“Los cinéfilos y los admiradores de la obra fílmica del aragonés tienen aquí una fuente pródiga donde abrevar noticias, juicios y anécdotas de toda laya”
OPINIÓN. El lector vago. Por Miguel A. Moreta-Lara
Escritor a veces
09/10/23. Opinión. El escritor Miguel A. Moreta en su colaboración con EL OBSERVADOR / www.revistaelobservador.com de esta semana escribe sobre las memorias de Luis Buñuel: “contiene de cuerpo entero al genial director de cine, que desde la primera página es consciente de estar construyendo un relato semibiográfico y de dejarse arrastrar por el encanto irresistible de algún que otro falso recuerdo...
...Son impagables los retratos de cientos de personajes (intelectuales, políticos, artistas, poetas, cineastas…) a quienes conoció o trató a lo largo de una asendereada vida”.
Suspiros mexicanos: Buñuel, Galdós y la hija de Machaquito
La entrega anterior de estas colaboraciones la dediqué a las Memorias dictadas de Katia Mann y, como dije allí, me parecieron tan divertidas, lúcidas y heterodoxas como las que recogió Paloma Ulacia Altolaguirre en México de boca de su abuela y tituló Concha Méndez: Memorias habladas, memorias armadas. Con la mente ya puesta en el país que acogió a los exiliados republicanos, acudí a otras memorias -no menos divertidas- del cineasta Luis Buñuel conversadas con su cuate Jean-Claude Carrière, un libro que ahora volvió a producirme similar o superior regocijo al de la primera lectura hace ya demasiados años, a pesar de la reconocida incorrección de don Luis. ¡Qué distancia sideral hay entre este tipo de memorias y las mostrencas del político caído del guindo que recibe el encargo de explayarse y reiterar las mismas memeces de su alicorta vida!
Mi último suspiro (México, 1983), las memorias que Luis Buñuel (1900-1983) dictó a Jean-Claude Carrière, originalmente publicadas en francés (Mon dernier soupir, Éditions Robert Laffont, Paris, 1982), contiene de cuerpo entero al genial director de cine, que desde la primera página es consciente de estar construyendo un relato semibiográfico y de dejarse arrastrar por el encanto irresistible de algún que otro falso recuerdo. Son impagables los retratos de cientos de personajes (intelectuales, políticos, artistas, poetas, cineastas…) a quienes conoció o trató a lo largo de una asendereada vida. Entre ellos, uno no puede dejar de fijarse en las líneas dedicadas al pobre poeta Pedro Garfias o en esos párrafos con la expresa confesión de amor indestructible a García Lorca, su compañero de la Resi, a pesar de la escasa admiración que siente por la obra lorquiana, “a menudo retórica y amanerada”: “su vida y su personalidad superaban con mucho a su obra”. A Picasso lo tilda de “frío y egocéntrico” y le desagrada la grandilocuencia y politización del Guernica:
Comparto esta aversión con Alberti y José Bergamín, cosa que he descubierto hace poco. A los tres nos gustaría volar el Guernica, pero ya estamos muy viejos para andar poniendo bombas.
Pero la más acabada pintura, sin que falten dosis negras de crueldad, es su autorretrato. Es sabido que de Buñuel -una figura mítica- se cuentan incontables anécdotas; se dice, por ejemplo, que era un excelente atleta y un campeón del boxeo, pero aquí apunta: “En total, no disputé más que dos combates. Uno lo gané por incomparecencia del contrincante y el otro lo perdí por los puntos en cinco asaltos, por falta de combatividad. En realidad, yo no pensaba más que en protegerme la cara”. Así se las gastaba el señorito Buñuel, sincero incluso en la brutalidad: le da igual ponernos al día de su formación religiosa o de su concepción del sexo, que de su homofobia o su misoginia, con unos sucedidos que hoy se considerarían plenamente delictivos, como provocar a un homosexual y luego darle una paliza o abandonar a una chica lejos de la ciudad (tras llevarla en coche) al enterarse de que se había acostado con otro. En fin, incorrección suma del surrealista que todavía en la vejez, afirmaba: “Siempre me ha parecido más atractiva la idea de incendiar un museo que la de abrir un centro cultural o fundar un hospital”.
Hay un capítulo -el titulado “A favor y en contra”- en el que el contradictorio Buñuel se explaya con sus principales fobias y filias. Lo que adora: los Recuerdos entomológicos de Fabre; Sade; Wagner; comer temprano, acostarme y levantarse pronto; el Norte, el frío y la lluvia; el ruido de la lluvia; los relatos de viajes por España; la novela picaresca; el arte románico y el gótico; los claustros; la puntualidad; los bares, el alcohol y el tabaco; las pequeñas herramientas; los obreros; los pasadizos secretos, las bibliotecas, las escaleras, las cajas fuertes disimuladas; los bastones-espada; las culebras y, sobre todo, las ratas; la literatura rusa; la ópera; los pastelazos; los disfraces; la regularidad y los lugares que conoce; los arenques en aceite, las sardinas en escabeche, el salmón ahumado, el caviar, los huevos fritos con chorizo; la observación de los animales; las manías; la soledad; los enanos. Y lo que detesta: los países cálidos; los ciegos (por tanto, no le gusta Borges y tiene por verdad incontestable esta frase de su amigo Benjamin Péret: “¿verdad que la mortadela está fabricada por ciegos?”); el pedantismo y la jerga; Steinbeck, Dos Passos, Hemingway; los fotógrafos de Prensa; las multitudes; las estadísticas; las siglas; la vivisección; ciertas fachadas de cines; los banquetes y las entregas de premios; la proliferación de la información; los poseedores de la verdad; la psicología, el análisis y el psicoanálisis; los sombreros mexicanos; la publicidad; la envidia (“el pecado español por excelencia”); la política. Entremedias señala dos simpáticas aversiones, por las que declara sentir atracción y repulsión a la vez: las arañas y el espectáculo de la muerte.
Como podrán imaginar, además del literario, el tema del cine informa todo el libro. Los cinéfilos y los admiradores de la obra fílmica del aragonés tienen aquí una fuente pródiga donde abrevar noticias, juicios y anécdotas de toda laya. Muchas son las referidas a su etapa más surrealista, que le divierte recordar ahora, al final del camino, como la del primer filme: “Carlos Saura me dijo que, cuando Geraldine Chaplin era pequeña, su padre le contaba escenas de Un chien andalou (1929) para darle miedo”. No tiene desperdicio todo lo que cuenta en torno a su tercera película Las Hurdes, tierra sin pan (1933), financiada por su amigo el artista y pedagogo anarquista Ramón Acín, quien sería fusilado -la misma suerte corrió su compañera, la pianista Concha Monrás-, en los primeros días del golpe militar de Franco. De las películas de su etapa mexicana, una de las preferidas de Buñuel, presentada en Cannes por iniciativa de John Huston, es Nazarín (1959), la primera de su trilogía -seguirían Viridiana y Tristana- basada en novelas de Pérez Galdós, a quien admiraba y le parecía comparable a Dostoievski. Volví a ver el filme, volví a leer la novela y concluí que el aragonés se elevaba por encima del canario para lograr que una novela tan de España negra se convirtiera en una película tan mexicana y universal.
Recordé haber leído que el manuscrito de la novela había llegado a México. En un pequeño suelto del número 10 del Boletín al servicio de la emigración española (26 octubre 1939) se informaba que “la señora González de Hernández Rincón está en México, como emigrada política”. El motivo de la noticia era anunciar que estaba en posesión del manuscrito original de la novela Nazarín de Pérez Galdós y que esperaba entregarlo a alguna institución cultural mexicana. Esa “señora González” no era otra que Rafaela González Muñoz [Rafaelita] (1902-1996), hija de Rafael González Madrid Machaquito, el cuarto califa del toreo cordobés, que sería apadrinada por José Hurtado de Mendoza y Pérez [don Pepino], el sobrino predilecto de Benito Pérez Galdós. Se crio en la casa del ilustre escritor, buen amigo del torero (a pesar de ser un incondicional antitaurino), que la quiso bien. El sobrino del escritor -como digo- no solo la apadrinó, sino que se ocupó de darle estudios y la muchacha se convirtió en una aceptable concertista de piano, según algún recorte de la prensa de la época. Rafaelita se casaría con el médico José Lobo Rodríguez. A la edad de 15 años había posado para Julio Romero de Torres que la pintó en “La niña de los jazmines” (1917). Poco más he podido averiguar de su vida. A la muerte de Pérez Galdós, en enero de 1920, se encontraba presente en su alcoba, junto a María, la hija del escritor, y otros parientes y amigos.
En ese suelto también se detallaba que se editaría dicha obra en México con la colaboración de “varios ilustres intelectuales”. No me consta que se editara entonces. Sí que apareció, en la famosa colección “Sepan cuantos” de la editorial mexicana Porrúa, una edición conjunta de Tristana/Nazarín con prólogo de Ramón Gómez de la Serna. En cualquier caso, el manuscrito, según informa el Museo, lo vendió doña Rafaela a la Casa-Museo Pérez Galdós, donde se encuentra en la actualidad y puede ser consultada una copia digitalizada, a través de la Biblioteca Virtual del Patrimonio Bibliográfico del Ministerio de Cultura. En cuanto al nuevo compañero de vida de la señora González (que introduce ese incómodo “de”), Hernández Rincón, es posible que se trate de otro republicano refugiado, quizá un militar, llegado a México en el Sinaia, en cuya lista de embarque aparece: Gabriel Hernández Rincón.
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