tiempo), se ejercita lenguaraz en el recuerdo: “María Teresa León, que llevaba sus trenzas rubias alrededor de la cabeza, me dio una palmada en la mejilla”; “yo no era intelectual ni era antinada”; “la Pacecita tiene madera de artista, decía Juan Marinello, a quien yo, por majadera, llamaba Juan Martinello, pues siempre hablaba de Martí”. Y, persistente, alienta en sus apuntes una fijación por los seres rubios: Louis Aragon es “un señor rubio, muy elegante, vestido de gris”.
Los recuerdos anotados corresponden a esa estancia española, entre el 3 de julio de 1937 y mediados de octubre, fecha esta última en que ya se encuentra la pareja en París, pero a menudo la narradora de Memorias de España 1937 se evade a otras épocas, cuando trató a muchos de los personajes mencionados, mucho más tarde, en Nueva York, en Francia, en España o en México. Los lugares en que se desenvolvió el viaje español se situaron a lo largo de los ejes Valencia/Madrid y Valencia/Barcelona. La que escribe ya es una Elena Garro desgarrada por las circunstancias que la hicieron huir de México, acusada de delatora de intelectuales izquierdistas ante los servicios secretos, incluso se le atribuyó colaborar con la CIA en aquellos tiempos revueltos de las matanzas de 1968.
Pero vengamos a las filias y fobias de aquella lozana mujer. Elena encuentra que los Veinte poemas de amor de Neruda tienen un parecido con los tangos de Gardel, “la poesía lugonesca y nerudona” que había dicho Juan Ramón Jiménez, un poeta que sí admira doña Elena, aunque cuando lo conoció en La Habana le “resultó incongruente con su figura de Greco, sentada en una mecedora tropical”. Luis Araquistáin le revela que Juan Ramón Jiménez es “un maniático”.
Cuando visita la Exposición Universal de París (adonde la ha expedido su marido, preocupado por las salidas de tono de su esposa en el ambiente guerracivilista de España), guiada por Alejo Carpentier [pronúnciese Cagpontié, como lo hacía el portador de este apellido], escribe que le gustaron más los retratos al óleo de los mariscales soviéticos pintados por Gerasimov que el Guernica de Picasso (“me pareció hecho con recortes de papel periódico”). Luego va plasmando a muchos otros artistas y personajes conocidos de aquellos belicosos años: André Malraux (con los cabellos rubios y los ojos claros, muy inquietantes), Arturo Serrano Plaja (joven de nariz pronunciada y pantalón de hilo), Juan Negrín, Bergamín (voz mesurada y ademanes elegantes), Gustav Regler (intensamente pálido, con muletas y rostro hermoso), Tolstoi (hombrón rubio y de piel sonrosada), Ehrenburg (triste, de tez pálida y traje y cabello gris), Ludwig Renn (alto, flaco y de gafas), Anna Seghers (con aire de institutriz bondadosa), Herrera Petere (nos metimos a un café, en el que un joven muy rubio tocaba el piano y cantaba… parecía un galán de cine).
Una madrugada huye de su cuarto despavorida por un bombardeo y tras pasar la noche en un refugio pide a Vicente Sainz y a Neruda que le cambien su cuarto (ellos están en un buen hotel) pero “ninguno quiso hacerme el favor y odié a los dos viejos egoístas. Los intelectuales estaban atareados con el congreso y las ponencias. Yo, con el miedo”. De Manuel Altolaguirre (con los ojos canela clara y sonrisa infantil) anota: “Se comentaba mucho el misterio del matrimonio del poeta angelical Altolaguirre con la feroz campeona de natación Concha Méndez”. Años más tarde, la narradora rememorará:
Mi hija Helenita y yo fuimos a buscar a Luis Cernuda a la casa de Concha Méndez. Después lo visitamos varias veces por las tardes, mientras Concha regaba su jardín y maldecía al sinvergüenza de Manolo. […] Luis Cernuda continuaba joven, dorado y hermoso. Se diría que había volado sobre su toalla blanca desde el Grao hasta Coyoacán.
[Continuará]
Puede leer aquí los anteriores artículos de Miguel A. Moreta Lara
[1] “Con Octavio Paz en el Frente de Escritores Antifascistas” (suplemento Informaciones de las Artes y las Letras, de Informaciones, 16 de noviembre de 1978, pp. 5-6); “No me gusta hablar de Luis Cernuda” (revista Nueva Estafeta núm. 2, enero, 1979, pp. 111-116); “A mí me ha ocurrido todo al revés” (Cuadernos Hispanoamericanos, núm. 346, abril, 1979, pp. 38-51); “El Congreso de Intelectuales Antifascistas de 1957 [sic]” (Litoral, núm. 79/81, 1978, pp. 227–41). Estos adelantos pasarían al texto publicado en 1992 (Memorias de España 1937), que trató de publicar Elena Garro en 1973 -sin éxito- en México.